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Tomo el título prestado de mis admiradísimos amigos de ediciones El Salmón, inmenso como siempre. Nos une, por encima de todo, la simbología que impregna a ese pescado azul, siempre nadando contracorriente. Buscando hembra, obvio, pero, en definitiva, buscando pura vida no dudando en dejarse, literalmente, la piel en el contracurso del río.
Siempre contra corriente
Ediciones El Salmón, siempre a contracorriente de los relatos oficiales sobre el progreso y el desarrollo tecnológico, ambos tan vinculados a la actual barbarie liberticida. Luminosos, ya desde Cul de Sac, nos han ido ofreciendo agudísimos ensayos sobre el letal papel de la tecnología en la sociedad, las consecuencias de la cultura industrial tanto en los seres humanos como en la biosfera, así como otras obras que rechazan cualquier tipo de autoritarismo que se presente como (falaz) solución a la crisis permanente que supone el modo de vida hipercapitalista. Con el imprescindible acompañamiento, eso sí, de la otra testa de la hidra bicéfala: el Estado.
Más allá de nuestra nula coincidencia sobre el asunto del aislamiento del ARN del presunto nuevo coronavirus. O más acá de ignorar el axiomático simbolismo de ribetes masónicos de los bozales o de la soplapollez de Frodo Simón distinguiendo entre mascarillas altruistas y egoístas, y con matices, coincido bastante con su gran alegato contra los bozales. En ese sentido, estimo que resulta imprescindible difundir esta breve texto ante la tentación totalitaria de cualquier gobierno de hacer obligatorio el uso del bozal en cualquier lugar (¿en tu propia casa, también, lo conseguiréis, gobernante gentucilla?) y circunstancia. Hasta el infinito y más allá. Disfruten con su lectura. Y la desobediencia siempre a punto…
Bozal, no
Si eres de los que se da un baño en el mar con la mascarilla y los guantes puestos; o si eres de los que le encasqueta la mascarilla al crío de cuatro años; o si eres de los que considera que llevar la mascarilla ocho, diez, doce o catorce horas en el puesto de trabajo es un derecho de los trabajadores y no un atentado contra su salud y su dignidad; o si eres de los que piensa que llevar mascarilla es de ser buen ciudadano; o si eres de los que va a la manifa contra los recortes, contra el racismo o contra la ley mordaza con la mascarilla puesta; o si estás conforme con que entre en vigor en Cataluña la obligación de llevarla siempre, aunque haya distancia de seguridad; o si sencillamente eres de los que no entiende por qué hay que ponérsela a la fuerza y encima creerse que eso puede ser bueno para algo.
Razones contra el bozal
Si te parece oportuna y útil para lo que sea, difúndela y repártela de la manera que mejor te parezca. ¿Te has parado a pensar en si la mascarilla obligatoria de verdad sirve para lo que nos dicen que sirve? ¿Te has parado a pensar en que para lo único que seguro que sirve es para no dejarnos hablar ni respirar, para alimentar el clima generalizado de miedo, para que cada cual muestre su obediencia, para señalar al que no se somete? ¿Te has parado a pensar en que, cuando una orden es tan estúpida y tan dañina, se puede y debe desobedecer? ¿Te has parado a pensar?
Desde la orden gubernamental del 19 de mayo, confirmada y retocada por Real Decreto el 9 de junio (es decir, en pleno estado de excepción), y hasta que el gobierno tenga a bien declarar «finalizada la situación de crisis sanitaria» (es decir, hasta no se sabe cuándo), «las personas de seis años en adelante» están obligadas a llevar mascarilla.
Son muchos los estudios que muestran que las mascarillas no sirven para impedir el contagio de enfermedades respiratorias del tipo del virus corona. La propia OMS reconoce que «no hay suficientes pruebas a favor o en contra del uso de mascarillas (médicas o de otro tipo) por personas sanas». ¿Qué sentido tiene entonces imponer su uso por ley, y encima a enfermos y sanos por igual?
Más razones contra el bozal
Por otra parte, se nos ha obligado a usar mascarilla justo cuando lo peor de la epidemia ha pasado. Los hospitales ya no están saturados. Y no tiene sentido querer frenar a cualquier precio una enfermedad que, al menos en este momento, sólo resulta peligrosa en una parte muy pequeña de los casos. Siempre ha habido enfermedades de transmisión similar y nunca se nos ha obligado a llevar mascarilla. Ahora mismo hay menos peligro que en plena temporada de gripe en otros años.
Pero no es sólo que haya muchas dudas, y muy razonables, sobre la capacidad de la mascarilla para evitar contagios. Es que además puede ser perjudicial para la salud. Cualquiera sabe que llevar mascarilla es un incordio y una guarrería que no puede sentar bien a nadie. Pero si alguien necesita que se lo confirme la ciencia, que sepa que no faltan científicos que avisan de que el vapor que exhalamos y se va acumulando en la mascarilla es un caldo de cultivo perfecto para virus, bacterias, hongos y parásitos presentes en el aire, y de que las mascarillas impiden que eliminemos correctamente el anhídrido carbónico que exhalamos, haciendo que ese desecho nocivo vuelva a entrar en la sangre a través de los pulmones, de modo que, en lugar de nutrir las células con el oxígeno que necesitan, se les devuelve una sustancia tóxica, lo que puede hacer enfermar de maneras mucho más graves que las que se pretenden impedir con la mascarilla. ¿Cómo puede ser que en nombre de la salud se nos impida respirar bien.
Si no sirve para lo que dicen que sirve…
Utilizar correctamente una mascarilla exige el cumplimiento constante de una serie de instrucciones bastante engorrosas (cambiarla cada cuatro horas, lavarse las manos antes y después de tocarla, etc.) que nadie o casi nadie observa. Cada cual lleva la mascarilla como buenamente puede. O sea, mal. Y no pasa nada, porque lo único que está mandado es que la lleve. Esta imposibilidad de usar correctamente la mascarilla, y la palmaria indiferencia de las autoridades al respecto, demuestra que la función de la mascarilla no es sanitaria, sino político-religiosa: no se trata de recomendaciones más o menos razonables, sino de una imposición legal, de un acto de fuerza; no se trata de mirar por la salud, sino de que se cumpla el ritual de adhesión y de obediencia, que es la manera única y obligatoria de conjurar la amenaza abstracta y de evitar el castigo concreto.
Pero cualquiera se da cuenta de que el efecto principal que tiene esta imposición legal y este ritual supersticioso es el de separar (en el doble sentido de aislar y clasificar) a la gente: la mascarilla hace que sea muy difícil hablar, oculta la mitad de la cara o más y alimenta así la idea de que somos peligrosos los unos para los otros, dejando señalado como «egoísta» (y quién sabe qué más) a quien no se somete, de forma que los obedientes puedan volverse contra él. La agresividad, los malos modos y la intimidación contra quienes se resisten más o menos a llevar la mascarilla, y el desprecio absoluto por las razones que puedan asistirles, están ya a la orden del día.
…¿para qué sirve entonces la mascarilla obligatoria?
Pues bien, contra una norma tan estúpida y tan dañina, o sea, tan irracional, cabe desobedecer, o al menos no obedecer más de lo que manda la propia ley. Digan lo que digan policías, vigilantes, empleados de comercios y servicios públicos y nuestros propios vecinos, por ahora la mascarilla sólo es obligatoria por ley cuando no se puede guardar la distancia de seguridad de metro y medio, lo mismo en sitios cerrados que abiertos, y en los transportes públicos. Y están exentos de ella los niños de menos de seis años; quienes hagan deporte al aire libre; personas en supuestos de fuerza mayor o situación de necesidad; quienes tengan algún problema de salud que les impida llevarla; quienes estén haciendo cosas incompatibles con el uso de mascarilla. Así que quienes coman pipas en el tren, quienes se besen en los autobuses, quienes se suenen los mocos o fumen o beban o lo que sea donde sea han de estar exentos.
Claro que las principales actividades incompatibles con el uso de las mascarillas son hablar y respirar. Exentos están también quienes tengan, por ejemplo, algo de asma o les dé ansiedad llevarla, y esto último da la impresión de que nos pasa más o menos a todos. Como las autoridades tienen la manía de no creer a la gente y la cosa se ha puesto tan violenta, hay quien prefiere que un médico le certifique por escrito esta incompatibilidad suya con las mascarillas. Otros prefieren obedecer de manera paródica o exagerada y pintarse en la mascarilla lemas como «Yo obedezco», o el dibujito que ilustra este panfleto, o se ponen un bozal encima de la mascarilla, o salen a la calle con una escafandra o con un burka… Otros desobedecen sin más y no se la ponen nunca, o no se la ponen hasta que no les obligan. Las ocurrencias de la inteligencia no sometida no tienen fin.
Coda
Porque la salud no puede ser obligatoria. Porque no tiene sentido perder la vida para salvarla. Porque lo que nos están obligando a sacrificar no son nimiedades o lujos prescindibles, sino la vida misma…CONTRA LA MASCARILLA OBLIGATORIA. ¿POR QUÉ NO DAMOS LA CARA?
…Grande, muy grandes. Ante tanta demente credulidad, creyendo una cosa y la contraria, creyendo que hay en el aire un bicho tan mortal tan mortal, que con una mascarilla de tela de los chinos y con un desinfectante marca ya están inmunizados de tan mal bicho. Y hasta se creen que en el coche se tienen que poner bozal para protegerse y cuando llegan a la cafetería o el restaurante, se activa un aura divina de protección que les hace ser inmunes mientras jalan y no paran de reírse con las familias, amigos o compañeros de trabajo. Y al salir del restaurante, de repente, se desactiva el aura divina y ya se tienen que poner de nuevo el bozal. Tiempos difíciles, demasiado teleabducido. Espero, al menos, que hayan disfrutado con los chavales de El Salmón. En fin.
Autor
- Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.
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