22/04/2025 10:51

Es práctica habitual en todas las empresas llevar a cabo un informe que valore los efectos conseguidos tras la implantación de una medida o estrategia empresarial. Se trata de evaluar qué repercusión ha tenido la medida que se aplicó, estimando sus beneficios o pérdidas. También esto se hace en el ámbito de la medicina, en diferentes sectores pero sobre todo es preceptivo hacerlo a la hora de estudiar la eficacia, la eficiencia y la efectividad (términos que a menudo se confunden) de los tratamientos farmacológicos que se aplican. Y, aparte de estos conceptos, la farmacovigilancia que se establece ante la introducción de nuevos medicamentos acostumbra a exponer la seguridad de ese producto a partir de los cinco años de su aplicación.

En enero de 2021 comenzaron a aplicarse a los españoles de forma generalizada e indiscriminada las llamadas vacunas contra el COVID, la epidemia que en diferentes olas y desde 2020 había sido el protagonista indiscutible de los medios de comunicación y de la práctica totalidad de los asuntos médicos. Con arreglo a lo que suele hacer la farmacovigilancia, en enero de 2026 deberían ofrecerse datos a la población española sobre la seguridad de estos productos. De su necesidad o de su eficacia ya hemos comentado en otros artículos, conferencias, entrevistas y vídeos y lo resumo en cuatro palabras: nula necesidad, ínfima eficacia. ¿Y qué hay acerca de la seguridad? ¿Aguardamos a 2026 o ya tenemos datos preliminares?

Vaya por delante que las autoridades sanitarias no tienen demasiado interés en ofrecer cifras en sus portales oficiales, como voy a exponer. Y, junto a esto, la dificultad de filiar la relación causal de un efecto secundario, sobre todo cuando ese efecto aparece diferido en el tiempo respecto al momento de la administración del producto. Hay empeño, sí, en callar. Aquel intento de transparencia que se dio a comienzos de 2023 a instancias de Liberum, llevó al Ministerio a conceder que se habían producido 199 fallecidos por las vacunas COVID por 14 lotes de vacunas de Pfizer. Estamos hablando de un reconocimiento oficial de 200 fallecidos en una campaña de vacunación injustificada (empleo adrede este calificativo) en los primeros dos años de administración de esos productos. El Ministerio de Sanidad, en su 19º Informe de Farmacovigilancia sobre Vacunas COVID-19, asegura que «sólo ha habido 500 fallecimientos y 14.003 efectos adversos graves en un total de 469 lotes». Le costará a usted encontrar un informe más actualizado dos años después: no hay informe 20, ni 21… No lo sacan porque la progresión a partir de lo que ahí se mostraba es desoladora. Este año será difícil poder bajar la cifra de 30.000 fallecidos por causa directa de las vacunas COVID, cuando en la historia de todas las vacunas anteriores al COVID en España no ha habido en su conjunto más de tres docenas de fallecidos.

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Al margen de la mortalidad directa por estos productos, mucho más impactante es su repercusión en el ámbito de la salud. Los titulares de prensa sobre el incremento de la patología tumoral hablan que se han multiplicado por 3 o por 5 tumores de páncreas, hematológicos, cerebrales,… y acontecen en edades más precoces y de manera más agresiva. Las unidades de ictus han triplicado en algunos hospitales el número de casos. Los problemas cardiológicos derivados de miocarditis, arritmias o infartos han disparado el consumo de medicamentos anticoagulantes. Nos desbordan pacientes con daños vinculados a la regulación vegetativa, tono vascular, reflejos, control de iones, cansancio, dificultad de concentración, distensión abdominal, flatulencia y diarrea. Y para explicar que las infecciones son cada vez más difíciles de tratar y que no responden a antibióticos, hemos llenado los titulares con alertas sobre gérmenes más agresivos y resistentes o los efectos del cambio climático, en lugar de admitir que la acción de estos pinchazos innecesarios ha deteriorado la eficacia de nuestro sistema inmunológico, hasta el punto de que algunos colegas han hablado de una especie de SIDA.

Porque aunque las autoridades sean reticentes a mostrar los datos reales, aunque quieran ocultarlos o maquillarlos derivando la responsabilidad a agentes espurios, es cada vez más patente que nos hemos cargado el sistema inmunológico y estamos ante unas nuevas formas de enfermar que no habíamos visto nunca. Esto es lo que se comenta en la calle por parte de los usuarios de la medicina, que a los médicos se les ve perdidos, que cada vez saben menos y resuelven peor. Y también, es lo que se comenta entre bastidores en los congresos médicos de las diferentes especialidades y que muy pocos se atreven a denunciar públicamente: las vacunas COVID han sido un experimento global absolutamente contraproducente y nocivo para la salud de las personas. En esto cada vez más médicos asistenciales estamos de acuerdo, es el comentario de los pasillos. Y, sin embargo, ¿por qué no lo decimos públicamente de manera abierta? Pues porque tras ese reconocimiento podría venir el señalamiento de los médicos como responsables del daño a los pacientes. ¿Cómo ahora sí que hablas y antes no? Se hace duro admitir tanta culpa, aunque uno se muestre ante sus pacientes también como víctima del engaño. Por eso se comprende, (y no con ello estoy de acuerdo) que se prefiera correr un tupido velo intentado que, con la actitud continuista y el silencio, el tiempo diluya la responsabilidad.

Las autoridades no sacarán datos porque no pueden justificar tanta inoperancia sin incurrir en dolo. Pero la gente tiene familia y amigos alrededor. Pide explicaciones y no le vale que el médico se encoja de hombros. Los clichés de «es que es lo que había que hacer», «es que si no hubiera sido peor», «es que las vacunas salvaron muchas vidas», «pero ¿qué otra cosa se podía haber hecho», se han ido pudriendo en la boca de los que los repetían, como las necias indicaciones de vacunar por caridad.

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No represento a nadie, no hablo por boca de ningún colectivo. Lo que aquí digo y sostengo lo hago a título personal y aguardo impaciente que quien se sienta aludido me llame al orden públicamente. Y sé que, a pesar de que el colectivo sanitario no estuvo a la altura de lo que se debía esperar de él, hay muchos compañeros que desde el silencio han sabido mantener su posición sin permitir injerencias ni presiones de políticos, gerentes, periodistas, colegios profesionales que han actuado totalmente desde la ignorancia y en contra de la lex artix ad hoc en esta cuestión. Los datos de salud recogidos en diferentes colectivos, recientemente en personal de las fuerzas armadas, son tremendamente elocuentes. Ahora resulta que nadie obligó, que eso de pincharse era voluntario. ¡Cuánta vileza y cobardía ha aflorado en los últimos cuatro años por el miedo! Y ¡cuántas ocasiones de recuperar la autoridad hemos de aprovechar a partir de ahora! Porque hay gente en la sanidad, que en lugar de arredrarse por el abandono del paciente o el presente sombrío de la salud social, está buscando -¡y encontrando, eureka!- remedios para hacer frente a los numerosos efectos secundarios (pasan ya de 200 los reconocidos por las compañías farmacéuticas) que estos productos han traído a nuestra sociedad, castigada por su administración, dije injustificada y reitero: injustificada. La sociedad del futuro, por la que luchamos, requiere ciudadanos que sean capaces de reconocer su culpa y, sin quedar anclados en ella, la rediman trabajando por restablecer la salud de las personas y de la sociedad.

Autor

Doctor Luis M. Benito
Doctor Luis M. Benito
Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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