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Me escribía esta semana un antiguo compañero de estudios reprochándome la “vinculación que yo establecía” en el artículo titulado “Iconoclastia hispanófoba”, a su modo de ver, injusta, “entre la izquierda y el ataque a los monumentos de Colón en los EE.UU”. Me achacaba que afirmara “una especie de nexo indisoluble” entre los actos provocados por “unos energúmenos incontrolados” y el movimiento Black Lives Matter, manchando de algún modo “la noble causa de la defensa de los derechos civiles de las minorías en los Estados Unidos”.
Ante semejante planteamiento, y aun advirtiendo lo artificial de una polémica no buscada por quien suscribe y que no ha lugar, es de agradecer la oportunidad pintiparada que semejante “argumentación” me brinda para arrojar un poco más de luz sobre este asunto, refutando las objeciones presentadas. Vayamos por partes:
La vinculación entre el vandalismo y los grupos que lo protagonizan no es algo en lo que quepa opinión, subjetividad o atribución más o menos arbitraria. Y menos puede considerarse infundada cuando los protagonistas de los disturbios, altercados y toda suerte de agresiones al patrimonio histórico-artístico no sólo los grabaron, sino que los reivindicaron y hasta los firmaron. Como indiqué en su momento a propósito de la estatua de Colón en Miami sobre la que unos enmascarados grafitearon con plantilla unos puños cerrados –símbolo adoptado por BLM del black power de los años sesenta del pasado siglo XX–, aparte de garabatear las propias siglas “BLM” y el logo comunista de la hoz y un martillo, el caso es que, además, se grabaron a sí mismos haciéndolo.
Quizá lo que la finísima piel de mi exquisito censor no puede tolerar es la verdad. O acaso pretenda que nuestros ojos nos engañan cuando vemos los vídeos que muestran e identifican a los autores de la salvaje destrucción del patrimonio histórico-artístico de tantas ciudades. Quién sabe. Tal vez lo que quiera decir es que no existe una relación necesaria entre la simbología revolucionaria y la ideología de los que la exhiben, pero cualquiera que defienda esta tesis deberá reconocer que tal posibilidad –no muy consistente, todo sea dicho– pierde todo crédito cuando los que perpetran estas y otras fechorías son los mismos que las difunden. Cuando los ataques son jaleados y aplaudidos en las redes sociales por quienes se ufanan de su activismo zurdo en cualquiera de sus variantes. Y cuando, por más que se quiera mirar al dedo, no se puede eludir la realidad que éste señala.
Si los participantes en estos aquelarres “espontáneos” acompañan sus actos violentos con pancartas y lucen camisetas con acrónimos como ACAB (“all cops are bastards”) o BLM (“Black Lives Matter”), se definen como “antifas” o enarbolan banderas rojas, no es que nadie atribuya nada a la izquierda, es que ella misma se retrata asociándose a facinerosos de la peor especie. Algo que, por cierto, tampoco es nuevo, si nos acordamos del distingo que hacía Stalin entre los prisioneros “socialmente afines” al comunismo –esto es, los criminales condenados por robo, asesinato o violación– y los presos políticos –es decir, los “enemigos del pueblo” –, por supuesto en favor de los primeros.
Expuesto lo anterior, hay pruebas más que suficientes para constatar –que no “establecer”, como arteramente pretende quien así sugiere que tal vinculación dependiera de una apreciación personal– el hecho de que las agresiones vandálicas y la destrucción de monumentos en los Estados Unidos son el fruto de una campaña de carácter político emprendida y financiada por la izquierda.
Pero aún existen otros datos que subrayan esta responsabilidad de la izquierda, como son las concomitancias entre los distintos partidos, asociaciones y entes que respaldaron las “protestas” en todo el mundo, no sólo en Estados Unidos. Piezas todas ellas de un movimiento que evidencia, en su mismo carácter “universalista”, un espíritu propagandístico que entronca con tiempos no tan lejanos. Resulta difícil ocultar los paralelismos entre las recientes y coordinadas acciones violentas en los Estados Unidos con las revueltas y movimientos desestabilizadores promovidos desde Moscú por la Komintern –en los años 30–, y más tarde por la Kominform –durante la Guerra Fría–. Plataformas que instigaban, a través de organizaciones fachada en todo el mundo, manifestaciones “por la descolonización”, “contra la guerra”, “por el desarme y la paz mundial”, o “contra la energía atómica”. Recuérdense aquellos famosos círculos de intelectuales y la inmensa red de medios satélites de las agencias Nóvosti o TASS.
¿Acaso el llamado “marxismo cultural” no ha sido y es el pilar de la tiranía actual de lo políticamente correcto? ¿Es que alguien puede ignorar hoy que la manipulación de las masas se asienta en el control de la juventud a través de la Universidad y de los medios de comunicación audiovisuales?
De modo semejante, la presente campaña de carácter mundial tiene un mismo fin y un mismo respaldo, para empezar, en los partidos socialistas y comunistas a uno y otro lado del Atlántico. Sin ánimo de ser exhaustivos, conviene recordar aquí algunos episodios contra la memoria de la Hispanidad en la misma Hispanoamérica:
El 12 de octubre de 2004 la estatua de Cristóbal Colón en Caracas –realizada por el venezolano Rafael de la Cova entre 1893 y 1904– fue juzgada, condenada y colgada en un acto alentado por el régimen comunista “bolivariano” de Hugo Chávez en el que participaron más de mil personas. Recuérdese que Chávez firmó en 2002 un decreto por el que el tradicional Día de la Raza pasaba a denominarse Día de la Resistencia Indígena.
En 2018, el presidente de Bolivia, Evo Morales, –perteneciente al partido indigenista de corte marxista MAS (Movimiento al Socialismo)– celebró la retirada de una estatua de Colón del centro de la ciudad estadounidense de Los Ángeles como «un acto de justicia reparadora».
En septiembre de 2020, en Popayán (Colombia), la organización comunista indigenista Autoridades Indígenas de Colombia reivindicó el derribo del monumento al conquistador español Sebastián de Belalcázar. En abril del 2021, en Cali, el mismo grupo justificó el derribo de otra estatua de bronce dedicada al propio Sebastián de Belalcázar –obra de Victorio Macho e inaugurada en 1937–, y el líder del Movimiento Alternativo Indígena y Social, Feliciano Valencia, no tuvo empacho en afirmar: “cae un símbolo de 500 años de humillación y dominación a los pueblos originarios”.
El 29 de junio de 2021, en la ciudad colombiana de Barranquilla, manifestantes comunistas e indigenistas contrarios al presidente Iván Duque derribaron, decapitaron y arrastraron la cabeza de la estatua de Colón, donada por la colonia italiana en 1892 con motivo del cuarto centenario del Descubrimiento.
El 2 de agosto del mismo año, de nuevo en Bolivia, en una manifestación promovida por el partido gubernamental socialista MAS en conmemoración del Día de la Revolución Agraria o Día del Indio, uno de ellos se encaramó al monumento a Colón en La Paz –obra del escultor italiano Giuseppe Graciosa e inaugurado en 1926– y arremetió contra él con un martillo; destrozó la nariz del marino y después pintó la cabeza con pintura negra. Recordemos que este monumento ya fue atacado en 2018 bajo la presidencia de Evo Morales, después de que éste celebrase la retirada de una estatua de Colón en el centro de Los Ángeles (California) y calificase el Descubrimiento de América como un “genocidio”.
Y así podríamos seguir y seguir relatando atentados contra la memoria del legado español, que se cuentan por decenas en toda Hispanoamérica.
Pero es que hasta en España resulta habitual que la izquierda condene el día de la Hispanidad como un “genocidio”. Y a nadie extrañó que miembros y simpatizantes del partido comunista Podemos justificasen, por ejemplo, la pintada realizada el 23 de junio de 2020 sobre la estatua de Fray Junípero Serra en Palma de Mallorca, acusándole de “racista”. A Fray Junípero, sí, el misionero que dedicó su vida a enseñar a los indios.
¿Acaso alguien puede creer sinceramente que no existe relación entre los objetivos señalados por organizaciones izquierdistas y las acciones perpetradas contra esos mismos objetivos por grupos que profesan la misma ideología en sus distintas variantes? ¿Es casualidad que el 12 de ocutubre de este mismo año, en Pamplona, cachorros de ETA derribaran y decapitaran “simbólicamente” las efigies del rey Felipe VI y de Colón? En fin, no vamos a entrar en lo que cada cual quiera creer, pues habrá quien se empeñe en negar la evidencia, pero desde luego es pura desfachatez pretender que todos la neguemos.
Por otra parte, respecto a la argucia de desviar, disminuir o disolver la inequívoca responsabilidad política de la izquierda en las agresiones contra el patrimonio histórico-artístico de cada nación, atribuyéndolas a grupos de “incontrolados”, o a una “espontánea” y “nebulosa” situación de caos y confusión, cabe recordar dos cosas:
Que el susodicho “caos” es provocado por alguien. Que ese alguien tiene un nombre o varios. Y que, curiosamente, siempre son los mismos que se escudan en el caos para atacar la propiedad, la libertad, la convivencia o el patrimonio histórico-artístico.
Que esos presuntos “incontrolados” también son alentados por alguien, y que ambos, instigador e instigado, no por casualidad, suelen ser activistas que comparten un mismo credo.
De todo esto hay sobrados y poderosos precedentes históricos que impiden dar crédito a lo que, sin duda, es un ardid de quien se escuda en una aparente ingenuidad para disculpar cualquier tropelía. Artimaña mil veces repetida, por ejemplo, para exculpar los infinitos abusos cometidos en España durante el presuntamente “pacífico” y “democrático” período republicano de 1931 a 1936. ¿Acaso no alentaron los partidos de la izquierda la quema de iglesias y conventos a lo largo y ancho de nuestra nación? ¿Es que puede quedar alguien todavía que crea realmente que el robo sistemático, el expolio y la destrucción del Patrimonio Nacional fue una especie de desastre natural producto del “caos”?
Dicho lo anterior, resulta oportuno traer aquí algunos ejemplos que, por alguna extraña razón, guardan un “misterioso” parentesco con los casos de iconoclastia hispanófoba aludidos. Atentados especialmente ilustrativos entre los miles que se cometieron en nuestra Guerra Civil, y que, destacando por su significado y brutalidad se ocultan en las escuelas y televisiones de nuestro país con verdadero ahínco. Véase la demolición y sañuda destrucción, en mayo de 1931, de la estatua ecuestre de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid, realizada por Giambologna y Pietro Tacca…con el caballo decapitado, como en El Padrino. O el derribo de el monumento al marqués de Larios en Málaga, obra maestra del genial escultor Mariano Benlliure, arrojada al mar en el mismo mes del año 1931. Recuérdese también la salvaje destrucción de la única escultura de Miguel Ángel en España, San Juan niño, destrozado a mazazos y arrojado a las llamas por milicianos al más puro estilo talibán. Y el fusilamiento y voladura del colosal Cristo del Cerro de los Ángeles, obra del ilustre escultor segoviano Aniceto Marinas. La profanación del mausoleo de los marqueses de Denia en la Sacramental de San Isidro y el ensañamiento con las excepcionales imágenes de Cristo y de los difuntos, esculpidos por el mismo Benlliure. O los daños en el sepulcro del cardenal Tavera, en Toledo, nacido del cincel de nuestro gran escultor renacentista Bartolomé Ordóñez… Y el retrato acuchillado del mismo cardenal a cargo de El Greco…
¡Y qué decir de las imágenes románicas destruidas! O de los cientos de tallas religiosas, obra de los mejores imagineros de nuestro Siglo de Oro, destrozadas a hachazos, o a balazos, a menudo empleadas para practicar el tiro, o bien pasto de las llamas.
Casos especialmente sangrantes que ponen sobre la mesa que la izquierda es barbarie, que las coincidencias no existen y que nunca nadie como “los adalides del progreso” –ni siquiera los bárbaros franceses– ha hecho más daño a nuestra Historia ni a nuestra Cultura. Por más que se empeñen quienes hoy, como entonces, se declaran “demócratas” mientras destruyen la libertad, violan las leyes y saquean al pueblo.
Por último, la peregrina idea de que retratar a unos vándalos es atacar la “noble causa de la defensa de los derechos civiles de las minorías en los Estados Unidos” es tan ridículo que movería a risa si tal insidia no tuviera algún eco o efecto entre los irreflexivos y los simples. Pero como hay quien es capaz de dejarse confundir por sofismas rastreros, no dejaré pasar la ocasión de condenar lo que sin duda debería caerse por su propio peso. Porque un delito no lo es menos en virtud de quién lo cometa. Ni una causa puede ser noble si ampara conductas innobles o sirve de coartada para el delito o el crimen.
Y, para concluir, añadiré que las minorías no tienen más derechos que la mayoría –si acaso menos–, y que eso es la democracia. Que de ninguna forma los menos, por el hecho de serlo, están legitimados para imponer por la fuerza a los más su voluntad. Y que los únicos derechos damnificados en todos estos “altercados” y “desórdenes” han sido los de los ciudadanos asesinados en los disturbios y los agredidos mientras intentaban salvar sus comercios o su patrimonio histórico-artístico. ¡Menudos “demócratas” son aquéllos que creen detentar en exclusiva tal distinción, privando a los demás de cualquier derecho!
Ya está bien de enredar. Que no son “víctimas de la opresión”, ni mucho menos “héroes por la libertad” quienes agreden, incendian, destruyen o asesinan. Sólo son delincuentes o criminales.
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