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Acabo de releer un libro viejo (de 1977) que tenia olvidado y que me ha vuelto a impresionar, porque creo que es de máxima actualidad.

Me refiero al que publicó Valentín González «el Campesino», con el titulo de «Yo elegí la esclavitud«, por la sencillez con la que describe la Rusia de Stalin y lo que era el comunismo en la realidad del «Paraíso socialista».

En 284 páginas cuenta lo que vivió desde que subió al barco, en el puerto de El Havre (Francia), con otros gerifaltes y mandos del PCE, en 1939, recién huidos de España, tras la derrota, hasta que consigue escapar de la Unión Soviética, después de una verdadera odisea y escondido y perseguido como un criminal.

Ya ven ¡¡EL CAMPESINO, EL COMUNISTA ASESINO DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, ACUSADO Y CONDENADO, DE ANTICOMUNISTA!!

Les aseguro que yo obligaría (aunque fuese por Decreto) a leer el «Yo elegí la esclavitud» a los que me ven y me tachan de pesimista o a los que siguen pensando que «esto» (el contubernio socialista-comunista-independentista que nos gobierna) tiene, todavía, arreglo por vía del diálogo, las urnas y la democracia o escribiendo artículos defendiendo el Estado de Derecho y la libertad de expresión.

Señores de la Derecha, del Centro y españoles normales que lo único que queréis es vivir en paz y si es posible con trabajo y dignidad, pues para que os vayáis mentalizando de la España que nos espera si siguen en el Gobierno el socialista Sánchez Pérez-Castejón (el bisnieto del general franquista Castejón) y el podemita-comunista-venezolano Pablo Iglesias, os adelanto unas cuantas páginas del libro de «El Campesino».

Leedlas y abriréis los ojos:

Viaje a la URSS y recepción triunfal

 

En el puerto de El Havre, anclado, esperaba un barco con bandera soviética. El barco mixto –de pasajeros y mercancías– era considerado entonces como el más lujoso y nuevo de la URSS. Generalmente recorría la línea de Leningrado a Nueva York, con escala en Londres. Ahora había venido especialmente desde Leningrado a El Havre para embarcar a los más altos jerarcas y militares comunistas de la guerra española.

Se encontraban a bordo más de trescientas cincuenta personas; entre ellas, más de la mitad del Buró político y del Comité Central del Partido Comunista español, algunos diputados del mismo, los principales jefes del famoso Quinto Regimiento y unos treinta jefes de las Brigadas Internacionales.

Iba a salir el barco para la Unión Soviética, y los que no habían estado nunca en ella –la gran mayoría–, se consideraban por ello como los más favorecidos por la suerte.

Estaba la nave discretamente vigilada por la Policía francesa. Su salida era retrasada en espera de mi llegada. Yo había sido el último en escapar de España cuando ésta había caído totalmente en poder de Franco. Se me había dado en cierto momento por muerto, pero yo había logrado llegar con mis ayudantes a Orán en una canoa.

     Ya que la muerte no permitía que me explotaran como a un mártir de la causa, forzoso era trasladarse a la URSS.

     Vino a esperarme a la estación el automóvil del cónsul soviético de El Havre y me condujo a bordo.

     El barco abandonó el puerto francés el 14 de mayo de 1939.

 

El primer espía a la vista

 

    Venía con nosotros el famoso Ilya Ehrenburg. Este escritor judío-soviético se había pasado casi toda la guerra española en los más elegantes hoteles o viajando en los más lujosos automóviles. Todo a costa del pueblo español.

    Oficialmente, era el más brillante y leído de los corresponsales de Pravda. Pero sus contactos permanentes con los altos jefes militares y policiacos rusos y sus misteriosos viajes al extranjero me hacían sospechar que venía llenando misiones menos confesables: las de espía.

    Yo no sentía ninguna simpatía por tan histriónico y sospechoso personaje. Él había lanzado desde Madrid una historia mía totalmente fantástica, y tal hecho y sus maneras untuosas y jesuíticas me lo hacían bastante antipático.

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    No lograba, sin embargo, que se separara de mi lado. ¿A qué se debía su preferente asiduidad?

    Melosamente y en tono entre confidencial y protector, empezó él a darme consejos: yo me debía ante todo, decía, a la disciplina de la Internacional Comunista y no a la del Partido Comunista Español. Dada mi conducta durante la guerra, podía ser considerado en la URSS como el jefe más principal de la emigración española; pero a condición de dar pruebas de compresión y de acatamiento. La verdadera, la auténtica, la única patria de los comunistas del mundo entero era la Unión Soviética, y nuestro jefe indiscutible, el genial camarada Stalin…

    Recuerdo que yo le repliqué vivamente:

    –Yo soy y seré siempre, ante todo, español. Permaneceré unos meses en Moscú y volveré clandestinamente a organizar las guerrillas en España.

   Me dijo entonces que, si yo quería ser un buen comunista, era necesario que corrigiera mi temperamento impulsivo y mi carácter excesivamente independiente. Y añadió:

   –Ahora debes estudiar, prepararte política y militarmente, acatando en absoluto la voluntad del Jefe.

   Un tanto alarmado por sus palabras, le hice algunas preguntas sobre la URSS, y en tono suave me dijo:

  Prepárate a recibir el choque cuando veas la realidad. Los comunistas extranjeros habéis idealizado mucho la Unión Soviética. El Socialismo no es todavía la felicidad: hay muchos defectos aún, muchas fallas… y muchos enemigos y saboteadores.

  ¿Quiere ello decir que el paraíso soviético no es tal paraíso? –le pregunté ingenuamente.

   Cínico, con una sonrisa burlona, me respondió:

   –Ese paraíso es una creación de la propaganda. ¿Qué necesidad tienen los pueblos de saber la verdad?

   Y concluyó, poniéndose serio:

   España queda lejos de ti; la URSS es tu única patria ahora. No lo olvides y, sobre todo, no discutas nada.

   Ehrenburg no parecía conocer el espíritu crítico de los españoles y, sobre todo, parecía no conocerme a mí.

   Lo único que había conseguido con sus palabras era empezar a abrirme los ojos y excitar mi curiosidad.

   –¿Qué me espera en la Unión Soviética? –me pregunté con un principio de angustia y temor.

   Desde hacía diez años yo lo había sacrificado todo al comunismo. Creía servir a la mejor y más noble de las causas. Mi ilusión durante nuestra guerra había sido que España se convirtiera en otra URSS; para que entre las dos destruyeran el capitalismo y sovietizaran toda Europa.

Ciertamente, para imponer la hegemonía comunista en la zona republicana, los hombres de Moscú y los jefes estalinistas españoles habían cometido un sinfín de violencias, de arbitrariedades y de crímenes. Pero yo, individuo militar de choque, creí siempre que todo esto respondería a una necesidad revolucionaria.

  ¡De cuantos hechos de esa índole era responsable yo mismo!

  Yo, exaltadamente español, y en el fondo quizá más anarquista que comunista, había estado en desacuerdo no pocas veces con esos agentes rusos y estos líderes, creyendo que no interpretaban justamente las directrices de Stalin y de la Internacional. Mas ni en un solo momento había perdido la fe en la URSS y en el Partido bolchevique.

   Y de repente, ya en marcha hacia la URSS, sentía nacer una angustiosa duda de mi ánimo.

Silencio total.

 

   Yo intenté por todos los medios informarme, recurriendo a los jefes de las Brigadas Internacionales que habían estado ya en la Unión Soviética. Pero a todos los hallé herméticamente cerrados, tristones, temerosos, desconfiados…

   En España todos habían sido excelentes amigos y colaboradores míos. Juntos habíamos sentido los peligros del combate, la camaradería del ideal y la sinceridad entre la vida y la muerte.

   Era evidente que encontraban harto molestas mis preguntas y que ninguno quería hablar.

   ¡Cómo habían gustado ellos la recia, franca y alegre espontaneidad de los españoles! ¡Cuán felices se habían sentido, vertiendo su sangre y arriesgando su vida por la causa del antifascismo!

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   ¿Por qué ese cambio al encontrarse en un barco soviético?

   ¡La mayoría de ellos eran alemanes y habían venido a España para luchar contra el odiado Hitler!

   ¿Acaso presentían ya que en España se había preparado el próximo pacto entre Hitler y Stalin y también su sacrificio?

    Por primera vez empecé a percibir así como la existencia de un invisible muro entre ellos y yo.

Mi carta a Stalin 

En los primeros días de agosto decidí dirigirle una carta a Stalin.

Le decía, en resumen:

Me parece indigno que mientras el pueblo ruso se desangra en los frentes, en la lucha a muerte contra el nazismo, un hombre como yo, que hizo sus pruebas durante la guerra española, permanecerá inactivo en las calles de Moscú. Si se demuestra que soy un contrarre-volucionario, que se me fusile sin contemplaciones; de lo contrario, se me debe autorizar para salir para el extranjero.

¿Me escucharía el dictador del Kremlin?

Me escuchó, en defecto, pero fue para agravar aún más mi situación. Dos días después de haber depositado mi carta, recibí la visita de dos coroneles del Estado Mayor Central. Me aseguraron que venían de parte del mismo Stalin.

      Empezaron por someterse a un larguísimo y detallado interrogatorio; querían establecer mi biografía completa.

      –¡Qué obsesionante manía ésta de las biografías en la URSS.!

Y también conocer mis opiniones exactas sobre toda una serie de problemas políticos y militares. Yo me presté de mal gusto a la inquisitiva encuesta.

Seis días duró la lucha entre ellos y yo; venían a buscarme en un automóvil cada mañana temprano, me conducían al Estado Mayor Central, departamento secreto de la NKVD –allí iba a veces el propio Beria–, y daba comienzo un interrogatorio, que duraba generalmente hasta la una de la madrugada. ¡Quince o dieciséis horas seguidas de interrogatorio!

Unas veces adoptaban un tono amable y amistoso; me ofrecían cigarrillo tras cigarrillo, me daban paternales consejos…; otras, comportaban brutalmente, procedían a un severísimo registro de mi persona, me amenazaban e injuriaban…

Pretendían empujarme al agotamiento; pero los que acabaron medios agotados fueron ellos.

Al fin propusieron que se resolviera mi asunto por  medio de la Komintern; me negué en redondo. Equivalía ello a entregarme en manos de los jefes comunistas españoles, mis peores enemigos en la URSS. Comprendiendo claramente que lo único que me aguardaba era la detención y el subsiguiente encierro en un campo, tomé la temeraria resolución de intentar la fuga.   

Amigos míos, y por desgracia esto es lo que nos espera. Hemos dejado pasar el tiempo sin poner remedio y ahora ya, posiblemente, sea demasiado tarde para España.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.