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Mientras oímos el silbido de los proyectiles, el humo toxico que flota en el aire y el resplandor y calor de los impactos, levantamos ligeramente la cabeza con mucho cuidado por encima de una trinchera y entonces vemos que, casi sin darnos casi cuenta, nos encontramos inmersos en medio del fragor de la guerra entre globalismo versus soberanismo.
El escenario del conflicto es auténticamente mundial a partir del inicio abierto de las hostilidades con la pandemia del SARS-CoV-2. Ya veníamos arrastrando choques y enfrentamientos que nos han traído hasta aquí, pero en estos días, más que nunca, conseguimos ver con claridad el mapa de situación.
Aún por definirse el desarrollo y el fin de esta guerra, para comprender y asimilar dónde estamos parados, el cuadro de la situación general actual es el siguiente: llevamos ya tiempo de pérdida paulatina de libertad y soberanía. La libertad de pensamiento, palabra y opinión ha sido cercenada poco a poco convirtiéndonos en una mayoría invisible y silenciosa ante el avance inexorable del pensamiento único de lo políticamente correcto, impulsado por los medios masivos de comunicación, la enseñanza, la cultura y el entretenimiento.
Esta ha sido la primera batalla cultural que fue perdida estrepitosamente hace tiempo. Es más, nunca tuvo un rechazo por parte de los que en teoría debían hacerlo. Mas que una perdida en combate ha sido una entrega cómplice por parte de traidores y acomplejados. Las consecuencias de esta derrota han sido la imposición de la superioridad moral de una izquierda viral en mutación permanente con la ideología de género, identidades sexuales, supuestas minorías protegidas, relativismo, modelos multiculturalistas, políticas migratorias de reemplazo étnico-cultural, entre otras. En definitiva, la destrucción de la identidad individual que apunta a la persona, al ser que ya no sabe quién o qué es, reemplazado por algo nuevo sin sexo ni historia que es la pieza clave del puzle que se está armando a nivel mundial.
Ante un nuevo sujeto globalista aparece otro sujeto sin identidad a nivel nacional. La perdida de la libertad individual lleva a la perdida de la soberanía nacional. El globalismo ambiciona eliminar las diferencias, la riqueza de la variedad imponiendo un único modelo de marketing, creado por ingeniería social pura y dura, cuyo fin es el control y la obediencia de las masas. Aspiran al triunfo del consumo capitalista desaforado y la ética neocomunista que no diferencia entre una cultura pornográfica de narcotráfico y el hedonismo multisexual. Para ello necesitan acabar con la soberanía de las patrias y los pueblos acabando con Dios, la trascendencia, la familia y la identidad basada en la Tradición, la Historia y la Cultura.
En defensa de esa identidad de las patrias, pueblos y naciones queda el soberanismo, el patriotismo y la recuperación del espíritu sobre la materia. El retorno a la fuente de la libertad, base de la justicia y la soberanía, recupera nuestras raíces ancestrales, que determinan básicamente saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos como hombres con valores y dignidad.
En este combate no son pocos los que se resisten al modelo globalista y a su ilusoria naturaleza buenista, pero tal vez no los suficientes. Debemos evitar caer en un discurso populista donde la mayoría de las veces detrás del mismo no hay nada más que vacío. No bastan las buenas intenciones ya que el camino al infierno está asfaltado de ellas.
El enemigo es poderoso y es necesario conocerlo y respetar su capacidad para poder derrotarlo. Detrás de los globalistas, que ya no se ocultan, sino que se muestran descaradamente, están las elites financieras, económicas y políticas dominantes. Todas ellas se muestran vestidas de progresismo con todas sus variantes ideológicas complementarias: ecologismo, feminismo, antirracismo, antifascismo, y demás etiquetas de puro constructio, con el fin de acabar con la soberanía de los Estados nacionales. Su sueño es reemplazarlos finalmente por una entidad supranacional con el objetivo de terminar con la auténtica voluntad democrática de sus miembros, sustituyéndolos por un aparato de burócratas y tecnócratas que por la fuerza de los hechos velarán, a su criterio, por nuestro bienestar.
Es un conflicto verdaderamente terrible, desolador y de consecuencias imprevisibles que puso de manifiesto sus propias las contradicciones. Hemos vivido en carne propia el fracaso de las políticas supranacionales de la Unión Europea con la crisis migratoria sin control y la pandemia. Hay que mezclar las cartas y darlas de nuevo.
Soberanismo no es populismo. El populismo es un instrumento que busca un consenso manipulable y cambiante según la necesidad de quienes lo ostenten. El auténtico soberanismo, el patriotismo, tiene un objetivo claro y preciso: el resguardo de la identidad y la independencia y libertad como fin, ante el discurso uniforme del pensamiento políticamente correcto.
Estamos en una guerra cultural que va más allá de lo ideológico, económico, político y militar. Es una guerra de civilización con trincheras definidas por una tecnodictadura que pretende imponer agendas que solo interesan a las elites más oscuras, en contra de auténticos intereses y necesidades nacionales y populares.
Ahí estamos inmersos, al otro lado, con el lodo hasta las rodillas, tal vez con poca munición, pero con la moral alta en la lucha de las Naciones Libres y Soberanas ante la amenaza real de los poderes globalistas de lo políticamente correcto. Lo importante es mantenernos firmes y mirar a nuestro alrededor porque tenemos aliados con los cuales compartimos objetivos en común: lo sagrado, nuestra tierra y ancestros, y nuestro hogar. El combate acaba de comenzar.
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