21/04/2025 18:37

Ya la veo. No me pregunten por qué, pero la veo. A Isabel Preysler gestionando la muerte de Vargas Llosa como quien sale del templo del Gran Poder un Viernes Santo a las tres de la tarde: despacio, con la cabeza alta, en silencio y con el respeto que impone el tiempo. Se ha ausentado del mundanal ruido como hacen en Sevilla las mujeres de mantilla negra, sin gritar ni acusar, cruzando la plaza con la dignidad recogida en la peina, el paso firme y sin volver la cara.

Después de todo Isabel Preysler, la de porcelana, la dama del lacito de raso en el cuello, ya hizo en su día lo que tantas veces han hecho las mujeres sabias: retirarse cuando el gallo del corral ya canta fuera de compás. No hizo aspavientos, no dio portazos, no vendió exclusivas llorosas. Simplemente comprendió que el caballero que tenía al lado empezaba a oler más a alcanfor que a gloria, le envió sus bártulos y se quedó en Puerta de Hierro, sin decir palabra pero con el mantón puesto, como en una copla de Pastora Imperio.

La otra parte, Mario Vargas Llosa, el Nobel,  pensó que había encontrado el amor tardío, que había tropezado con la musa definitiva, la diva de las mil portadas, la que nunca se despeina. Y como buen Narciso que ya pasa de los ochenta, creyó que el tren del deseo le había llegado con un vagón privado de lujo asiático, un billete de primera en el Orient Express. No supo ver, como no ven los que han vivido toda la vida escribiendo novelas pero olvidaron cómo se escribe la realidad, es que Isabel no es una mujer: es una marca. Y él, en lugar de sumarle brillo, empezaba a restarle lustre.

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Pero lo más sonrojante —¡Ay, Señor, qué poca vergüenza queda en el mundo!— fue aquello que soltó el caballero de las gafas de concha: que no había conocido el amor hasta Isabel. Después de medio siglo con doña Patricia. De viajes, hijos, nietos, y los lunes al sol de París. Y va el señor y suelta esa perla, como quien dice «viva Cartagena» en plena Madrugá.

Porque seamos serios: eso que él llamó amor no era amor. Era nostalgia de sí mismo. Era necesidad. Era un canto desesperado de la masculinidad herida. Era la ilusión de quien, al verse al borde del abismo de la vejez, busca un último refugio donde seguir sintiéndose joven, importante, admirado. No buscaba a Isabel: buscaba a alguien que le devolviera la ilusión de seguir siendo lo que una vez se ha sido.

Y ahí fue donde Isabel, que ha leído menos que Mario pero ha entendido más de la vida que muchos sabios juntos, hizo lo que hacen las mujeres criadas en la estética del silencio y la estrategia: bajar el telón. Sin escándalo. Sin comunicado. Sin drama. Porque si algo ha sabido siempre la Preysler —la de los tres apellidos ilustres— es que en este teatrillo que es la prensa del corazón, no gana quien más ama, sino quien mejor se retira.

No fue despecho. Fue inteligencia. Y también, si me lo permiten, una lección. Isabel no rompió con Vargas Llosa por una rabieta. Lo hizo porque intuyó que el decorado ya no sostenía al personaje. Que el viejo león de la narrativa se había vuelto un viejo gruñón, incómodo en las cenas, cargante en los reportajes, con más pasado que presente. Y eso, para alguien que vive del mito de la perfección, es inaceptable.

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Seguramente llevaba tiempo intuyendo que eran dos Narcisos puestos en el mismo vaso, así que se fue de sevillanas maneras, sin necesidad de hablar porque con levantarse de la mesa ya está dicho todo. Y Mario, el Nobel, el genio, el galán tardío, se quedó con la pluma en la mano y sin musa a quien escribirle. Isabel no lo dejó por falta de amor. Lo dejó por incompatibilidad floral y por exceso de dignidad. Y se retira ahora porque después de vivir ocho años con el autor de «La ciudad de los perros» ha reparado en los perros: los que la acechan para lanzarse a su cuello después de muerto el autor de la novela, los que quieren exigir una estatua en bronce y oro a la resignación de Patricia Llosa por confundir la falta de amor propio con la caridad cristiana.

Y eso, querido lector, no lo enseñan en la Academia. Lo enseñan la vida y el sentido común

Autor

Yolanda Cabezuelo Arenas
Yolanda Cabezuelo Arenas
Articulista en ÑTV
Colaboradora de Las Nueve Musas, Ars Creatio, y ESdiario
Autora de la novela "La cala de San Antonio"
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