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Escribió Edward Bulwer-Lytton que “la pluma es más fuerte que la espada” (The pen is mightier than the sword). Y no mentía: las guerras de propaganda son más prolongadas y más definitorias, a la larga, que las que se deciden “a sangre y fuego”, como han sabido siempre los anglosajones. La innegable Leyenda Negra que llevamos cientos de años padeciendo es una buena prueba de ello. Quizás esa es la clave: que los grandes intelectuales alemanes, franceses o ingleses, nuestros más tenaces enemigos históricos, han llenado sus cartillas con las posaderas bien asentadas frente a un escritorio de roble macizo. No ocurre así en la historia de España, cuyos grandes autores han sido la pluma pero también la espada del pueblo, y han escrito algunas de las más excelsas páginas concebidas por el hombre entre fragores bélicos. El último nombre que debemos incluir en esa gloriosa nómina es el de Lope de Vega, combatiente en la Armada Invencible, tal y como ha descubierto Geoffrey Parker y divulgado Jesús García Calero esta semana.

Nuestra literatura nace oficialmente con la historia de un guerrero, el Cid Campeador, que, a diferencia de su homólogo francés Rolando, no es de linaje real porque es tan vasallo como aquellos que recibían su historia de labios de un juglar, y por ello lucha por redimir su apellido. Don Juan Manuel, autor de El Conde Lucanor, era un noble y un militar. Lo mismo se puede decir de Jorge Manrique, soldado a semejanza de su padre, a cuya muerte le brindó sus inmarcesibles Coplas. Según Ferlosio, quien –este sí–, a diferencia de su padre era poco sospechoso de patriota, la más alta prosa española de todos los tiempos, la que mejor emplea el recurso de la hipotaxis —el opuesto a la parataxis azoriniana—, es la utilizada en las Crónicas de la conquista de América por Bernal Díaz del Castillo.

A Garcilaso, primer poeta moderno español, le mataron de una fatal pedrada mientras expugnaba una fortaleza; Calderón luchó con bravura en los tercios; Cervantes combatió con honor en Lepanto y puso en la boca de Don Quijote el mejor discurso sobre “las armas y las letras” que se haya concebido; Quevedo escribió sobre su experiencia de soldado: “Cuánto es más eficaz mandar con el ejemplo que con mandato”; Lope, como se ha dicho, luchó en La Invencible; y encontramos a otros muchos integrantes (Ignacio de Loyola; Diego Hurtado de Mendoza; Alonso de Ercilla; Francisco de Aldana; José Cadalso; o el propio Rafael Sánchez Mazas), hasta llegar al siglo XX, donde todavía hay valerosos ejemplos de escritores-soldados, o de soldados-escritores, como lo fue el falangista Rafael García Serrano, que padeció amargas heridas a consecuencia de su participación en una de las más cruentas contiendas de nuestra guerra, la batalla de Teruel, y por las que penó una larga convalecencia, como relata él mismo en sus excelentes memorias La gran esperanza.

De estar vivos hoy nuestros grandes escritores no perdonarían la felonía del Gobierno de España al indultar a los mayores enemigos de la Patria; y no solo se levantarían en armas sin dudarlo un momento, sino que también lucharían desde la literatura. Nuestros “intelectuales” contemporáneos, por contra, son más dados a firmar manifiestos con un gin tonic en la mano, alertando del “regreso del fascismo”, que a denunciar el intento institucional por fragmentar España. Ser español no es solo una contingente circunstancia administrativa, como ellos creen; es un auténtico modus vivendi, como bien escribiera Miguel de Unamuno: “Pues sí: soy español de nacimiento, de educación, de cuerpo y espíritu, de lengua y hasta de profesión y de oficio…”. Los escritorzuelos subvencionados y bien financiados no saben escribir en un español decente, y es normal que no se sientan españoles ni, por lo tanto, aludidos a la hora de conservar España. La mayor lección que podemos aprender de nuestros escritores clásicos es que la defensa de España debe darse por las armas, llegada la ocasión. La tradición que nos lo ha dado todo sin exigir nada a cambio requiere ahora de nosotros para que seamos su adarve. Y no podemos traicionarla.

Autor

Guillermo Mas Arellano