20/05/2024 00:16
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Insertos como estamos en esta guerra sin cuartel contra ese virus invisible que nos persigue implacablemente para destruir nuestra salud y arruinar nuestra economía, yo prosigo en mi propósito firme de entretenerles con simples banalidades poéticas, desprovistas de cualquier intencionalidad política siquiera sea subliminal. No es hora de protestar, no… Es hora de arrimar todos el hombro en fraternal armonía dejando aparcadas cuantas diferencias ideológicas nos enemistan, y de hacer cada cual el máximo sacrificio que pueda ofrecer a la colectividad; y en esta particular contienda, a los articulistas de la prensa digital nos corresponde la tarea heroica de escribir sin cobrar ni esperar nada a cambio, aunque nos quede la inmensa satisfacción de intuir que en medio de esta turbación que nos invade, nuestra modesta aportación al acervo cultural patrio dejará una huella indeleble en los corazones de aquellos que, postrados en sus lechos, recluidos en sus viviendas, o perdiendo el tiempo a hurtadillas durante su horario laboral, nos lean con delectación y deriven para su espíritu alguna enseñanza que le sea provechosa, en tanto las aguas desbordadas de esta desolación vuelvan al cauce del que nunca debieron desbordarse y la vida recupere su ritmo habitual.

Y ahora, después de esta introducción tan solemne que necesitaba para tratar de pasar a la historia como un buen orador, pasemos al asunto que nos ocupa en términos más convencionales. Se me ha ocurrido hablarles de un tema muy interesante: la historia de Lucrecia, aquella dama romana que, según cuenta Tito Livio, vivió en el Siglo VI a.C. durante el reinado del último rey de Roma, Lucio Tarquinio el Soberbio. Esta candorosa mujer, hija de un patricio que tenía la desgracia de llamarse Espurio Lucrecio Tricipitino, vivía tranquila y feliz con su marido hasta que un suceso desgraciado y sobre todo extraño introdujo la tragedia griega en su casa romana. Una tragedia que al pueblo de Roma le vino como anillo al dedo para dirigir una revuelta contra aquel tirano y que acabó con la monarquía dando paso a la República.

¿Y qué es lo que ocurrió?.. Se lo voy a explicar tanto en prosa como en verso, con claridad meridiana y ondulante. Todo comenzó cuando Sexto, un hijo traviesillo de aquel rey, se enamoró de Lucrecia, una mujer muy bella y, aprovechando la ausencia de su marido (del marido de ella porque Sexto era hetero), se coló por una ventana de su dormitorio en mitad de la noche y abusó de su esplendoroso cuerpo sin haber escuchado un “no es no y solamente no” porque, curiosamente, además de ser Lucrecia una mujer hermosa, hacendosa y virtuosa, era también muy despistada. Y es que al principio creyó –de noche todos los gatos son pardos- que el hombre que la estaba seduciendo era su marido, que había vuelto de viaje, hasta que pudo comprobar su error, demasiado tarde, y, viendo mancillada irremisiblemente su virtud, prefirió el suicidio a la deshonra clavándose un puñal en el pecho.

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Aclarado todo esto comenzamos a relatar la historia en rima ondulante y en técnica teatral. En el escenario hay un sillón, y sobre él una abuelita. Y a su lado está su nieto, un adolescente que no sabe nada de la historia de Roma ni tampoco de la de Grecia, sentado sobre un taburete de madera comprado en un bazar chino por tres euros. La viejecita ha prometido a su nieto contarle esta jugosa historia, y el chico la mira expectante. La abuela tiene sobre su regazo un botijo lleno de agua fresca. Toma un trago y después la palabra iniciando el relato de este suceso histórico:

ABUELA

-Lucrecia fue ultrajada

en su camisón de seda

cuando estaba adormecida

-y no por estar beoda

pues su virtud no se duda-.

Es una escena tan cruda

que no la contaré toda

sino más bien resumida

porque el pudor me lo veda

y el morbo me desagrada.

NIETO

-¡Cuéntala, por favor, anda!…

Quiero oír esa leyenda

que, aunque no parezca linda,

no obstante debe ser honda,

conmovedora y profunda.

Y si al menos es fecunda

más vale que no se esconda

aunque en ella se prescinda

de algo que al gusto ofenda,

según el decoro manda.

ABUELA

-Estaba echada en su cama

esta mujer algo mema

cuando se le sube encima

un hijo del rey de Roma

que con desvergüenza suma

la ultraja y luego se esfuma.

Ella se despierta, toma

un puñal y se lastima

el pecho con furia extrema

y así muere aquella dama.

(La abuela bebe del botijo y prosigue)

-Esa muerte innecesaria

produjo allí más histeria

que hoy la guerra de Siria,

tanto que cambió la historia

por culpa de la lujuria.

Y de aquella justa furia

Lucrecia pasó a la gloria

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como una leona asiria:

antepuso a su miseria

su virtud extraordinaria.

(Hace como que se clava un puñal en el pecho y se queda boquiabierta)

NIETO

-¿Es medicina sensata

la que uno se receta

a sí mismo si se quita

la vida, o es algo idiota?

A mí me parece bruta

la mujer que no disfruta

de una ocasión tan remota:

que el hijo del rey la admita

como amante, si es discreta

es honor, no cosa ingrata.

ABUELA

-Pero una cosa es amar

entregándose al placer

y otra cosa es delinquir

porque no hay nada peor

que ser en esto un tahúr.

El amor nace al albur

y es un goce superior

que da sentido al vivir

siempre que se pueda hacer

sin a nadie violentar.

NIETO

-Prosigue, pues, tu relato

porque ahora te prometo

que escucharé calladito

ya que el silencio que he roto

no me ha dado ningún fruto.

ABUELA

-Termino ya en un minuto

porque cansado te noto…

NIETO

-Tú cuenta, que necesito

conocerlo por completo,

pues eso es de lo que trato.

ABUELA

-Bien… No fue su muerte vana,

pues el pueblo, con gran pena

pero también con inquina,

coge al rey y lo destrona.

Y es que la diosa Fortuna

es a veces oportuna

aunque otras decepciona.

Aquí…estuvo muy fina

y sobre todo serena:

al despuntar la mañana

se mostró republicana.

Y en medio de una verbena

desmadrada y libertina

mandó el pueblo a la Corona

de una patada a la luna;

y desde entonces la cuna

no sentó en una poltrona

ni a un “rex” ni a una “regina”,

comenzando su faena

la República romana.

Cae el telón y sale el autor a escena

EL AUTOR

Aquí si el seso trabaja

deduce una moraleja,

pues la poesía es hija

de la actualidad, que enoja

al que a trabajar se estruja.

¿Conocen a algún granuja,

a una persona que escoja

sin que a él nadie lo elija,

que se merezca la queja

que en mi mente se baraja?

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