07/06/2025 00:19

Es práctica habitual en todas las empresas llevar a cabo un informe que valore los efectos conseguidos tras la implantación de una medida o estrategia empresarial. Se trata de evaluar qué repercusión ha tenido la medida que se aplicó, estimando sus beneficios o pérdidas. También esto se hace en el ámbito de la medicina, en diferentes sectores pero sobre todo es preceptivo hacerlo a la hora de estudiar la eficacia, la eficiencia y la efectividad (términos que a menudo se confunden) de los tratamientos farmacológicos que se aplican. Y, aparte de estos conceptos, la farmacovigilancia que se establece ante la introducción de nuevos medicamentos acostumbra a exponer la seguridad de ese producto a partir de los cinco años de su aplicación.

En enero de 2021 comenzaron a aplicarse a los españoles de forma generalizada e indiscriminada las llamadas vacunas contra el COVID, la epidemia que en diferentes olas y desde 2020 había sido el protagonista indiscutible de los medios de comunicación y de la práctica totalidad de los asuntos médicos. Con arreglo a lo que suele hacer la farmacovigilancia, en enero de 2026 deberían ofrecerse datos a la población española sobre la seguridad de estos productos. De su necesidad o de su eficacia ya hemos comentado en otros artículos, conferencias, entrevistas y vídeos y lo resumo en cuatro palabras: nula necesidad, ínfima eficacia. ¿Y qué hay acerca de la seguridad? ¿Aguardamos a 2026 o ya tenemos datos preliminares?

Vaya por delante que las autoridades sanitarias no tienen demasiado interés en ofrecer cifras en sus portales oficiales, como voy a exponer. Y, junto a esto, la dificultad de filiar la relación causal de un efecto secundario, sobre todo cuando ese efecto aparece diferido en el tiempo respecto al momento de la administración del producto. Hay empeño, sí, en callar. Aquel intento de transparencia que se dio a comienzos de 2023 a instancias de Liberum, llevó al Ministerio a conceder que se habían producido 199 fallecidos por las vacunas COVID por 14 lotes de vacunas de Pfizer. Estamos hablando de un reconocimiento oficial de 200 fallecidos en una campaña de vacunación injustificada (empleo adrede este calificativo) en los primeros dos años de administración de esos productos. El Ministerio de Sanidad, en su 19º Informe de Farmacovigilancia sobre Vacunas COVID-19, asegura que «sólo ha habido 500 fallecimientos y 14.003 efectos adversos graves en un total de 469 lotes». Le costará a usted encontrar un informe más actualizado dos años después: no hay informe 20, ni 21… No lo sacan porque la progresión a partir de lo que ahí se mostraba es desoladora. Este año será difícil poder bajar la cifra de 30.000 fallecidos por causa directa de las vacunas COVID, cuando en la historia de todas las vacunas anteriores al COVID en España no ha habido en su conjunto más de tres docenas de fallecidos.

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Al margen de la mortalidad directa por estos productos, mucho más impactante es su repercusión en el ámbito de la salud. Los titulares de prensa sobre el incremento de la patología tumoral hablan que se han multiplicado por 3 o por 5 tumores de páncreas, hematológicos, cerebrales,… y acontecen en edades más precoces y de manera más agresiva. Las unidades de ictus han triplicado en algunos hospitales el número de casos. Los problemas cardiológicos derivados de miocarditis, arritmias o infartos han disparado el consumo de medicamentos anticoagulantes. Nos desbordan pacientes con daños vinculados a la regulación vegetativa, tono vascular, reflejos, control de iones, cansancio, dificultad de concentración, distensión abdominal, flatulencia y diarrea. Y para explicar que las infecciones son cada vez más difíciles de tratar y que no responden a antibióticos, hemos llenado los titulares con alertas sobre gérmenes más agresivos y resistentes o los efectos del cambio climático, en lugar de admitir que la acción de estos pinchazos innecesarios ha deteriorado la eficacia de nuestro sistema inmunológico, hasta el punto de que algunos colegas han hablado de una especie de SIDA.

Porque aunque las autoridades sean reticentes a mostrar los datos reales, aunque quieran ocultarlos o maquillarlos derivando la responsabilidad a agentes espurios, es cada vez más patente que nos hemos cargado el sistema inmunológico y estamos ante unas nuevas formas de enfermar que no habíamos visto nunca. Esto es lo que se comenta en la calle por parte de los usuarios de la medicina, que a los médicos se les ve perdidos, que cada vez saben menos y resuelven peor. Y también, es lo que se comenta entre bastidores en los congresos médicos de las diferentes especialidades y que muy pocos se atreven a denunciar públicamente: las vacunas COVID han sido un experimento global absolutamente contraproducente y nocivo para la salud de las personas. En esto cada vez más médicos asistenciales estamos de acuerdo, es el comentario de los pasillos. Y, sin embargo, ¿por qué no lo decimos públicamente de manera abierta? Pues porque tras ese reconocimiento podría venir el señalamiento de los médicos como responsables del daño a los pacientes. ¿Cómo ahora sí que hablas y antes no? Se hace duro admitir tanta culpa, aunque uno se muestre ante sus pacientes también como víctima del engaño. Por eso se comprende, (y no con ello estoy de acuerdo) que se prefiera correr un tupido velo intentado que, con la actitud continuista y el silencio, el tiempo diluya la responsabilidad.

Las autoridades no sacarán datos porque no pueden justificar tanta inoperancia sin incurrir en dolo. Pero la gente tiene familia y amigos alrededor. Pide explicaciones y no le vale que el médico se encoja de hombros. Los clichés de «es que es lo que había que hacer», «es que si no hubiera sido peor», «es que las vacunas salvaron muchas vidas», «pero ¿qué otra cosa se podía haber hecho», se han ido pudriendo en la boca de los que los repetían, como las necias indicaciones de vacunar por caridad.

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No represento a nadie, no hablo por boca de ningún colectivo. Lo que aquí digo y sostengo lo hago a título personal y aguardo impaciente que quien se sienta aludido me llame al orden públicamente. Y sé que, a pesar de que el colectivo sanitario no estuvo a la altura de lo que se debía esperar de él, hay muchos compañeros que desde el silencio han sabido mantener su posición sin permitir injerencias ni presiones de políticos, gerentes, periodistas, colegios profesionales que han actuado totalmente desde la ignorancia y en contra de la lex artix ad hoc en esta cuestión. Los datos de salud recogidos en diferentes colectivos, recientemente en personal de las fuerzas armadas, son tremendamente elocuentes. Ahora resulta que nadie obligó, que eso de pincharse era voluntario. ¡Cuánta vileza y cobardía ha aflorado en los últimos cuatro años por el miedo! Y ¡cuántas ocasiones de recuperar la autoridad hemos de aprovechar a partir de ahora! Porque hay gente en la sanidad, que en lugar de arredrarse por el abandono del paciente o el presente sombrío de la salud social, está buscando -¡y encontrando, eureka!- remedios para hacer frente a los numerosos efectos secundarios (pasan ya de 200 los reconocidos por las compañías farmacéuticas) que estos productos han traído a nuestra sociedad, castigada por su administración, dije injustificada y reitero: injustificada. La sociedad del futuro, por la que luchamos, requiere ciudadanos que sean capaces de reconocer su culpa y, sin quedar anclados en ella, la rediman trabajando por restablecer la salud de las personas y de la sociedad.

Autor

Doctor Luis M. Benito
Doctor Luis M. Benito
Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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Hakenkreuz

Como afirmaba santa Teresa de Calcuta, una vez admitido el aborto, ya no hay freno a la maldad en el mundo.
Además, en plena pandemia, no se les ocurre otra cosa que, en medio de un diluvio universal de mentiras, criminales, como toda mentira, aún impunes hasta que Dios las juzgue, aprueban la eutanasia. Las puertas del infierno bien abiertas. Luego aumenta la desconfianza con respecto a la «sanidad», como no puede ser de otra manera.

Mintieron criminalmente los gobiernos en pleno empezando por el de la macro genocida comunista China, origen de la peste (como aquel país africano fue origen del ébola, este sí cristianamente contenido) y fuente de propagación, y los gobiernos de todo el mundo, incluido el de USA y la UE. Mintieron la ONU, la OMS y los gobernantes de todos los organismos internacionales. Mintieron la práctica totalidad de los «medios de comunicación», auténticos voceros de la mentira demoníaca. Mintieron las rentabilísimas multinacionales farmacéuticas, pero también las universidades y multitud de comités de expertos. Mintieron hasta los jefes de cuerpos de policía y de ejército. Mintieron incontables funcionarios y empresarios. Mintieron sindicalistas, intimidando criminalmente a los trabajadores a inyectarse. Mintieron «científicos» a sueldo de la mentira. Mintieron médicos, prestigiosos investigadores y médicos de familia sin recetas ni ninguna otra prevención, mintieron los hechiceros pues no merecen otro nombre, mintieron y mienten «estudios» «prestigiosos» y siguen mintiendo a sueldo como se miente en el infierno, patria del padre de la mentira y sus mentirosos hijos. Mintieron los proveedores de material sanitario (test, pruebas PCR, «vacunas», mascarillas, etc.), mintieron millones de políticos y sus adláteres (haciendo negocio macro corrupto sobre millones de muertos y afectados por virus y por vacunas o por ambos, que una cosa mala no deja en buena la otra, como por desgracia unos y otros se empeñan en mentir y seducir con sus mentiras), mintieron jueces, fiscales, abogados y siguen mintiendo y eludiendo la responsabilidad o difuminándola o no afrontándola. Mintieron a conveniencia, y tendrán que pagar con ello. Y ni la muerte será pago por los crímenes irreparables si perseveran en mentir sin arrepentimiento y durísima penitencia.

Ante tanta mentira, lo que queda es buscar la razón por la cual se mintió y se sigue mintiendo.

Se miente porque en China hay muchos intereses económicos, muchas industrias de las que pende el consumo mundial de bienes, a diferencia de los que hay en todos los países de África occidental, como aquel en el que surgió el ébola.

Se miente porque si a China se la hubiese bloqueado internacionalmente, impidiendo el tránsito de personas entre China y el resto del mundo, con controles en aeropuertos, puertos, carreteras, aduanas, etc., con hospitales de campaña en los mismos, para parar la peste roja y contenerla en el infierno que la provocó, la economía mundial se hubiese arruinado. Se comerció, por lo tanto, entregando millones de vidas a cambio de mantener la economía mundial, especialmente la occidental. Por eso no se contuvo la pandemia del covid chino como previamente se hizo con la del ébola africano.

Como consecuencia de ello se vertió un diluvio de mentiras a la población en los prostituidos hasta lo vomitivo «medios de comunicación» cometiendo el homicidio encubierto de masas a la sentencia falsa de que «no moriría más que una o dos personas como mucho», como dijo aquel «experto» hechicero en España, asesorado por muchos «científicos», aunque hoy se niegue con mentira la existencia de comités de «expertos» (como si esos expertos quisieran dar la cara tras ser responsables de la muerte de millones de personas por no contener la peste).

Al propagarse la peste roja del covid, de repente se disparan los casos y las muertes. Las funerarias no dan abasto ante el inesperado repunte en las muertes. Los gobiernos se asustan y cometen el segundo delito de masas de encarcelar a la población en sus casas, prohibiéndoles incluso enterrar a sus víctimas mortales, se entiende que para evitar revueltas violentas contra los gobiernos por las muertes y un reguero de sangre en cada nación que recluyó a su población. Fue movilizado incluso el ejército para intimidar cualquier intentona de linchar a los gobernantes y sus adláteres por parte de una población crecientemente iracunda y nerviosa, además de herida y mortalmente afectada por la muerte de los suyos. Se impuso una criminal dictadura policial implacable. Se penalizó a gente por salir sin mascarilla, con la excepción de los políticos y adláteres, que siguieron con sus orgías y chanchullos demoníacos. Se despidió al que no se vacunara o llevase la mascarilla. Se lanzó la consigna de «hacer la vida imposible» al que no se inyectara (¡qué se inyectaría!, para que la gente se haya vuelto tan mansa o pusilánime, olvidadiza y carente de alma). Se prohibió entrar en establecimientos y trabajo sin mascarilla. Se paralizó la actividad económica en incontables sectores económicos, un impacto demoledor, consecuencia de lo cual, muchos mercaderes, sin importarles nada las muertes por covid, clamaban al cielo negando la existencia de una pandemia con sus argumentos de las más «prestigiosas» universidades y de los más «prestigiosos» estudios a los que dieron en llamar «conspiracionistas» o «negacionistas». Surgieron los afirmacionistas y los negacionistas, intercambiándose entre ellos. Unos gritaban al principio «coronavirus, oé, coronavirus, oé», claro que no les mató a ellos o a los suyos (si es que tienen algún otro), otros clamaban al cielo por la ruina de su negocio con la reclusión negando la pandemia, pues tampoco a ellos les había matado reventándole los pulmones. Y los hubo que oscilaron como veletas entre una y otra posición, como por ejemplo Donald Trump, a saber por qué intereses, que no por salud de los que murieron. Eso es lo curioso, que el covid afectó a unos de una manera y a otros de otra no tan mortal (todo ello antes de las inyecciones), lo que hace pensar si esa peste fue creada en un «laboratorio» de la hechicería chapucera comunista china de Wuhan y, por su torpeza o incompetencia, expandido matando primero a su gente y luego al resto de habitantes del mundo, eso sí, un virus selectivo que afecta, como toda arma bacteriológica, a personas con determinados caracteres genéticos, luego puede ser un intento selectivo de exterminio originado por la macro corrupción de vender muestras de sangre y de tejidos a esos «laboratorios» chinos a cambio de financiación para los sistemas sanitarios públicos occidentales, todo ello sin el consentimiento de los pacientes a los que todo se le oculta, como se vio en la propia pandemia.
A todo esto, no se pudo salvar la economía mundial por mucho sacrificio que se ofreciese al ídolo industrial chino y a los intereses económicos allí implantados, que esa y no otra fue la razón de la expansión de la peste. Primero es la economía, luego las vidas, de los ricos y poderosos, claro está. La de los pobres no cuenta más que para experimentar un virus de exterminio selectivo. De Dios es la venganza y la justicia. De otros no cabe esperarla salvo que se sea un enfermo mental profundo e irremisible o un perfecto malvado.

¿Todos los países recluyeron a su población? No. Hubo naciones que no necesitaron recluir a sus poblaciones, pues su colonia china es exigua. Suecia fue uno de esos países que no recluyó a su población, pues fuera de Estocolmo, en el que debe haber tres o cuatro chinos de todo a cien, en Laponia, la colonia china no guarda relación ninguna con la que hay en los polígonos industriales del sur de Madrid, cuyo aeropuerto fue la entrada sin traba del ariete rojo exterminador. De hecho, en Europa, solo Italia y España tienen grandes comunidades de chinos, luego fueron los que más muertos padecieron. Por ello, estas dos naciones fueron foco de infección para las demás en Europa, cuyos ciudadanos vienen a ellas de vacaciones, descanso o negocios. El impacto también fue mayor en USA, Australia y otras naciones con gran presencia de chinos. En Bielorrusia, como todo el mundo debería sospechar, debe haber unos chinos que están de maniobras con el ejército post soviético allí, nada más. Por eso los bielorrusos no necesitaron el encarcelamiento que hubo en España, finalmente estéril, pues ya se había propagado desde antes de marzo.

Luego vinieron las inoculaciones, las inyecciones a las que como borregos acudieron un porcentaje de población enorme. De hecho, se llegó a amenazar con despidos y con «hacer la vida imposible» al que no se inyectase voluntariamente, al que no se pusiese ese sello inoculado. Parece que la gente cogió miedo a ser asesinado por China y por todos los poderosos de la tierra y se encomendó a los mentirosos, que no a Dios, que es el mejor doctor y que todo lo puede curar. El miedo a la muerte es señal de falta total de fe, de apostasía, de no creencia, de nula fidelidad en Cristo, de ateísmo y de pérdida total de esperanza. Si no se cree en cielo e infierno, ¿cómo no se va a temer morir, si se piensa que esto es lo único que «hay»?. El caso gravísimo, extremadísimamente grave es que la población creyó en quien le mentía, como Eva y Adán creyeron en el Mentiroso, en lugar de confiar en Dios, Infinita Bondad y Misericordia, que todo lo puede y en quien hay que poner la confianza cuando todo es un diluvio de mentiras. La insensatez generalizada fue aclamadora en todas las naciones y continentes. El caso es que se confió en los mentirosos. Y luego claro, se denuncia a los promotores de las inyecciones (curiosamente no a China, que es la primera y máxima culpable, luego se sigue defendiendo a ultranza el interés económico. A tal grado de degradación ha llegado la humanidad) por sus efectos secundarios y ahora oímos decir al filósofo catalán ministro de sanidad español de entonces que: «las vacunas eran voluntarias. No era necesario vacunarse», eludiendo toda responsabilidad gubernamental en le inyección, que para muchos ha resultado o resultará fatal en todo tipo de cánceres, ictus, destrozo de sistema inmunitario, etc. Se confió en el demonio y, ahora, el demonio no asume responsabilidad alguna y se ríe de la desgracia ajena a mandíbula partida de todos los que confiaron en la mentira.

Petete

COVID fue un plan mundial para reduccir población y tomar el pulso a la granja humana en la que vivimos ,no había ningún virus mortal ,no había ninguna nueva enfermedad, detrás de todo esto solo había muchos cómplices y muchos ingenuos que se tragaron este circo,los virus no son patógenos, el patógeno es el ser humano, si le tienes miedo a los virus no vayas nunca a la playa pues en el mar hay millones de virus

Hakenkreuz

Siguiendo con lo acaecido con el permiso, si lo dan, del medio ntvespana.com y del articulista, el dr. Luís M. Benito:

Queda bien claro, por encima de todo, que en este mundo que nos ha tocado vivir, es un imperio de la mentira. Para todo aquel que tenga la mínima sensibilidad ante las mentiras y que quiera vivir en verdadera libertad, que lea y medite bien el impecable y magistral enfrentamiento que Jesucristo Nuestro Señor sostiene con los judíos no conversos (políticos) de su tiempo según el capítulo 8 del evangelio del Apóstol amado San Juan, concretamente Jn 8, 31-59. Si los evangelios no mueven a la conversión de los corazones (y a la transformación del mundo), piérdase toda esperanza como los condenados al infierno, porque el alma ya habrá muerto. No hay otra verdad, no se busque.

Aplicación: no puede uno fiarse en esta vida de quien le miente, por muy convincentes que sean sus argumentos, por muy seductor que sea, por muy benevolente que aparezca, por muy «educado», «cortés» y por muy buenas formas que exponga. Téngase en cuenta que el infierno es libre en cuanto a la elección de cada cual. Nadie va al infierno obligado, sino por propia voluntad, al rechazar a Dios, que es Infinita Bondad y que se sacrificó por salvar a toda la humanidad.
Mejor siempre contrastar cada palabra, cada acción, cada omisión, cada teoría «científica» o no «científica», cada mensaje, cada discurso, cada filosofía, a la Luz inapelable de la Palabra de Dios. Y a la más mínima transgresión: descarte implacable. Con la mentira, como con todo pecado: ruptura total. Más vale morir que despreciar a Nuestro Señor y sus santísimos y adorables mandamientos.

Si nos mienten de continuo, sean políticos, sean presidentes de gobierno, de república, reyes, príncipes, burócratas, funcionarios, jueces, abogados, empresarios, sindicalistas, mercaderes, profesionales diversos, etc., repito, si nos mienten, que salten todas las alarmas, pues podríamos vernos en las de Eva y Adán, solo que esta vez ya no hay excusa ni justificación alguna. No se puede trasgredir con la mentira venga de donde venga, ni siquiera de nuestros amados parientes, pues del demonio es capaz de engañar incluso a los mismos elegidos (Mt 24, 24). De esto los católicos deberíamos estar bien prevenidos y vigilantes, pues mírese ahora cuanta «adulación» interesada y electoral por parte de los siervos de satanás de todo el mundo despierta el papa recientemente difunto, ávidos de manipular la Palabra de Dios en beneficio propio y arrastrar a la perdición a incontables almas católicas, tan distinta reacción a la que sufrieron tantos y tantos mártires a lo largo de toda la historia desde el mismo Señor crucificado, objeto de desprecio por parte incluso de los que apostataron de seguirle. Cuidado con dejarse engañar en estos momentos tan difíciles para todo el que ame de verdad a Dios, mucho cuidado. El Señor siempre nos advirtió que al árbol se le conoce por sus frutos (Mt 7, 15-20). Apliquémoslo en nuestras vidas cueste lo que cueste (mejor el martirio que el infierno).

Digo todo esto porque, desgraciadamente, en este mundo impera el materialismo (dialéctico o experimental, de izquierdas o de derechas, democrático liberal o democrático popular). La mayoría de la humanidad, henchida de bienestar material creciente como la codicia insaciable, que ya no pasa hambre ni necesidad como nuestros antepasados, que ya no conoce pues la humildad y la santa pobreza (que es renuncia ante todo), que ha aprendido a leer y escribir, que ha ido en masa a la universidad, lejos de dar gracias al Artífice de todo bien, Dios Nuestro Señor, se ha vuelto muy soberbia, muy endiosada, muy ególatra y narcisista, muy celosa de su propia fama, reputación, visibilidad, engreimiento, vanidad, muy celosa de sus privilegios, incluso sobre el bien de todos los demás, que no dudan en pisotear, hasta el punto que exigen no sufrir cruz alguna (las espinas y abrojos no deben ser sufridos porque lo valemos y tenemos «derecho» a no padecer según el orden material ateo imperante). Los estados se han convertido en los pétreos y deshumanizados provisores politizados y burocratizados sustituyendo a Dios y a la santísima caridad insensatamente. Los políticos han sustituido a sus oponentes, los santos, en el poder, que ya no se ejerce según la Autoridad, siempre venida de Dios y conforme a su Santísima Voluntad. Hoy lo que se promueve es la voluntad subjetiva y caprichosa de cada cual, frente a la de Dios mismo. El afirmarse a sí mismo y rechazar el negarse a sí mismo, como Cristo en el Huerto de los olivos. Y los corazones se corrompen con tanta mentira y engaño, sin excluir los de aquellos que deberían ser santos pastores y no políticos asalariados.

En un mundo así, no sorprende que el vacío que Dios ha dejado en incontables almas, se trate de llenar con lo material sin poder eludir lo efímero de esta vida (además de lo incierto del tiempo que nos queda por vivir o transitar por este mundo), el hecho de que no hay médicos, por muy prestigiosos y bien pagados que sean, que eviten la muerte, la llamada de Dios mismo al alma a su presencia para rendir cuentas, para ser juzgada con arreglo a sus obras y proceder. Nadie puede eludir la muerte. Pero la actitud ante la muerte, ante la hermana muerte, como diría san Francisco de Asís, sí varía de unos hombres y mujeres a otros. Varía en extremo.
El que no cree en Dios ni en la vida eterna (o, al menos, así lo dice en público o a los demás, váyase uno a saber por qué lo dice realmente), vive y actúa como si la muerte fuese el final de todo, por ello su vida queda condicionada y limitada a los estrechos márgenes materiales. Y eso es un condicionante tan perverso para ellos y los demás que no hace falta ni explicar las consecuencias que acarrea. Como decía Unamuno, si no hay vida tras la muerte, si no hay premio eterno por la caridad y castigo eterno por la maldad, hagamos de esta vida un infierno. Estas personas de conducta atea, cegados por su soberbia, viven aterrorizados ante la idea de que morirán sin remedio alguno algún día. Su reacción es evitar hablar o pensar en la muerte, no digamos ya de Dios y sus santos y santas de todos los tiempos (todos católicos, por cierto, nada de herejes) y tratar de «drogarse» con cualquier ídolo (dinero, poder, placeres, prestigio profesional o social, etc.), que no dudan en perseguir incluso atropellando a todo el que se le interponga en una carrera de desesperación creciente (como si el diablo los apremiase a ello), pero sus intentos son vanos, su desesperación creciente y su soberbia les impide retomar el recto Camino de la contrición que prepara para una vida auténtica, la que nos mostró el Señor, de felicidad auténtica e imperecedera. El tiempo del ateo se agota inútil y vanamente porque se obstinan en desconfiar de Dios, precisamente en quien todo el mundo debería poner su confianza en exclusiva. Y prefieren confiar en su «raciocinio», bastante enfermo al carecer de la gracia de Dios por propia voluntad (son como pollos sin cabeza obstinados en seguir siéndolo, en lugar de hacer acopio de humildad para recurrir a quien les puede ayudar, el Señor que no se cansa de esperarles), no digamos ya limitado (el hombre más sabio del mundo tuvo una mente como un vaso de agua frente al dedal de los demás, pero la sabiduría es como el agua cristalina y pura de un océano infinito en extensión y profundidad, de ahí lo insensato de procurar creerse sabio cuando lo único que sabemos cierto nos ha sido revelado por el mismo Dios encarnado, nada más). Estas personas de conducta atea, confían en la política que les conviene a ellos (como a Eva le convino el seductor mensaje del demonio), por eso la política es seductora como las más sutiles de las serpientes. Confían también en la «ciencia» (médica, física, química, biológica, etc.), que va dando tumbos entre error y error y produce tantos males (o más) que bienes para la humanidad, aparte de vanidad y engreimiento vano en sus «científicos», que poco aportan sin la luz que Dios les ha dado, es decir, sin la inteligencia y la ciencia, que son dones del Espíritu Santo, que no de los laboratorios y universidades, como vana y neciamente creen con gran desprecio y desagradecimiento a su Benefactor. Confían también en la economía, en los mercados, en las bolsas, en los negocios y en la libertad económica, a la que atribuyen la prosperidad (como si Dios no tuviese nada que ver en ella para todo pueblo y civilización) y la «creación de riqueza» (es decir, algo así como que el universo, el mundo con toda su fauna, vegetales y las mismas personas, con todos sus minerales y riquezas naturales, no fueron creados por Dios creador, sino por la actividad de empresarios o de trabajadores, ole la soberbia crecida). Confían en los medios de comunicación, en los jueces (por eso interponen tantos recursos y se jactan de ello para que la población les adule cual fariseos preocupados por «causas justas»), etc.
Confían en todos los ídolos, incluida la democracia o estado social y democrático de derecho, pero desconfían cerrilmente de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En definitiva, confían en la mentira, en el engaño, en la manipulación y en la hipocresía farisea, pero desconfían totalmente de la Verdad que es el Señor y nadie más. Y lo que es peor, que aunque saben a ciencia cierta que les mienten, les manipulan, les engañan y que son hipócritas, aún así, siguen obstinadamente confiando en ellos una y otra y otra y otra vez del modo más insensatamente perseverante, es decir, perseveran cerrilmente en la mentira.

Esa es la cuestión. Así, no es de extrañar el comportamiento totalmente anómalo de la población de las distintas naciones ante la hecatombe, no de la pandemia en sí (cuyas víctimas mortales, que no se pueden despreciar, sí han sido considerables, aunque estén por debajo del 1 por mil. Han sido millones y aunque no les haya tocado a las familias de muchos, no deberían despreciar el dolor de aquellos a los que sí les ha tocado de modo totalmente insensible y ególatra) ni de las inoculaciones, sino ante el diluvio universal de mentiras que se viene padeciendo y que se tolera como algo «normal», incluso se apoya y se persevera en seguir y apoyar. Eso es lo totalmente anómalo, lo que hace pensar que las puertas del infierno ya están aquí, que esto es el bautismo real de fuego (no esas apocalípticas desgracias que muchos sectarios se imaginan. El combate es espiritual, no a base de bombas nucleares o armas biológicas). Y el único al que podemos apelar en busca de ayuda es al mismo Señor Jesucristo, no a políticos o hechiceros de cualquier tipo, que lo único que hacen es mentir, como su padre, el demonio.

Alvar

El fin, desde el principio, fue inyectar a la gente con la ponzoña mágica.
Todo lo prohibieron, todo lo censuraron, porque todo tenía que ser negro y al final la luz, la «vacuna» salvadora. La única puerta de salida.
Jamás se violaron tantos derechos por conseguir un fin.
La gente no piensa, no relaciona las cosas porque nos han acostumbrado a darnos pienso intelectual; abrimos la boca y nos echan el pienso, encendemos la tele y nos meten el pienso intelectual, venenoso.
Los mismos genocidas abortistas y defensores de la reducción poblacional se travistieron en salvadores de la humanidad y caritativos consejeros preocupadísimos por nuestra salud y nuestra salvación terrenal.
Todo mentira.

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