18/05/2024 10:45
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El destino quiso que tras volver de su exilio en Nueva York, Isabel García Lorca, la hermana de Federico, viniera a vivir al mismo inmueble que nosotros en el número 47 de la calle Joaquín Costa.
Siendo yo un niño, a veces me topaba en el ascensor con aquella elegante dama, menuda y pizpireta, que siempre me sonreía amablemente. Nosotros vivíamos en el cuarto izquierda, y ella, en el segundo derecha.
Cuando yo bajaba por la escalera, deslizándome por la barandilla, a veces me detenía en el rellano,  frente a su puerta, a escuchar las notas de un piano; acaso era ella quien lo tocaba -evocando el paraíso de su infancia en la huerta de San Vicente, acompañada por Federico, Juan Ramón Jiménez y Manuel de Falla-, o alguno de sus sobrinos, también melómanos.
Su hermana Concha había fallecido en un accidente de tráfico en los años sesenta.
En su hermoso libro de memorias, «Recuerdos míos», escrito en colaboración con la periodista Ana Gurruchaga, y galardonado a título póstumo con el premio Comillas de autobiografía, Isabel relata el impacto que le causó la muerte de su hermano, de la que se enteró en Madrid al coger el teléfono en casa de Bernardo Giner de los Ríos.
– ¡Han matado a Federico!- le soltaron a bocajarro desde el otro lado de la línea.
En ese instante, se le cayó de las manos el auricular negro que estuvo un rato balanceándose al tiempo que golpeaba la pared una y otra vez.
A aquella fascinante mujer, discípula de Pedro Salinas y Jorge Guillén; amiga de Marguerite Yourcenar, a quien trató frecuentemente en su «destierro» -como a ella le gustaba decir- en Nueva York, la ví por última vez en el teatro Martín.
Yo entonces era un joven estudiante de Derecho con veleidades literarias. Me acerqué a saludarla en el entreacto mientras tomaba un refresco en el ambigú. Corría el año 1982 y se interesó gentilmente por mi madre -mi progenitor había fallecido ese mismo año- y con ambos mantuvo siempre una estrecha relación de vecindad,  pese a que mi padre, Juan José Espinosa San Martín, fue ministro de Hacienda de Franco.
Comentamos la soberbia interpretación de Carmen de la Maza, metida en la piel de Mariana Pineda, la heroína de la libertad ajusticiada con garrote vil tras la irrupción de los cien mil hijos de San Luis, que pusieron fin al Trienio Liberal -otra vez la muerte violenta en la obra de Lorca, su tema recurrente-.
Me dijo -con su voz rasposa- que se había mudado a un piso en la calle Alfonso XIII.
Con la amnistía de 1975, Isabel García Lorca recuperó su plaza de profesora en el instituto Pardo Bazán, al lado precisamente del teatro en el que nos encontrábamos, aunque ella ya estaba jubilada.
Descubrí la literatura con un poema de su hermano. Fue en el Liceo Serrano, ese arcádico colegio que había junto a la plaza de la República Argentina -y del que mis padres desgraciadamente me sacaron para llevarme a otro a las afueras de Madrid, menos familiar, más masificado-.
Fundado por el que fuera director de la Real Academia Española, Dámaso Alonso, y su esposa, la también escritora Eulalia Galvarriato -grandes amigos de Lorca-, el Liceo Serrano -en cuyo patio yo arrancaba las hojas de las moreras para alimentar a los gusanos de seda que guardaba en una caja de zapatos agujereada con la punta de un compás- estaba inspirado en los principios de la Institución Libre de Enseñanza, y ponía el acento en las Humanidades.
Una tarde lluviosa de otoño, mientras la profesora de lengua paseaba entre los pupitres, recitó con su voz musical y aterciopelada, «El lagarto está llorando»…
El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos.
Lloran porque han perdido sin querer su anillo de desposados…
¡Ay! su anillito de plomo.
¡Ay! su anillito plomado.
Al concluir el poema, la profesora nos explicó lo que era una metáfora.
– Los delantalitos blancos -nos dijo, sentándose en el filo de la mesa- son los vientres de los lagartos.
Y añadió también que aunque algunas cosas puedan parecer insignificantes -como los anillos de plomo de esa infeliz pareja de lagartos-, para ellos tenían un gran valor sentimental.
A pesar de que yo era un niño percibí que esas palabras sencillas del poeta rezumaban algo mágico y sutil, distinto a los cuentos infantiles que había leído hasta entonces.  Era, sin yo saberlo, el duende de Federico.
Era la literatura…

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Redacción
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Anna Casaus

Me gustan Bodas de Sangre y La casa de Bernarda Alba (un arquetipo muy español, el de la asfixiante matriarca), basados en tristes sucesos. Choca y contrasta con las obras de J.L Alonso de Santos («teatro del régimen del 78»): Bajarse al moro y, sobre todo, La estanquera de Vallecas: obras premiadas y llevadas al cine, pero que frivolizan de manera tonta y «pop» algún sangriento y letal asalto y la tragedia de la droga. Teatro para «colocarse y estar al loro».

aliena

La matriarca, asfixiante o no, no es un prototipo español. El teatro de Lorca no es feminista sino lo contrario – las mujeres histéricas que necesitan hombres con desesperación – y sus figuras distan mucho del buen gusto ( por ejemplo en «Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín» ).

aliena

Son ustedes unos pesados insufribles. A ver si un buen día se levantan de buen humor y se acuerdan de algún otro, qué sé yo, ¿Ramiro de Maeztu?

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