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En otros tiempos los hombres nacían y morían fieles a unas mismas ideas. Esas ideas eran recibidas de sus padres, que a su vez las habían tomado de sus abuelos, en una línea ascendente de principio desconocido. No así en el siglo XX: la muerte del “yo” como esencia previa desencadenó la muerte del “yo” como una figura intelectual coherente. Cada uno es responsable de formular su propia verdad personal que está ligada a las circunstancias biográficas e intelectuales contingentes y variables de cada uno. Por eso los últimos siglos nos han legado una serie de personajes que dieron no pocos bandazos hasta encontrar la Verdad, si es que lo hicieron. Algunos llegaron más lejos y otros menos. Unos dieron el salto de la fe y otros solo fueron capaces de identificar sus propios extravíos y los de su tiempo. Todos fueron víctimas intelectuales de la Modernidad. Pero solo uno de ellos encontró la liturgia oculta en la vanguardia: Hugo Ball.
El caso de Hugo Ball es uno de los más destacados de su tiempo. Nacido en Renania en 1886, siempre se destacó por su creatividad y talento artístico. Fundador del “Cabaret Voltaire”, miembro destacado del surrealismo y, sobre todo, del dadaísmo, estudió en Múnich con una tesis doctoral inconclusa sobre la filosofía de Nietzsche y se destacó como actor teatral junto a Max Reinhardt en Berlín. Se interesó por el anarquismo y trabajó en periódicos y revistas muy politizadas y favorables a la revolución. En 1916 publicó un Manifiesto Dadaísta cargado de nihilismo pre-existencialista y favorable a la aniquilación de los burgueses. Después desarrolló poemas visuales y acciones poéticas públicas muy influidas por la liturgia católica. Tras la Primera Guerra Mundial se exilió y cambió radicalmente sus ideas: de la pompa de lo aparente pasó a buscar con ansia la trascendencia. Discutió con Tristan Tzara a causa de la visión materialista de la existencia de éste, aunque ambos compartían el deseo por transgredir la mentalidad burguesa y el proyecto de dinamitar todas las convenciones vitales de una masa social consumista. Entonces Ball escribió su primera novela, Flametti o el dandismo de los pobres, donde noveliza su experiencia dentro del dadaísmo a través de la dirección del citado Cabaret Voltaire en Zúrich junto a su esposa Emmy Hennings.
Amigo personal de dos figuras intelectuales fundamentales en lengua alemana como Carl Schmitt y Herman Hesse, su epistolario con ambos pensadores se encuentra publicado en español. Con el primero compartió la comprensión de la política como un derivado de la teología que, sin embargo, pretende la sustitución de la religión dentro de la Modernidad. En otras palabras: constató que todas las ideologías son religiones de sustitución. Con el segundo compartió su rechazo radical a la guerra y su búsqueda de la sabiduría antigua como arma de defensa frente al asedio de la Modernidad. En otras palabras: eran dos hermanos espirituales enfrascados en la misma búsqueda común. Ball comentó la obra de ambos con especial lucidez. Sin embargo, su mayor contribución intelectual se compone de dos aportes que indicamos a continuación:
La crítica de la Reforma protestante y de la filosofía kantiana como los principales males de la modernidad. Ball se hace un harakiri intelectual como alemán y también a toda la tradición filosófica alemana desde Lutero a Heidegger, pasando por Kant. En libros como Las consecuencias de la Reforma o Crítica de la Inteligencia Alemana traza la genealogía de los fundamentos filosóficos de la filosofía alemana, que es tanto como decir del totalitarismo alemán. El diagnóstico de la lectura de su obra a la luz de los acontecimientos posteriores a su muerte es que Hitler no es más que un heredero de Lutero. Y que el totalitarismo es un producto característico de la Modernidad que no podría haber existido sin el racionalismo kantiano. Para Ball, Lutero era el origen de la desintegración de Occidente y Kant sólo había terminado de fundamentar una filosofía por completo ajena a la trascendencia espiritual y a la Verdad divina. Por lo tanto, rechazar dicha tradición de la “inteligencia alemana” que dominaba toda la filosofía moderna era el camino insoslayable para una vuelta hacia los clásicos de la teología occidental en los que se encontraba la Verdad.
En el período final de su vida, Ball decidió vivir como un monje. Se retiró a la soledad del Cantón de Ticino en Suiza y se dedicó al estudio de los primeros santos bizantinos como Juan Clímaco, Dionisio Areopagita, Simeón el Estilita y, en un comentario final, también Antonio el Egipcio. El resultado de ese trabajo es Cristianismo Bizantino, donde realiza una defensa del gnosticismo cristiano mediante la figura de Jesús y, en lo personal, avanza hacia una definitiva conversión al catolicismo que se produce en 1920 y dura hasta el último de sus días. Frente a los males del mundo moderno y del relativismo imperante, que achaca a la influencia del Maligno, Ball propone un catolicismo neoplatónico integral basado en las biografías de los primeros cristianos y en sus enseñanzas filosóficas como guía espiritual para los tiempos convulsos en los que le tocó vivir. Hugo Ball había llegado a lo más hondo de la Nada como respuesta al origen y significado de la existencia. Pero la espiritualidad latente en su interior le había señalado el camino hacia la Verdad de Dios y de Cristo, al que decidió dedicar la etapa final de su vida. Ball defendía que toda la filosofía que necesitamos se encuentra en los textos de los Padres de la Iglesia, en los escritos papales y en la ortodoxia doctrinal de la Iglesia Católica.
Hugo Ball murió a los en 1927, a los 41 años, a causa de un cáncer. Trabajaba en el proyecto —que se ha descubierto a través de numerosas anotaciones póstumas— de escribir un tratado sobre teología, psicología, esoterismo y demonología. Décadas después de su muerte se convirtió en un referente de la contracultura y para la “Generación Beat” por su modo de vida ajeno a toda convención, por su ansia de una espiritualidad inmaculada y por su experimentación formal con el lenguaje a través de la poesía. En estos momentos, su obra se ha convertido en una de las mayores aportaciones —la mejor de cuantas hay escritas en alemán— sobre las consecuencias intelectuales e históricas del protestantismo germano en sus diferentes vertientes, favoreciendo con ello el estudio filosófico de la Leyenda Negra a Ignacio Gómez de Liaño o Elvira Roca Barea, entre otros. Pero, por encima de todo, ha fundado una espiritualidad que remite al primer catolicismo a través de la imitación de su meditación mística, de una actitud de escucha activa y de silencio contemplativo, de la oración tradicional y del retiro del mundo como vía para hallar la trascendencia en la vorágine de la Modernidad.
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