Teóricamente, la democracia constituye un sistema de controles, pero la mala noticia desde hace décadas es que aquí ninguna de las abundantes instituciones que dilapidan nuestros impuestos se preocupa por intervenir nada referente a la corrupción de los instalados, ni por someterlo a cualquier tipo de cotejo y verificación. Ni la policía, ni los ejércitos, ni los jueces, ni el Rey, por ejemplo, están haciendo su obligado trabajo de purificación. De manera que la partidocracia, con su sentido de la moral cada vez más excrementicia, ha atorado las sentinas del Estado, hasta convertir este en un rebosamiento de detritos.
Pero ni a la casta partidocrática ni a sus subsidiados, la mayoría de los cuales llegaron al cargo, es decir, al chollo, con una mano delante y otra detrás, les interesan los principios, ni les interesa España, salvo para destruirla, vendiéndola a cualquier postor. Estos traidores de manual, ahora tienen la cuenta corriente tan desbordante como los albañales institucionales. Toda esta canalla no suele asaltar las diligencias de los pecheros en soledad, al contrario, organizan sus atracos en bandas, como buenos forajidos. Campañas, actos partidistas, dietas, comisiones, escoltas, asesores inútiles, prevaricaciones, mariscadas, drogas, componendas más o menos furtivas y siempre ilegales… Porque la realidad es que muchos de los politiquillos y de los almodóvares que de jóvenes pedían tabaco en Rock-Ola, ahora van a comprar el pan en limusinas con chófer. Es lo que tienen las mafias y las subvenciones bizcas.
El caso es que este escandaloso latrocinio soportado o aceptado humillantemente por la plebe, conlleva siempre la inevitable adulación al superior o superiores. Y, a más inri, toda esta basura sociopolítica, que constituye el gran problema que sufre la patria, no deja de estigmatizar y de tildar de ultraderechistas a quienes discrepan de sus transgresiones. Porque la ruin naturaleza que los identifica les ha hecho incapaces para ver una sola mácula en su comportamiento zalamero y corrupto ni, por supuesto, en el de sus jefes. Su hipocresía les impide entender que la lealtad se mide más por la crítica que por la lisonja, y su ignominia evita que las heces se limpien, porque aparecerían sus inmundas biografías debajo de la alfombra. De este modo, seguirán en el juego del fanatismo lerdoso, exaltando a los delincuentes que les llenan la pesebrera y negando sus desvaríos o invocando la presunción de inocencia para ellos y para los diversos estamentos jerárquicos que tienen usurpados.
El caso, como digo, es que por senados y parlamentos y por sus correspondientes lóbis y chiringuitos sobrevuela la deshonra. Y si alguno se libra del deshonor lo compensa mediante la sucia cobardía. De ahí que, por pánico a que los «putos amos» les quiten el pienso si desobedecen, miran para otro lado y pulsan el botón indicado a la hora de reír las gracias al patrón. Pues aquí todos aplauden y nadie denuncia a sus corruptos, para evitar, entre otras cosas, que alguien tire de la manta y deje el sombrajo al descubierto.
Porque uno de los espectáculos más repugnantes que ofrece el mundillo político es ver el comportamiento de los propios protagonistas y el de las mafias clientelares hacia ellos, cómo generan embobamiento e impunidad mutua y permanente. Y que, al aceptar sin pudor esa incesante pazguatería halagadora, los convierte en figuras insoportables, más nauseabundas aún de lo que son por sí. Es tan pringosa y está tan asentada la corte de aduladores que cualquier persona de buen tono, aun ajena a la política, se ve obligada a marcar distancias, sobre todo cuando las actividades de los impúdicos en el cargo demuestran lo improcedente de las untuosidades recibidas. Porque lo cierto es que tanto su discurso como sus actos no han supuesto sino abominaciones, un proceder sombrío e inquietante, y por ello amenazador y destructor.
Es, precisamente, la insistencia en el cultivo de esta atmósfera mefítica de escándalos cotidianos que han creado, la que les ha convertido en autoparodia. Y resulta muy desagradable soportar diariamente la figura de unos dirigentes podridos representando pantomimas en sus escenarios mediáticos. ¿La mayoría de los parlamentarios son honrados? Eso siguen diciendo los bobos y los incautos. Y, añado, los que parecen respirar a gusto en el maloliente proscenio. Por mi parte, pienso lo contrario, pero aun si lo fuesen, habría entonces que subrayar, como digo, su cobardía, o su desfachatez de consentidores o aprovechados de los delitos ajenos.
La realidad es que todos viven temblorosos, recelando de que les excluyan de la foto o de que les borren de la lista. Ayuda, además, a la antipatía y al rechazo de tan estomagante farsa, la bochornosa constelación de cobistas dedicados a fregar los perfiles del elenco y a adornarlo con loas y rondallas como tunos apesebrados, afanosos de dádivas y donantes de grumosa zafiedad. Escenas, además, siempre participadas y rubricadas por los medios alimentados en la pocilga oficial. Lisonjeros y lisonjeados son capaces de mover montañas para salir en el retrato luciendo sonrisa junto a sus amos, porque en todos los niveles hay superiores por encima del correspondiente adulador.
El caso, insisto, es que en este mundillo de politicastros y dispensados se juega una diaria y permanente competición para obtener la medalla de oro en las artes del atraco y en las de la postración de hinojos y de la impudicia deleitosa. Los serviles llevan, desde prácticamente su primera juventud, entrenándose para los duros deportes del pillaje, del palmeo y de la inclinación de bisagra. Tantos años como los que llevan insidiando a los ultraderechistas, fachas y franquistas que tan injustamente los cuestionan y desenmascaran. Mientras tanto, toda esta cuadrilla de bandidos circunflejos, en desagravio de su eterno y fingido victimismo, no dejará de agasajar también a las consignas de las agendas que en la actualidad les mantienen, ni dejarán de cubrir las sienes con el laurel del globalismo visionario a los nuevos demiurgos que las han pergeñado. Porque todos ellos, en suma, son arquetipos de aquellos supuestos ingratos que concluyeron en halagüeños, de aquellos presuntos demócratas que trascendieron en tiranos y de aquellos tácitos pacifistas que acabaron en genocidas.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Lo cierto es que desde la II Guerra mundial, ganada por un hatajo de psicópatas sádicos y mentirosos compulsivos (además de criminales de guerra que saciaron su sadismo en los pobres civiles alemanes y japoneses), todo el Sistema «democrático» ha sido construido por y para sus propios intereses, seleccionando a lo más psicópata e inmoral de la sociedad para ocupar los cargos de dicho sistema. Los partidos políticos son los criaderos donde se selecciona e instruye a los «mejores» para que el populacho (embriagado de falsas promesas) los elija pensando que realiza un sublime acto de soberanía y responsabilidad ciudadana.
El dinero manda, el dinero financia gobiernos, leyes y políticas, pero para que así sea es NECESARIO que los gobiernos y los legisladores estén compuestos de personas comprables, corruptibles. Y este es el Sistema despojado de sus maquillajes.