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La milonga climática había calado y era curioso cómo tanta gente se la había tragado y se alteraba y se enfadaba si alguien la discutía; exactamente igual que si se cuestionara un dogma sagrado y el escéptico fuera un peligroso apóstata.
Un sentimiento de culpa colectiva por el “calentamiento global” y el terror a un desastre inminente se había convertido en creencia asumida e indiscutible para millones de bípedos en todo el mundo merced a una abrumadora campaña mediática y, como en cualquier sistema totalitario conocido, imperaba un odio feroz al disidente.
Para los devotos de la nueva fe, al parecer, no tenía importancia que los líderes políticos que abanderaban la causa verde no creyesen en ella. Al fin y al cabo, la nomenklatura del Partido quedaba dispensada de cualquier obligación y ni mucho menos podía exigírsele “coherencia”. Además, dado que según todos los estudios de la Ciencia Oficial el Apocalipsis estaba próximo, ¡qué más daba un poco más o menos de coherencia entre lo que se hacía y lo que se predicaba!
En todo caso, tampoco se olvidaba que los súbditos están para obedecer y no para hacerse preguntas.
Los buenos ciudadanos habían aprendido a reprimir cualquier atisbo de disgusto o crítica ante las tropelías de los miembros del Partido, como, por ejemplo, el saqueo de recursos naturales para su enriquecimiento o por mero disfrute; y su impacto medioambiental o “huella de carbono” jamás era mencionado en los medios de comunicación. Al fin y al cabo, como todos sabían, sólo había un medio de comunicación con distintos canales de nombres diferentes.
No obstante, aunque a la ciudadanía no pareciese importarle, la hipocresía y la impunidad llegaron a ser tan obvias que apenas podían ocultarse: Que los adalides de la defensa del planeta viajasen por todo el mundo en aviones privados, veraneasen en yates enormes o dispusieran de vehículos de gasolina no se compadecía bien con una concienciación sincera por la “reducción de emisiones contaminantes”; y que los caudillos más “comprometidos con el clima” comprasen mansiones a pie de playa mientras alertaban del calentamiento global y una próxima y catastrófica subida del nivel del mar, resultaba demasiado contradictorio para pasarlo por alto.
Dado que, como es bien sabido, el socialismo no emite dióxido de carbono –si acaso dióxido de azufre, como esos volcanes que nunca se mentan para explicar los procesos climáticos–, y tenía a su servicio jueces y periodistas de sobra, el Partido estaba a salvo de toda crítica. Gozaba de impunidad y explotaba como nadie la coartada medioambiental, arrogándose el poder de estigmatizar a sus contrarios como pérfidos matadelfines. Una actitud que, de paso, proporcionaba todo un modelo de comportamiento a sus huestes, a despecho de cualquier respeto a la verdad y honradez intelectual.
Gozando de este privilegio, el periodista Adrián Lardiez[1] exigió esta semana al diputado hereje José María Figaredo[2] los “datos científicos” en que apoyaba su propuesta de exploración y explotación de los recursos propios para poder afrontar la grave crisis derivada de nuestra dependencia energética. Y respaldaba su exigencia invocando a “la comunidad científica”[3].
–“En la primera página de la documentación que se le ha proporcionado están los datos” –respondió el acusado.
¡Pardiez! El pobre gacetillero no se había leído ni la primera de las páginas informativas que los partidos entregan a los periodistas antes de la comparecencia de sus portavoces. Y habrá quien se malicie que la pregunta-reproche del activista mal llamado “periodista” estaba determinada de antemano –al margen del contenido de las susodichas hojas informativas o de lo que dijera el portavoz– con el único fin de atacar al enemigo político, caricaturizándolo como enemigo de la Ciencia y, por lo tanto, loco, retrógrado y digno de aislamiento. De vuelta, otra vez, al famoso “cordón sanitario”.
Nooo… ¡Qué va! Eso no puede ser… ¡Las normas deontológicas de la profesión lo impiderían! –gritan los profesionales del postureo.
Pero el caso es que habrá algún otro que se pregunte por la formación científica del joven inquisidor o incluso dude de su formación, en general, a tenor de su falta de comprensión lectora. ¡Pero si el sujeto se apoya en “la comunidad científica”! –porfían los alborotadores de carné–. ¡La unanimidad de la comunidad científica es un argumento irrebatible! Salvo que quizá alguien sostenga que el citado periodista no es quién para erigirse en intérprete ni portavoz de “la comunidad científica”; que esa “comunidad científica” presuntamente uniforme no existe, por más que algunos pretendan apropiarse de la Ciencia con fines políticos; que el “el rigor científico” no tiene ideología y una Ciencia politizada no puede ser fuente de autoridad; y, por lo tanto y por último, que el recurso a tal autoridad no es otra cosa que el recurso falaz de un embustero para arrimar el ascua a su sardina; es decir, a la del Partido.
Claro que la propaganda es enemiga de la verdad e independiente de cualquier realidad, así que, por evidente que ésta sea, y pese a la existencia de un documento objetivo irrebatible que la respalde –en el caso referido, una entrevista televisada y grabada–, nada importa salvo la interpretación posterior de los hechos. Véanse, si no, los ejercicios de manipulación perpetrados a plena luz del día por los grandes medios y pequeños digitales[4]. Incomprensible sin la financiación económica de las empresas que en ellos se anuncian y la complicidad acérrima de los fieles que los siguen. Porque es evidente que el Partido es una organización de delincuentes, pero sus delitos no serían posibles sin la colaboración y cobertura de fanáticos sin escrúpulos como los Sotillos, Escolares, Maestres, Lardieces, Pastores, Ruices y Cintoras. ¿Pero es sólo el dinero lo que les mueve? ¿Cómo es posible tanto odio y sectarismo? ¿Cómo se puede justificar lo injustificable? ¿Por qué mentir si presuntamente tienes razón?
Lo cierto es que hay quien sospecha que muchos de estos “jóvenes” periodistas son niñatos malcriados, con pocas lecturas y demasiada pantalla, acostumbrados a imponer su santa voluntad a la niñera, fámula o sirvienta y a unos padres que sin duda les consintieron demasiado. Y que no tienen arreglo. Prisioneros de su incapacidad e indolencia y careciendo de una educación digna de tal nombre que contrarreste su pobre naturaleza y mezquinos impulsos, aquellos pequeños tiranuelos buscaron, hallaron y abrazaron –fácilmente, claro está, porque si fuera difícil les habría resultado imposible– la fórmula mágica para tener razón siempre. Aun a costa de sumergirse de forma inexorable en un pozo de ruindad y miseria moral. ¡Qué suerte no tener que leer, saber, argumentar, ni pensar! Si con unas pocas palabras mágicas puedes condenar como “negacionista”, “fascista”, “terraplanista” o “cavernícola” a cualquiera que te disguste, te lleve la contraria o no quiera someterse a tus caprichos y dictados. En nombre de “la democracia”, “la libertad” y “la tolerancia”, por supuesto.
[1] A sueldo de El Plural.
[2] Perteneciente al grupo parlamentario Vox.
[3] Declaración completa del 6 de septiembre: https://www.youtube.com/watch?v=UBJCRXM1_JY
Extracto de la comparecencia con la nota de prensa: https://www.youtube.com/watch?v=M_nuLHsw7Xs
[4] https://contrainformacion.es/preguntan-diputado-vox-datos-apoyen-su-postura-medioambiental-y-se-queda-descolocado/
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