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Cuando yo me marché del Madrid rojo el 8 de septiembre ya estaban funcionando algunas de las más de 150 checas que llegaría a haber más adelante y hasta el final de la guerra. Entre ellas ya estaban funcionando: fueron: «La Checa del Círculo de Bellas Artes», que más tarde se cambiaría por «Checa de fomento», que dependía del «Comité Provincial de Investigación Pública» y este a su vez de la Dirección General de Seguridad.  «La Checa de la calle Marqués de Riscal», dominada por los socialistas, «La Checa de Narváez», manejada por los anarquistas libertarios, «La Checa de San Bernardo», regentada por los comunistas, «La Checa de la Guindalera», también en manos de los comunistas, «La Checa del Marqués de Cuba», en manos del Partido Sindicalista y para no aburrir más «La Checa de la comisaría de Buenavista», «La del Palacio del Conde de Leta», «La del Cinema Europa» y hasta la de «La estación de Atocha».

Es una pena que por razones políticas o ideológicas se encierre a un escritor en «la cueva de los silencios». Han sido muchos, según quien tuviese el Poder, los que han tenido esa desgracia. Porque entrar en «la cueva de los silencios» es como morir en vida. Te borran del mundo literario y te quitan el pasaporte de «progre» y tus obras, por muy importantes que sean, desaparecen de los medios de información y como consecuencia hasta de las librerías. En esta tarea hay que reconocer que la Izquierda Marxista es pionera y maestra: los Partidos comunistas, a nivel nacional y la Internacional comunista de Moscú, a nivel mundial. El «agit-pro» famoso.

Fue el caso de Agustín de Foxá, aquel escritor que deslumbró desde su primera obra «La niña del caracol» (1933) y llegó a la cumbre con su novela «Madrid de Corte a Checa», una de las mejores novelas españolas de la primera mitad del s.XX, al decir de Baroja y Azorín. Una novela, ciertamente, increíble que narra como ninguna lo que fue el Madrid rojo de la Guerra Civil. Un escritor del que diría Joaquín de Entrambasaguas en su extenso estudio en el que recogía la obra y «milagros» del madrileño: «Aun siendo poeta de excepción, dramaturgo importante, novelista magnífico y ensayista y periodista tal vez el primero de nuestro tiempo, Agustín de Foxá, como conversador inimitable – ingeniosísimo, certero, cuya agudeza rápida saltaba limpiamente de la ironía aguda a la justicia sin blanduras – estaba todavía por encima del escritor exquisito que era. El brillo de su ingenio verbal – muchas de sus ocurrencias se han hecho proverbiales – oscureció la calidad de su obra.«

Tal fama alcanzó en aquellos años de la República por su ingenio y su oratoria que los organizadores de las tertulias literarias de aquel Madrid cuando invitaban a alguien a la tertulia de ese día siempre decían: «oye ¡y viene Agustín de Foxá! No te lo pierdas». Como muestra de su ingenio reproducimos, de ese momento, las dos anécdotas que le acompañaron mientras vivió. Un día un periodista le preguntó por qué siendo tan «progre» y tan rebelde era de Derechas, respondió: «Gordo; con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético, pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro. Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir, partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana. Mi virtud, la imaginación; mi defecto, la pereza. Soy conde, soy gordo, fumo puros; ¿cómo no voy a ser de derechas? Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez, proclamo otra: café, copa y puro.«

Pero vayamos a la biografía. Agustín de Foxá y Torroba nació en Madrid el 28 de febrero de 1906 y murió en Madrid el 30 de junio 1959. Por herencia ostento los títulos de III Conde de Foxá y IV Marqués de Armendáriz. El condado de Foxá fue creado por Isabel II en 1866 y el Marquesado de Armendáriz en 1853. Estudio en Madrid el Bachillerato en el Colegio del Pilar y Derecho en la Universidad Central. En 1930 ingresó en la carrera diplomática y como tal pasaría por Sofía (Bulgaria), Bucarest (Rumania), Roma (Italia), Helsinki (Finlandia), La Habana (Cuba) y Londres. Durante los años universitarios fue miembro de la FUE, hasta 1933 que se afilió a Falange. Sus primeras obras fueron «La niña del caracol», en 1933, y en 1936 «El toro la muerte y el agua».

Aunque ya era famoso antes de ser escritor, porque por su ingenio y su humor y su oratoria (no se conformaba con hablar bien si no provocaba la carcajada) en las tertulias de los grandes (la del «Café de Levante», donde mangoneaba Valle-Inclán; la del «Gato Negro», que presidia Jacinto Benavente. La del «Pombo», de Ramón Gómez de la Serna; la del «Café Colonial», la de «Fornos», la de «La granja del Henar», donde dominaba Ortega y Gasset, la de la «Cafetería Valera», dominaban los hermanos Machado. Y estaba también «La ballena alegre» en la que José Antonio Primo de Rivera se reunía casi todos los días con sus «poetas falangistas». Y otras muchas. Pues a todas ellas asistía el joven Foxá y en todas ellas era recibido con abrazos, porque entre tanta gente era él quien llevaba la alegría, la gracia y la juventud de aquella Segunda República que con tanto entusiasmo llegó el 14 de abril.

Porque en ellos derrochaba su ingenio. Un día, que llegó tarde, como casi siempre, a la tertulia del «Gato Negro» se dio cuenta que estaban hablando de él, porque era costumbre entre los tertulianos criticar al que llegaba tarde. Entonces, sin inmutarse, aun, que con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, les dijo: «Señores, seguid hablando, si a mí no me importa lo que seguro estáis comentando, que tengo una mujer bellísima y que me pone los cuernos, pues sabéis lo que os digo: Prefiero una maravilla para dos que una mierda para mí sólo. Y naturalmente, sonaron las carcajadas«

Otro día le preguntaron por la Falange ¿Para ti que es la Falange? Y respondió: «La Falange es una hija adulterina de Carlos Marx y de Isabel la Católica»

Y al Embajador inglés, en una cena de Gala en la propia embajada, cuando se hablaba del fanatismo de los españoles que eran capaces de dar su vida por cualquier cosa le dijo: «Es cierto, señor Embajador, están siempre dispuestos a morir por la dama de sus pensamientos o por un punto de honra o amor propio, pero le aseguro que morir por la Democracia les parece tan tonto como morir por el sistema métrico decimal«.

Y así podríamos seguir hasta llenar un libro. Aunque no me resisto a recordar aquella otra que se cuenta sobre una cena en la embajada de Cuba. Al parecer la señora embajadora se pasó toda la cena sin cesar de despotricar contra España y el descubrimiento y la conquista de América.

—   Señora, me extraña que hable usted tan mal de España siendo usted seguramente descendiente de algún español.

—   Señor Foxá ¡yo no soy descendiente ni quiero serlo de ningún español! – dijo la Embajadora hasta con furia.

Pues mire, está claro, o desciende usted de españoles o todavía se le notan las plumas de sus antecesores indios en la cabeza

Aunque también hubo anécdotas que le venían de fuera. Se dice que un día algunos colaboradores de ABC se quejaron al Director, (en ese momento Juan Ignacio Luca de Tena), porque, según ellos, publicaba más artículos de Foxá que de ningún otro. A lo que Don Juan Ignacio respondió: «Eso no es del todo verdad, es verdad que le publico todos los que escribe, como es verdad todo eso que decís de él, que es gordo, que es conde y que fuma puros… bueno, pues aunque me digáis que es el más vago de España y hasta un «bon vivant» y alcohólico yo os  seguiré diciendo lo mismo: Foxá escribe como los ángeles y parece haber  nacido para articulista del ABC«.

También se cuenta lo que, años después, diría Baroja tras leer su novela «Madrid de Corte a Checa»: «Dejaros de tonterías y de «pegos», todo lo que os pasa es puta envidia. Os digo una cosa, que ya me gustaría a mí haber escrito esa novela«

Luca de Tena tenía razón. Los artículos de Foxá habían conquistado no sólo a los lectores habituales del periódico sino también a sus propios críticos.

Foxá con Manolete 

El 18 de julio

Pero llegó el 18 de julio y su vida cambió, como la de tantos españoles, intelectuales o no. Tras el triunfo del «Frente Popular», en el que se habían integrado todas las Izquierdas, las cosas empeoraron y mucho más cuando el 13 de julio apareció el cadáver de Calvo Sotelo, el líder de las Derechas, a las puertas del Cementerio del Este, asesinado de varios disparos en la cabeza. Porque aquello era ya la Guerra Civil.

Una guerra que llegó tras el fracaso de la sublevación militar de Madrid y la caída y matanza del Cuartel de la Montaña. Fue algo horrible y el general Fanjul, responsable de la rebelión, fue fusilado días después.

¡Y Madrid quedó en manos de los milicianos, ya armados hasta los dientes!

¿Cómo fueron aquellos primeros días en el Madrid republicano? ¿Cómo vivió Agustín de Foxá esos días? Y no hay que olvidar que José Antonio y algunos directivos de Falange estaban ya en la cárcel. Pero, ¿quién mejor que el propio Foxá para contarnos aquellos primeros días? Por su interés reproduzco una de las cartas que le escribió a sus padres y a su hermano:

«SOBREVIVIR EN MADRID

(VERANO DE 1936)

Madrid, 21 de julio de 1936

Queridos padres y hermanos: Os escribo después de haber pasado uno de los días más horrorosos de mi vida. Desde las cinco de la madrugada hasta las nueve de la noche, es decir, durante dieciséis horas, hemos estado sometidos a un fuego intensísimo de fusilería. Todo el día han estado pasando camiones con milicias comunistas erizadas de fusiles. Pasaban obreros con correajes y cascos de soldados encontrados en los despojos del Cuartel de la Montaña. Aquello era un montón de ruinas. Decían que el patio estaba sembrado de cadáveres. Allí han muerto más de quinientos hombres. A media mañana las milicias se dirigieron hacia el Pacífico. Se oía hacia la basílica de Atocha un lejano cañoneo.

La emoción era terrible. Pasaban las ambulancias con heridos y el ruido de los disparos era ensordecedor. Nos mandaron abrir todos los balcones. Comí en el piso de los porteros. A media tarde aumentó el tiroteo. Hacia las cuatro paró un camión de la CNT en el portal de casa. Me acordé de mamá y del espanto que hubiera sentido al ver invadir aquellos milicianos, vestidos con monos de mecánico, armados con fusiles y pistolas, el portal de nuestra casa diciendo que desde ella se había tirado. Yo y el ama, que estuvimos bastante heroicos, bajamos la escalera y les salimos al encuentro convenciéndoles de que no se había tirado. Cuando estábamos abajo, de las casas de enfrente surgió un violento tiroteo. Cayó una bala entre Deogracias y nosotros. Deogracias no se movió de la puerta, excitando la admiración de los mismos milicianos, que a viva fuerza lo retiraron. Durante diez minutos estuvimos sufriendo el fuego, pues no quisimos subir al piso para que si volvía a surgir sin sus jefes poderles calmar. Un obrero, sin embargo, me dijo mirándome fijamente: «A lo mejor estamos aquí en la boca del lobo». Sé que el niño de la Ascensión y un carbonero dijeron que esta era una casa sospechosa.

Como arreciaban los disparos, los milicianos, desde nuestro portal, hicieron fuertes descargas contra la casa de enfrente. De pronto alguien opinó que tiraban desde el tejado de la iglesia. Inmediatamente acordaron quemarla. Del depósito de un camión sacaron unos cubos de gasolina. Diez minutos después un humo denso invadía, como una niebla, la calle de Atocha. Hacia las ocho decreció el tiroteo. Vi pasar un muerto en un camión. Las llamas de la iglesia se reflejaban en los miradores de las casas de enfrente. Pasaron motos con guardias civiles con el puño en alto. Con ruido de chatarra cruzaron dos tanques atados con cadenas. Los milicianos llevaban correajes nuevos, de soldados, conquistados en el cuartel. Había más de dos mil muertos. Cerró triste la noche, entre tiros aislados y las sirenas lúgubres de las ambulancias. Todos los vecinos vinieron a hablarme, porque ya caían chispas encendidas en el patio.

Mandamos echar cubos de agua al interior y empapar las paredes. Era tremendo. En la noche se veía la inmensa hoguera y las brasas caían como una lenta nevada.  Una de ellas lo hizo en las obras de la sedería de la esquina y prendió la paja. Echaron cubos de agua y la apagaron. Pero los milicianos prohibieron que se volvieran a asomar. La gente, en la calle, esperaba a que se desmoronara la cúpula. El humo era asfixiante. Me acordé de la pobre cúpula, tan cuidadosamente arreglada por el párroco. Los pájaros, que antes volaban chillando alrededor de la Cruz, volaban enloquecidos sobre el humo.

Cerró la noche entre disparos aislados. Bajé a la tertulia del sastre donde las mujeres sollozaban. El resplandor del fuego enrojecía la calle y los cristales. Ya sería ceniza San Nicolás y el San Rafael de la antigua Juventud Católica.

Cené y me acosté. Caían chispas en el patio y volaban leves papeles carbonizados. Pensé que alguno de ellos sería mi partida de bautismo o la de Ignacio. De madrugada todavía se oyeron unos tiros.

Abrazos.

Agustín

 

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Guéthary, 12 de septiembre de 1936

Querido Jaime: Al fin he pasado la frontera después de 48 días de infierno en Madrid.

El día 21 de julio estuve a punto de ser fusilado. Eran las cuatro de la tarde cuando oí gritos y blasfemias en la escalera y empezaron a golpear la puerta con las culatas. Di orden al ama que abriera y entraron ocho facinerosos que me apuntaron. El jefe me puso el revólver en el pecho y dijo que me habían visto disparar por el balcón y que iba a ver lo que me pasaba. Cuando estaba en esta situación trágica subió una mujeruca desgreñada, con un lazo rojo, gritando: «Este es, camarada, yo lo he visto». Naturalmente me di por muerto.

Afortunadamente llevaba mi nombramiento de cónsul en Bombay con la firma de Barcia, y les dije que yo era un escritor que había conocido a Barcia en la redacción de El Liberal y que se me daba aquel sueldo de 75.000 pesetas para premiar mis servicios al Frente Popular. Aquello les impresionó algo y empezaron un registro que duró cuatro horas. Figúrate mi espanto cuando llegaron a nuestro cuarto y vi que sobre el armario quedaban unos cien «No importa» y otros folletos de Falange. Si los llegan a encontrar a estas horas tu honorable hermano estaría criando malvas en el húmedo terreno de la Casa de Campo.

La vida en Madrid es espantosa. Ya han fusilado a más de 12.000 personas. Aparecen los cadáveres en las tapias del cementerio, en los alrededores de la plaza de toros de Tetuán, en los altos de Maudes y en la Moncloa, como en 1808. Se oye comúnmente decir «ayer en el solar de al lado de mi casa aparecieron dos. Debían ser señoritos porque tenían los dientes de oro». En la pradera de San Isidro, las hijas de los chisperos y las manolas acuden a las cuatro de la mañana para ver los fusilamientos rodeadas de sus críos. Cuando el reo dice una frase arrogante, le aplauden como si diera una bella verónica. Al hijo de Güell le dieron una gran ovación porque murió gritando «Viva Cristo Rey». A los cobardes les silban como a los toros mansos.

Se han apoderado de todos los palacios y los han convertido en radios comunistas o en ateneos libertarios. En el Círculo de Bellas Artes funciona la gran checa roja (qué bien vendría una bomba de aviación). Un tribunal grotesco, en mangas de camisa —risotadas y cajas de cerveza—, juzga sobre la vida y la muerte en medio de un bazar de hogares violados (allí alfombras, armas antiguas, joyas, mantones de Manila y Cristos de marfil).

Las primeras noches todos los grandes palacios tenían encendidas las arañas, como si dieran un gran baile trágico.

Por las calles los coches de la FAI, terribles, ocupados por bandidos, flameando la bandera pirata, roja y negra, sobre los faros.

Me he mudado cuatro veces. Unos días los pasé en casa del tío Juan hasta que una madrugada vinieron por él. Fue una salida trágica a la luz verdosa del alba entre grupos que nos daban el alto y en un coche de la policía. Lo detuvieron porque un amigo estúpido de Córdoba dijo, por radio, que se comunicara al número de su teléfono que la fábrica de esmaltes funcionaba normalmente. Creyeron que esto era una clave. Estuvo un día, y como las milicias habían metido pistoleros entre los detenidos, pasaron una noche de horror esperando el tiroteo. Muchos se confesaron con los curas que había detenidos. Al fin lo soltaron y ahora está con tía Sara y José Luis en casa de la tía Martina.

Allí viví también unos días logrando hacer una especie de ficción jurídica, pues conseguimos que a José María le dieran en el Ministerio un carnet de agregado diplomático, con lo cual izó la bandera argentina y puso la placa de la Embajada. Una noche, sin embargo, las milicias tirotearon su coche y quisieron asaltar el hotel. Mientras pugnaban por entrar, yo telefoneé a la Dirección de Seguridad y al encargado de negocios argentino. Al fin les convencieron y nos dejaron.

Hace veinte días una radio comunista se incautó de la casa de Atocha. Llevaron a Bellas Artes las joyas de mamá y armaron la gran juerga emborrachándose con el vino de Lanciego. Subieron unas putitas (llamadas enfermeras o milicianas) a las que vistieron con los trajes de noche de mamá. Uno de ellos se puso mi uniforme diplomático y bailó con él. Luego se acostaron con ellas en nuestras camas. Aún siguen allí; han abierto todos los armarios, leído todos los documentos y, hace poco, se incautaron también de la casa de Ibiza.

Iban a matar a papá y a uno de nosotros. Se hartaron de decir que ya sabía aquel marqués lo que se hacía al irse al extranjero, porque tenían una ficha terrible contra él y uno de sus hijos, que era fascista.

Los últimos días dormí en el Ministerio. El aspecto de Madrid era trágico, por miedo al bombardeo. Los faroles de gas estaban pintados de azul, así como las luces de los tranvías. Al atardecer venían los aviones. No te puedes imaginar lo que ha contribuido esto a bajar la moral del pueblo. Lo importante es que se intensifique. Los sitios mejores de bombardeo serían la plaza de toros de Tetuán, el Círculo de Bellas Artes, el palacio de Villapadierna, frente a Correos, y el Teatro de la Ópera, donde han almacenado enorme cantidad de explosivos.

No ha quedado un cura ni una iglesia. La nuestra ardió en los primeros días. En la iglesia de San José han vestido al Niño de la Bola de miliciano; en Santa Cruz hay un centro gastronómico. Es todo un símbolo del marxismo materialista; sacos de patatas y jamones en los altares de los arcángeles. En la iglesia del Carmen se exhiben las momias de los frailes en posición obscena sobre las de las monjas.

Hay, al día, de ochenta a cien fusilamientos.

Necesito que me hagas un favor. Ya sabes que, antes de la revolución, me destinaron a Bombay. Después me dejaron «en comisión» en el Ministerio y últimamente, encontrándome muy en peligro, pedí al ministro que me dejara marchar a mi puesto. No puedes figurarte las intrigas que he hecho. Al fin me trasladaron a Bucarest y gracias a esto he podido salir de Madrid, vía Valencia-Barcelona.

Ningún diplomático de Madrid ha presentado la dimisión. Hacer esto, en aquel infierno, era ser condenado a muerte. Al salir seis de Madrid, los compañeros nos exigieron palabra de honor de no dimitir, ya que ellos quedaban de rehenes. No podemos, por tanto, dimitir, pero es necesario que hagas llegar a la Junta de Burgos que de esos seis, cuatro, cuyos nombres daré oportunamente, vamos con el decidido propósito de boicotear por todos los medios al Gobierno de Madrid. Únicamente dimitiríamos si se nos mandara comprar armas.

Ten cuidado con esta carta, no sea que te comprometa. Si es necesario, quémala. Ten mucho cuidado. Escríbeme al Hotel Guetharia. Aquí me enteré por monsieur Silvent de tu paso hacia España. Ten mucho cuidado y piensa que papá está enfermo, que eres su favorito y que cualquier herida que tuvieras a él le mataría. Ricardo ha corrido un terrible peligro. Yo lo saqué de su casa y lo llevé a la Embajada de la Argentina, donde está tranquilo. Han fusilado al padre Miguel, de los marianistas, y a los dos hermanos de Andrés Sáenz de Heredia. Supongo que Campos será uno de los héroes del Alcázar.

¿Se sabe algo de José Antonio? Voy a intentar ir a Lisboa antes de llegar a Bucarest.

Dale un fuerte abrazo al tío Felipe; sus requetés se han portado en Irún.

Escríbeme largo y tendido sobre lo que pasa por ahí y dame noticia de los amigos. Mi impresión es que el triunfo militar es indudable. Ten mucho cuidado; cumple, pero no hagas tonterías.

Un fuerte abrazo.

Agustín

P. D. Los otros diplomáticos afectos son: Ramón Sáenz de Heredia, R. Martínez Artero y Ángel Sanz Briz.»

 

Pero, esto y mucho más es lo que Foxá refleja en «Madrid  de Corte a checa», la novela que Baroja hubiera querido escribir, la mejor novela que se escribió sobre el Madrid de los «paseos» y los fusilamientos en los jardines por los milicianos radicales. La novela consta de tres partes bien diferenciadas: la primera, «Flor de lis», la dedica a la caída de la Monarquía y la llegada de la República. La segunda, «Himno de Riego», a los 5 años de la República y la tercera, «La hoz y el martillo», que es en la que describe magistralmente lo que fueron las «checas» de Madrid y la actuación de los «rojos». Foxá escribió «Madrid de Corte a checa» entre diciembre de 1936 y septiembre de 1937. Lo que quiere decir que la novela no abarque el último año de lo que sucedió en Madrid.

Pero, como es casi imposible describir la belleza con la que Foxá narra aquellos días y meses me limito a reproducir uno de los capitulitos de la tercera parte:

«TENÍAN cerrados los balcones de la casa. y se reunían en las habitaciones interiores, tristes, con la luz de yesos de patio.

Paseaba don Carlos por su vieja sala isabelina. Doña Rosa y Teresa trabajaban, ayudadas por una antigua criada.

¡Qué honor, Dios mío!

Cortaban con unas tijeras, en menudos trocitos, el uniforme de mayordomo de don Carlos. Recortaban los bordados de oro, con flecos de tela azul. Deshilachaban las ramas de roble del cuello y de las rojas bocamangas. Y tiraban aquellos trozos a la estufa, que daba un olor a trapo quemado.

El peligro afinaba los nervios. Los hacían quebradizos. Dolían los ruidos más sencillos. Eran descargas, derrames nerviosos, el timbre en la escalera, el frenazo de un coche.

¡Ya están ahí, ya vienen!

Y la preocupación era esconder a los hombres.

—    Tú, Adolfo, súbete al cuarto de los tíos.

Mejor a la buhardilla.

Porque aquel día habían cercado la casona de Puerta Cerrada. Eran milicianos de la F. A. I. Daban órdenes, abajo, que helaban de terror a doña Rosa. Tiroteaban desde la Cruz de piedra.

— Alto el fuego, camaradas.

— Vosotros, a vigilar la plazuela.

Golpearon la puerta.

— ¡Pronto, abrid!

Teresa pretendía meter el lío de los jirones del uniforme por la boca estrecha de la estufa. Pensó que iba a ser peor porque saldría el humo y notarían el olor. Lo escondió detrás del balcón.

Señor mío Jesucristo…

Rezaba la madre. Abrieron la puerta. Las mujeres cayeron de rodillas, sujetándoles. Adolfo se había escapado a la azotea. Se escondió en el desván, entre los polvorientos baúles de las criadas, la ropa tendida y las telarañas. Había al lado suyo una sucia ratonera de alambre, un caja con sombreros viejos de su madre y una careta de Pierrot de un antiguo carnaval. Se agachaba bajo las vigas.

En el principal, don Carlos recibía a los milicianos con dignidad. Toda la rancia aristocracia española, como la frívola de Puerta de Hierro, había recobrado ante la muerte sus lejanas virtudes ancestrales. Parecía que descendía a ellos la Sangre azul de los viejos cuadros, de los caballeros de gola de encaje, de los oidores y virreyes, dormidos entre marcos dorados en las olvidadas galerías.

—    ¿Dónde está tu hijo?

—    No sé. Hace días que no viene por casa.

¡Mientes! Vamos a registrar todo el piso.

Temblorosa, haciendo esfuerzos para sonreír, doña Rosa, estrujando su dignidad, procuraba aplacarlos:

— ¿Quieren tomar algo; una copita?

Y Teresa coqueteaba, venciendo su repugnancia, para salvar a su hermano:

— Siéntese; estará usted cansado.

Todavía, olvidando el tuteo, empleaban las antiguas fórmulas:

— Figúrese, señorita.

Alborotaba el responsable mirando el pasaporte del conde:

— Para toda Europa, excepto Rusia. Esto es faccioso.

— Antes los daban así. La República no había reconocido a los soviets.

Le miraba estúpido, guiñando un ojo, con tosca malicia campesina.

— Buenos están «tos» ustedes. No debíamos dejar ni uno.

Aquella marea de brutalidad seguía subiendo. Registraron los pisos últimos y llegaron a la buhardilla. Adolfo se sentía perdido. Sólo poseía el carné de oficial de complemento, que en aquellos momentos era una sentencia de muerte. Les oyó entrar aterrado. Y se quedó acurrucado; no respiraba. Retuvo la tos y un estornudo que le hormigueaba en la nariz. Vio cómo movían los polvorientos muebles carcomidos, el lavabo de madera y las sillas rotas. Uno hurgaba cerca de él. Notaba su mano enorme -y era la mano de la muerte-, que levantaba paños y telas y se aproximaba. Al fin le tocó. Notó sus dedos en su pelo. Estaba perdido. La mano rodeó toda su cabeza. Le tiró ligeramente de los cabellos. Y, asombrado, oyó que aquel hombre decía:

— Aquí no hay nada.

Insistían los otros:

— ¿Has mirado bien?

Para que supiera el nombre de su salvador, contestó el miliciano:

— Como me llamo Francisco Sánchez, que aquí no hay nadie.

Recordó Adolfo. Francisco Sánchez era un antiguo sargento de su regimiento. No eran todos iguales. Entre tanto espanto todavía había un hombre que acariciaba su cabeza. Y la salvaba para honor de la especie.

Bajaron irritados. Pero el jefe resolvió brutalmente la cuestión. Se acercó a don Carlos.

— Tú respondes por tu hijo; vente con nosotros.

Don Carlos no intentó resistir.

¡Canallas; cobardes!

Porque las mujeres lo defendían valerosamente, cogiéndoles las manos, reteniéndoles. Roto el encanto social, al verlas así, desgreñadas, llorosas, ya como sus propias mujeres, los milicianos las perdían el respeto.

Cállate.

Y las lanzaban contra las paredes.

Bajaba entre los «monos» azules y máuseres don Carlos, viejecito, con su noble cabello blanco y su traje rozado. Le metieron en un coche. Sobre la carrocería oscura habían escrito con tiza: «Grupo de la mala sangre».

Le llevaron al «Ateneo Libertario» de la Guindalera. Era una sala enyesada, y hombres en mangas de camisa, feroces, entre botellas de cerveza y bromas, haciendo un simulacro de tribunal.

—    ¿De dónde eres?

—    De Madrid.

—    ¿Edad?

—    Sesenta y ocho años.

—    Se te acusa de haber dado dinero a «Renovación» para las últimas elecciones.

—    No es verdad; yo nunca me he metido en política.

Puedes retirarte.

Bebían.

— ¡Qué caliente está esa cerveza!

Se miraban sonriendo.

— ¿Qué, «paseo»?

— ¡Hombre, como las balas!

El sargento Sánchez intentó defenderle. Fue inútil. A medianoche, un miliciano entró con una linterna; iluminaba, rosa, los rostros adormilados; eran trágicos aquellos ojos, desorbitados por el terror. Voceaba.

— ¡Carlos Ribera, ex conde de Sajera; Dionisio Pérez y Juan Hernández!

Se adelantaron los tres. Salieron. Hacía una noche serena, estrellada. Los metieron en un gran coche negro, de lujo, pero ya viejo.

No hablaban; sabían que iban a la muerte. Y a don Carlos se le llenaban los ojos de lágrimas, pensando en Rosa, su mujer; en Teresa, en Adolfo, escondido en el desván por el que moría, y en su hija Pilar.

Ya apagaban los faroles por miedo a los bombardeos, y los tranvías últimos pasaban por las Rondas con sus lucecillas trágicas, pintadas de un azul verdoso. Cruzaban por delante de su casa. Ya estaría él a esas horas, en su alcoba, leyendo sus libros, bajo la luz amiga de la lámpara familiar. Miró a sus compañeros; uno era un muchacho joven, de la edad de su hijo; el otro un hombre maduro, de aire eclesiástico. Pararon frente a las vallas puntiagudas de unos solares. Bajo el farol, con su bombilla pintada, unos carteles anunciaban un festival en la Zarzuela a beneficio de los Hospitales de sangre. Y había salido la luna.

-Poneos ahí.

Los alinearon contra la pared de ladrillo de una casa. No sabía cómo se llamaban, quiénes eran, aquellos hombres, con los que dentro de unos segundos iba a hacer el gran viaje sin retorno.

— ¿Queréis algo?

El muchachito alargó un papel:

Que telefoneéis a este número, a mi madre.

Y les entregó una medalla.

Se aproximó a don Carlos un miliciano.

Bueno, dame el reloj; porque no te va a servir para nada en el otro mundo.

Ordenó el jefe.

Uno a uno.

Así duraba más el espectáculo. Fue el primero el jovencito. Estaba pálido. Le apuntaron y en un segundo vio toda su infancia de niño mimado y a su padre regañando a su hermano cuando le apuntaba con una escopeta de aire comprimido. «No se debe jugar con las armas, el diablo las carga.»

¡Qué pensaría ahora su padre, viéndole solo, niño, abandonado en la noche, ante seis fusiles cargados!

— ¡Dios mío!

Cerró los ojos y apretó la boca. Tenia cerrados los puños, convulsos, clavándose las uñas en la palma.

¡Padre mío!…

Sonó una descarga. Cayó como una ropa desprendida de un alambre.

El señor taciturno se limitó a gritar.

— ¡Viva Crist…

No pudo terminar. Le volaron la frente, salpicando de masa encefálica los ladrillos.

Don Carlos murió con dignidad.

— ¡Viva España!

Aún se removía en el suelo. Flexionaba las piernas y las extendía convulso.

— Parece un conejo.

—  Dale a ese, que «entoavía» se mueve.

Un miliciano apoyó su revólver en la cabeza blanca.

Al amanecer, estaban rígidos, acartonados. Se llenaba de hormigas la boca del muchacho, caído de bruces sobre su sangre seca.

En la lechería cercana, la «señá» Remigia comentaba el hallazgo

Pues hoy hay tres besugos en el solar de Maudes. Y debe ser gente gorda, porque mis chicos anduvieron «pa» allá enredando y dijeron que tenían los dientes de oro.»

La novela se publicó el año 1938 y fue tal su éxito que en 1939 ya había una edición en francés y otra en inglés.

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Sin embargo, en Madrid no se presentó hasta 1940, en el I Año Triunfal, según se decía entonces, y en el acto de presentación el propio Foxá pudo ampliar algunas cosas de la novela. Según el autor algunos le habían criticado la falta de rigor en algunos de los datos y la falta de detalles sobre las «checas».

—    Es verdad, hay quien me acusa de no haber dado más detalles de las checas, pero a esos le recuerdo que «Madrid, de Corte a Checa» es una novela y no un ensayo. Aunque podía haberlo hecho. Es cierto que yo sólo viví aquel Madrid unos 50 días, los que van del 18 de julio al 8 de septiembre, pero, cuando yo empecé a escribirla en octubre-noviembre del 36 mi amigo y camarada Sánchez Mazas me proporcionó un gran «dossier» en el que se recogía una relación bastante completa e incluso datos sobre el control de las mismas y sus «modus operandi». Según ese informe, y por lo que yo mismo pude apreciar el tiempo que permanecí en Madrid, hubo más de 150, aunque las primeras en entrar en actividad fueron: «La Checa del Círculo de Bellas Artes», que más tarde se cambiaría por «Checa de fomento», que dependía del «Comité Provincial de Investigación Pública» y este a su vez de la Dirección General de Seguridad. Otras fueron «La Checa de la calle Marqués de Riscal», dominada por los socialistas, «La Checa de Narváez», manejada por los anarquistas libertarios, «La Checa de San Bernardo», regentada por los comunistas, «La Checa de la Guindalera», también en manos de los comunistas, «La Checa del Marqués de Cuba», en manos del Partido Sindicalista y para no aburrir más «La Checa de la comisaría de Buenavista», «La del Palacio del Conde de Leta», «La del Cinema Europa» y hasta la de «La estación de Atocha»

—    ¿Y qué misión tuvieron esas checas?

¡Oh, Dios! Aquellas checas surgieron porque las cárceles oficiales ya estaban saturadas y rebosantes y entonces, como el Gobierno, los Partidos Políticos, los Sindicatos y las Agrupaciones de Milicianos sólo tenían en aquel momento una obsesión: acabar con la «Quinta columna», decidieron cada cual montarse su propia cárcel, aunque con el paso de los días y los meses las checas llegaron a ser el terror de los madrileños, porque el que entraba en una de ellas ya sabía lo que le esperaba, torturas y «paseo» hasta el paredón de fusilamiento.
¿Y cuántos murieron vía de las checas?
No se sabe, yo en mi novela hablo de hasta 20.000, pero esa cifra venía de los rumores y no de confirmaciones exactas. Ahora se está procediendo, si se puede, a hacer un balance con nombres y apellidos de los asesinados. Puede que fueran más o pueden que fueran menos.

Pero, Foxá no pudo decir más, sino recordar que él consiguió salir y salvar la vida gracias a que el Ministro de Exteriores, que le había quitado el consulado en Bombay en un gesto humano le mandó de Cónsul a Bucarest, y en la diplomacia pasó casi todo el resto de su vida. Lo que sí está claro es que Agustín de Foxá por su novela «Madrid, de Corte a Checa», fue borrado del mapa de los escritores españoles e introducido en «la cueva de los silencios» y no sólo por entonces sino por siempre. A la Izquierda, a todas las Izquierdas no les interesó, ni les sigue interesando, que se recuerde el crimen y el «holocausto» que fueron aquellas checas.

Pero, a mí sí me ha interesado saberlo todo sobre «aquello» y he encontrado y utilizado 4 obras bien documentadas: la de Cesar Vidal, la de Salas Larrazábal, la de Rafael Casas de la Vega y la del anarquista José Peirats. Por las tres primeras, aunque tampoco ellos se ponen de acuerdo, la cifra de muerto. Cesar Vidal da como válida 11.705; Salas Larrazábal, 16.449 y Casas de la Vega 8.500.

Y en la obra «La CNT en la Revolución española» de Peirats encontré una descripción de cómo eran aquellas checas por dentro y qué se hacían con los entraban en ellas (en  este caso de la checa del SIM, ubicada en los sótanos del Ministerio de Marina, por el que también pasó como Ministro el socialista Indalecio Prieto). Escribe Peirats:

«Las checas del SIM eran tenebrosas, instaladas en antiguas casas y conventos. El régimen de torturas que se aplicaba era el procedimiento brutal: palizas con vergajos de caucho, seguidas de duchas muy frías, simulacros de fusilamiento y otros tormentos horrorosos y sangrientos. Los consejeros rusos modernizaron esta vieja técnica. Las nuevas celdas eran más reducidas, pintadas de colores muy vivos y pavimentadas con aristas de ladrillo muy salientes. Los detenidos tenían que permanecer en pie continuamente, bajo una potente iluminación roja o verde. Otras celdas eran estrechos sepulcros de suelo desnivelado, en declive… los recalcitrantes eran encerrados en la «cámara frigorífica» o en la «caja de los ruidos» o atados a la silla eléctrica. La primera era una celda de dos metros de altura en forma redondeada; al preso se le sumergía allí en agua helada, horas y horas, hasta que tuviese a bien declarar lo que se deseaba. La «caja de los ruidos» era una especie de armario, dentro del cual se oía una batahola aterradora de timbres y campanas. La «silla eléctrica» variaba de la empleada en las penitenciarías norteamericanas en que no mataba físicamente.«

Y ya lo saben, yo ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor, y mi señor será siempre la verdad y la Historia… (o la intraHistoria).

 

Autor

REDACCIÓN