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El caballero
El venablo de la flecha se clavó en el pecho de Rodrigo Díaz de Vivar. El Cid siguió cabalgando, junto a sus hombres, a lomos de Babieca, su fiel caballo. El legendario caballero medieval estaba herido de muerte, pero horas antes de fenecer tuvo fuerzas para soltar una arenga, desde la almena del castillo, a sus hombres. Les prometió que por la mañana cabalgaría junto a ellos y harían callar para siempre el redoble de los tambores almorávides. Su ejército enardeció.
Por su parte, durante toda la noche estuvieron sonando los tambores de los moros con dos objetivos claros: fortalecer la autoestima de sus combatientes e incrustar el miedo entre los caballeros cristianos. Los almorávides estaban convencidos de la victoria ya que suponían que el Cid estaba muerto, mas no contaban que Rodrigo Díaz de Vivar iba a realizar una maniobra maestra: hizo prometer a su esposa Jimena que momificarían su cuerpo y que colocarían su cadáver, en una silla de montar especial, sobre su caballo. Cuando amaneció, se abrió la puerta de la fortaleza y apareció la figura imponente del Cid.
Los guerreros islámicos, cuando observaron la silueta del Cid Campeador cabalgando junto a Babieca y a su valiente ejercito, huyeron despavoridos ya que eran conscientes de que Rodrigo Díaz de Vivar nunca había perdido una batalla. Fue la última gran victoria del Cid Campeador. Valencia, esa plaza tan deseada, pasaba a manos de Alfonso VI, rey de Castilla y León. Rodrigo Díaz de Vivar había realizado su último servicio a la corona.
El guionista había sido contratado para escribir el documental «El Cid, caballero de leyenda» y estaba en plena fase de documentación. Hacía un par de días pudo observar el códice del Cantar de mio Cid, expuesto en la Biblioteca Nacional de España. Posteriormente pudo escudriñar, en línea, sus folios escaneados escritos en piel de cabra. Esta experiencia le había emocionado. Ahora se encontraba en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, concretamente en la nave denominada Capilla del Cid, admirando los sarcófagos esculpidos en el siglo XII que pertenecieron Rodrigo Díaz de Vivar y doña Jimena. Allí estuvieron sus restos mortales antes de que se trasladaran definitivamente a la Catedral de Burgos. Su mirada se dirigió a los versos escritos en una placa; el epitafio épico del Cid rezaba así:
<<El Cid Ruy Díaz soy, que yago aquí encerrado
y vencí al rey Bucar con treinta y seis reyes paganos.
De estos treinta y seis reyes, veintidós murieron en el campo;
los vencí en Valencia después de muerto encima de mi caballo.
Con esta son setenta y dos batallas que vencí en el campo.
Gané a Colada y a Tizona: por ello Dios sea loado.
Amén>>.
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