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Ante la preocupante situación suscitada por el motu proprio Traditionis Custodes que el Papa Francisco promulgó el 16 de julio de 2021, hemos entrevistado al Dr. Peter Kwaniewski, uno de los mayores defensores de la liturgia tradicional, para conocer su opinión sobre el documento y sus consecuencias.
El Dr. Kwasniewski estudió artes liberales en el Thomas Aquinas College en California y filosofía en la Universidad Católica de América, y enseñó filosofía y teología en el Instituto Teológico Internacional en Austria y música en la Universidad Franciscana de Steubenville. Ayudó a fundar el Wyoming Catholic College en 2006 y fue director y profesor hasta 2018. Actualmente dedica su vida a explicar y defender la tradición católica en todas sus dimensiones como escritor y conferenciante. Sus artículos han aparecido en OnePeterFive, New Liturgical Movement, LifeSiteNews, The Remnant y Catholic Family News, entre otros, y ha escrito o editado diez libros, incluyendo Resurgimiento en medio de la crisis, el cual ha sido traducido al español, checo, polaco, alemán, portugués y bielorruso.
¿Cuál es su valoración general del documento Traditionis Custodes?
Es el peor documento promulgado por un papa en la historia de la Iglesia romana. Punto final. ¿Por qué digo esto? Porque, aunque algunos papas han cambiado un aspecto u otro de la legislación de sus predecesores, ninguno ha intentado suprimir uno de los ritos litúrgicos más importantes de la Cristiandad, asediando a sus adherentes y privándolos de sustento hasta que mueran de hambre o capitulen. Se trata de una mentalidad de guerra aplicada a miembros del Cuerpo Místico. Completamente indigno de un sucesor del apóstol Pedro, quien, junto al apóstol Pablo con quien siempre es representado en la iconografía, nos hubiera aconsejado «mantener las tradiciones» (II Tesalonicenses II, 15).
Se había hablado de que iba a salir, pero nadie esperaba que fuese tan duro.
Y esta dureza, esta mezquindad de espíritu, este deseo de castigar a todos por los (supuestos) pecados de unos pocos, ha consolidado la mala reputación del motu proprio. Si la misa antigua y en particular sus defensores más prominentes—los cuales tienden a oponerse a su progresismo—son una espina en el costado del Papa Francisco, este motu proprio es una espina en el costado de todos los obispos que, en los últimos catorce años, se han sentido aliviados quizás al asegurar un poco la paz litúrgica en sus diócesis, y al ver el crecimiento de comunidades jóvenes y también familias que son abiertas a la vida y celosas en la fe (y, no lo olvidemos, generosas en la canasta de la colecta). El actuar del papa ha sido un insulto al episcopado, ya que implica que los obispos han sido incompetentes en su labor (lo cual, lamentablemente, es a menudo cierto, pero de una manera opuesta a la que Francisco tiene en mente), y que son, además, incapaces de manejar el problema de la supuesta falta de docilidad al Magisterio. Porque debemos tener en cuenta que el motu proprio da a los obispos solamente el poder para destruir, no para construir: pueden limitar o eliminar comunidades que celebran la misa en latín, pero no pueden autorizar nuevas comunidades ni nuevas parroquias, ni tampoco autorizar que nuevos sacerdotes aprendan esta misa. Es como atar las manos de más de 4.000 obispos y luego esperar que estén agradecidos.
Traditionis Custodes parece ser un acto de venganza escondido detrás de una serie de acusaciones aplastantes que, sin embargo, tienen tan poca substancia que llega a dar vergüenza. Es un ajuste de cuentas con los católicos conservadores y tradicionales—especialmente en los Estados Unidos—por su firme resistencia al progresismo y modernismo del papa.
¿Qué consecuencias prácticas puede tener en la vida de la Iglesia?
Nos hará regresar a los amargos días de la década de los 70. Este acto hace que todo el proyecto de buscar una «reconciliación interior» (como lo expresó Benedicto XVI) retroceda cincuenta años. Pero con esta diferencia: ahora hay millones de católicos que aman o apoyan la misa tradicional, y están en general bien organizados y bien informados. Por lo tanto, la guerra civil que el papa ha desatado involucrará a muchas más personas de las que había en los primeros días del tradicionalismo. En aquellos tiempos inmediatamente después del Concilio, cuando los fieles aún estaban en las garras de un ultramontanismo ingenuo, casi todos se manifestaban de acuerdo con el nuevo programa (o, lamentablemente, votaron con sus pies y abanderaron la Iglesia modernizadora). Hoy, cincuenta años más tarde, los fieles han sido escandalizados tantas veces por los casos de abusos y corrupción que no están tan dispuestos a ser seguidores ciegos que simplemente obedecen las órdenes del Gran Líder.
En realidad, debería haber un tratado de paz lo más pronto posible para mitigar las bajas. Los efectos serán nefastos: muchos se sentirán tentados por la desesperación y el desánimo; algunos encontrarán un hogar permanente entre los católicos de rito oriental o incluso los ortodoxos; un buen número podría pasarse a la FSSPX (¡y yo no los culpo!), abandonando finalmente a un Vaticano que parece más interesado en purgar a sus propios fieles que en purgar la herejía, el escándalo financiero y el abuso sexual. En todos estos casos, podemos ver la hipocresía de la declaración del papa que dice que todo esto lo hace a favor de la unidad. En realidad, lo hace a favor de uniformidad ideológica.
Llama la atención de que ha entrado muy rápido en vigor, sin un tiempo prudencial desde el aviso a la ejecución (vacatio legis).
Sí, esto también es sin precedentes, y puede ser que éste sea uno de los aspectos en que la maniobra de Bergoglio termine siendo un acto suicida, ya que el mal tiende a sobrepasarse en sus ambiciones y así a acabar en catástrofe. Está claro que la falta de una vacatio legis se debe a ciertos temores sobre la salud del papa: una cirugía mayor presenta el riesgo de que el pontificado llegue repentinamente a su fin, y si un papa muere durante la vacatio legis de algún acto legislativo, esta legislación nunca entra en vigor.
Ya están llegando informes de todas partes de obispos que están molestos e incluso enfadados porque se les entregó un documento tan difícil y draconiano en mismo día en que se suponía que debía entrar en vigor. ¡Un obispo dijo que se enteró por primera vez del motu proprio a través de las redes sociales! La respuesta general ha sido decir que «las cosas no cambiarán» o que «necesitamos más tiempo para estudiar cómo implementar el documento». En otras palabras, los obispos se están dando a sí mismos una vacatio legis—y, quién sabe, quizás tras estas «vacaciones» muchos decidirán no implementarlo, o implementarlo de la manera más minimalista posible, para evitar más disturbios y dolores de cabeza burocráticos en sus diócesis. Debemos recordar que no fue el 99% de los obispos del mundo quienes pidieron este motu proprio, pero a lo más un 1% lleno de rabia en contra del testimonio permanente que es la misa tradicional. No creo ni por un momento la afirmación del papa de que los resultados de la encuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe fueron mayoritariamente negativos, ya que abundan las pruebas contrarias, y la narrativa que ofrece el papa inmediatamente nos recuerda otros casos notorios donde ha querido controlar o suprimir información. La estrategia del «sólo confía en nosotros» se ha quedado sin nada de combustible en la Era de McCarrick.
¿Supone una decepción para aquellos que el uso de la tradición litúrgica tradicional era una «aspiración legítima» y de una gran riqueza para la Iglesia?
No, no es una decepción. Es un motivo para una santa indignación, es un escándalo, es una forma de abuso clerical por un padre que ha pateado a sus hijos en el estómago por el «crimen» de amar lo que los santos han amado por tanto siglos, y que luego espera que, llenos de agradecimiento, estos hijos vuelvan al Novus Ordo.
Yo siempre había pensado que se suponía que los jesuitas eran listos, pero éste parece ser ignorante de una de las reglas básicas de la psicología humana: (1) el más débil siempre se gana la simpatía de la mayoría; (2) medidas duras contra una minoría atraen mucha atención a su causa; (3) los bienes prohibidos son más atractivos; (4) si intentas quitarle algo a la gente que ellos aman más que la vida misma, sólo lograrás intensificar su amor por eso y aumentar su distanciamiento de o violencia contra los que pretenden quitárselo. Si quieres que un hombre demuestre su amor por su familia, todo lo que tienes que hacer es amenazar con herir a su esposa o hijos, y él o se los llevará lejos o peleará por defenderlos hasta la muerte. Ésta es la reacción correcta del punto de vista natural y también sobrenatural. Después de todo, Santo Tomás de Aquino dice que ante la injusticia «la supresión de la ira es signo de la remoción del juicio de la razón» (ST II-II.158.8 ad 3).
El juicio negativo general acerca de la Misa Tradicional y de los fieles que participan en ella parece totalmente injustificado. Además, una de las condiciones clave que pone a su celebración es que los obispos deben comprobar que los grupos que celebren la Misa Tradicional no excluyan la validez y la legitimidad de la reforma litúrgica, de los decretos del Concilio Vaticano II y del Magisterio de los Sumos Pontífices.
El documento es (y no puede evitar serlo) vago acerca de qué significa en práctica «adherirse al» o «aceptar» el Concilio Vaticano II, y de hecho, tras tantas décadas de discusión, todavía no está del todo claro qué significaría. Tomemos como ejemplo a Dignitatis Humanae: los estudiosos han estado debatiendo por décadas sobre qué dice y qué nos obliga a hacer o no hacer, y el asunto aún no se ha resuelto. Juan XXIII y Pablo VI ambos dijeron que el Concilio no enseñó nada fundamentalmente nuevo, sino que buscó presentar la misma fe católica de siempre al mundo moderno. Existe un espacio legítimo para el debatir con cuanta eficacia y claridad se presentó la fe, pero seguramente ningún católico debe ser obligado a interpretar el Vaticano II de un modo contrario al Vaticano I, a Trento, a los primeros siete concilios o a cualquiera de los actos magisteriales anteriores a 1962.
Es, por lo tanto, arbitrario e ideológico (como Ratzinger señaló más de una vez) hacer del Vaticano una suerte de «superconcilio», una prueba de fuego de la ortodoxia, cuando se pueden encontrar herejías en abundancia en el ambiente del Novus Ordo: herejías graves, ideas que han sido anatemizadas, mientras que el Vaticano II ni definió anatemizó nada. Mi punto es que la manera en que habla Francisco hace que parezca que la adhesión al Vaticano II es de alguna manera más importante que la adhesión a Trento, de cuya enseñanza disienten o se distancian un gran número de sacerdotes, religiosos y laicos. Estamos viendo, en resumen, la transformación del Concilio en un arma. Cualquier observador perspicaz se da cuenta de la ironía del hecho de que los católicos tradicionalistas aceptan el contenido «tradicional» del Vaticano II mucho más que sus hermanos del Novus Ordo, especialmente entre los académicos y el clero. Según su propio estándar el Papa Francisco debería estar tomando medidas en contra del mundo del Novus Ordo, pero no lo hace, ni puede hacerlo, dada su ceguera ideológica.
Lo mismo se podría decir acerca de convertir la reforma litúrgica en un indicador de la ortodoxia. A menos que exista una contradicción manifiesta entre la lex orandi del rito romano antiguo y la lex orandi del rito moderno de Pablo VI, una siendo ortodoxa y la otra herética—algunos pocos sostienen este punto de vista, pero no la gran mayoría de los tradicionalistas—no hay razón por la que se debiera pensar que un católico que acepta una rechaza el contenido teológico de la otra como tal. Muchos (incluido el propio predecesor de Francisco que aún vive) han criticado las carencias y omisiones de los nuevos libros litúrgicos, pero muy pocos cuestionan su validez sacramental. Además de esto, ninguna reforma litúrgica puede ser «irreversible», ya que es un asunto disciplinar sujeto inherentemente a reevaluaciones prudenciales y modificaciones prácticas.
Así que las condiciones que impone el papa parecen significar algo distinto de lo que aparentan superficialmente. Aquí, «Vaticano II» y «la reforma litúrgica» representan otra cosa, algo que no se puede decir abiertamente.
Pero seamos honestos: las discusiones teológicas de alto nivel no atraen a la mayoría de los fieles. Ellos acuden a la misa tradicional porque aman su reverencia, su belleza, su orientación trascendente, sus oraciones ricas y siempre confiables (no hay «opinionitis»), su ambiente atemporal que nos saca de nuestra vida cotidiana y nos transporta más allá de ella, al igual que su prima de Oriente, la divina liturgia bizantina, en la cual se canta: «Nosotros que a los querubines místicamente representamos, y a la Trinidad Vivificadora el himno tres veces santo entonamos, depongamos ahora toda mundana solicitud». Liturgias venerables como estas nos llevan al borde del cielo. Y lo hacen a través de ritos que en la litúrgica reformada de Pablo VI o no existen o son raramente celebrados.
Dice el documento que los libros litúrgicos promulgados por los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, son la única expresión de la lex orandi del Rito Romano. ¿Quiere decir que el Missale Romanum de 1962 queda en cierta manera abrogado?
En principio, es imposible que un papa pueda abolir el venerable rito romano, la misa de siempre. He explicado el motivo en un artículo publicado en LifeSiteNews (enlace). Al igual que su predecesor Pablo VI, Francisco no se atreve nunca en este motu proprio a decir que «el rito vigente antes de la reforma litúrgica queda abrogado». En vez abroga a Summorum Pontificum e intenta decretar que el rito romano antiguo no es parte de la legítima lex orandi de la religión católica. Esto es extrañísimo, insostenible y, en última instancia, incoherente. El documento está lleno de contradicciones y confusiones. Nunca menciona la litúrgica del Ordinariato personal de Nuestra Señora de Walsingham, el cual también es parte del rito romano pero tiene una lex orandi distintiva, ni tampoco menciona a los varios usos del rito romano que tienen ciertas particularidades propias (por ejemplo, la liturgia dominica o la premonstratense). La mala composición de Traditionis Custodes traiciona su espíritu virulento: fue hecho de prisa, con poca inteligencia y con profunda ignorancia de la historia de la liturgia y de la teología.
Añadiría que contradecir de manera tan flagrante las posturas teológicas de su predecesor en el papado es tan sensato como aserrar vigorosamente la rama en que uno está sentado. Desacredita la autoridad del papa actual y de todos los papas.
Pero a su vez afirma que es de exclusiva competencia del obispo diocesano autorizar el uso del Missale Romanum de 1962 en la diócesis, siguiendo las orientaciones de la Sede Apostólica.
Así es: otra de sus contradicciones. A partir del domingo pasado, cuando asistí a la misa tradicional, yo ya no estoy (según el motu proprio) rezando con la lex orandi de la Iglesia romana. Y sin embargo la misa a la cual asistí fue celebrada por un sacerdote canónicamente en regla y con el permiso de la Iglesia. Me parece que el motu proprio es una expresión perfecta del nominalismo y el voluntarismo, en el sentido de que piensa que al dar nombre a ciertas realidades hacemos que esas realidades existan, y que ellas existen sólo si nosotros queremos, pero dejan de existir si no. Es otro ejemplo más de la filosofía relativista que podemos detectar detrás de tantos actos de este pontificado: una suerte de unión de descreimiento e irracionalidad que parodia la armonía católica de fe y razón.
De hecho, se puede argumentar—y realizo un esbozo de este argumento en el artículo de LifeSiteNews—que este documento está tan lleno de errores, ambigüedades y contradicciones que carece de fundamento jurídico. Es ilícito desde el principio. Eso no evitará que algunos jerarcas se sientan obligados a ponerlo en práctica con una prontitud que acredite su unidad de espíritu con el pontífice reinante. Pero como contraste, basta recordar como la constitución apostólica Ex Corde Ecclesiae de Juan Pablo II—la cual intentó poner en orden la educación superior católica—ha permanecido casi universalmente sin implementar.
Sin embargo, ya podemos ver algunos signos esperanzadores: el obispo Paprocki de Springfield, Illinois, por ejemplo, ha dispensado canónicamente a su diócesis de algunos aspectos del motu proprio. El arzobispo Fisher de Sydney ha informado a su diócesis de que la misa tradicional continuará siendo celebrada y que los fieles no deben temer que sea suprimida. He sabido de una diócesis en la cual el obispo dio permiso a 27 sacerdotes para seguir celebrando la misa tradicional en 24 horas. Informes como éste, que me siguen llegando, indican que el número de los amigos de la tradición, o al menos socios diplomáticos, es quizás más grande de lo que pensábamos. El motu proprio los ha sacado a la luz. Así suele a suceder cuando las alternativas son tan palmarias.
Aunque se sigua permitiendo en determinadas circunstancias, ¿es un paso previo a su eliminación?
Eso es precisamente lo que quieren los neomodernistas de nuestros días porque reconocen la verdad del axioma lex orandi, lex credendi, lex vivendi. Los católicos tradicionales están vacunados, por así decirlo, contra la destrucción y reconstrucción del catolicismo que han ido experimentado desde hace bastante tiempo, en una «larga marcha por las instituciones». Estos católicos son los «iconófilos» de nuestro tiempo: veneran las imágenes de Cristo y sus santos—¡la imagen principal de Cristo es la misma liturgia!—y por lo tanto otorgan un puesto central al ritual, la cultura, la memoria, la historia. Los iconoclastas quieren eliminar estas cosas de la Iglesia y remplazarlas con los substitutos antropocéntricos que ellos han inventado. La facción actualmente en el poder, borracha de sangre, intentará suprimir la misa antigua por completo. Debemos trabajar y rezar mucho para oponernos a sus diseños, y se va a armar un lío gordo en muchos lugares.
Como conclusión, ¿podría ofrecer algún consejo a nuestros lectores, Dr. Kwasniewski?
En los tres días que siguieron la publicación del motu proprio, me di cuenta nuevamente de la magnitud del combate espiritual en el cual estamos luchando como católicos tradicionales. No nos engañemos: esta es una batalla por las almas, una batalla por el clero y los religiosos, una batalla por el futuro de la Iglesia, por todos nuestros descendientes. O nos comprometemos del todo o se acabó. Debemos ser guiados por la fe, no por el miedo.
Mi esposa y yo hemos decidido comprometernos a una hora santa cada día en una capilla de adoración cerca de nuestra casa para rezar por todos los sacerdotes y laicos que se verán afectados, por todos los obispos y, por supuesto, por el papa. Insto a todos a dar algún paso concreto, incluso algo tan simple como rezar el rosario todos los días pidiendo por la restauración de la tradición. Recibid la imposición del escapulario de la Virgen del Carmen si aún no lo vestís. Elegid un día o días para ayunar: Nuestro Señor dice que algunos demonios sólo pueden ser combatidos a través del ayuno y la oración. Y finalmente, recordad que es poco probable que esta crisis se resuelva rápido. Puede ser que ni siquiera se resuelva en nuestras vidas, pero serán nuestros hijos y nuestros nietos quienes cosecharán los frutos de lo que sembramos hoy con las oraciones, los trabajos y los sufrimientos que ofrecemos. Todo esto lo hacemos porque Dios merece nuestro fiel amor y nos lo recompensará al admitirnos a participar en la liturgia celestial.
Un amigo me recordó hace poco de unos versos de la primera epístola de San Pedro que resultan especialmente relevantes hoy: «¿Y quién hay que pueda dañaros, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados. No temáis de los enemigos, ni os conturbéis, sino bendecid en vuestros corazones al Señor Jesucristo, prontos siempre a dar satisfacción a cualquiera que os pida razón de la esperanza o religión en que vivís. Aunque debéis hacerlo con modestia y circunspección, como quien tiene buena conciencia, de manera que, cuando murmuran de vosotros los que calumnian vuestro buen proceder en Cristo, queden confundidos, pues mejor es padecer (si Dios lo quiere así) haciendo bien, que obrando mal» (I Pedro III, 12–16).
¡Que San Gregorio Magno, San Pío V y todos lo santos papas intercedan por nosotros!
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