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Es fácilmente comprensible que el señor Sánchez y sus cómplices no deben ser grandes admiradores del filósofo Federico Nietzsche. Me atrevería a decir que el señor Sánchez no habrá leído a Nietzsche. Me atrevería incluso a decir que el señor Sánchez no habrá leído a ningún filósofo, y como mucho se habrá quedado con un resumen de cuatro o cinco líneas que le haya facilitado algún asesor, que a su vez las habrá recibido de otro, y de otro… y así hasta el casi infinito.

No pretendo con esto decir que el señor Sánchez sea un iletrado vacuo, con la capacidad intelectual de un cactus… Bueno, ¡qué leches! si que pretendo decirlo, y ahí queda. No por no haber leído filosofía, que es algo que muchas mentes brillantes en otros aspectos tampoco habrán hecho, sino porque esas otras mentes, a buen seguro, habrán mostrado su valía en otros campos de la cultura o de la ciencia; o en cosas tan difíciles como gestionar bien un negocio familiar, engrandeciéndolo con trabajo y honradez -cosas que al señor Sánchez se le desconocen-; o en llevar adelante una casa y una familia.

El señor Sánchez es un iletrado vacuo por la simple razón de que no conoce mas que cuatro tópicos mal aprendidos, tres eslóganes mal hilvanados, y dos ideas tan simples que ni ideas parecen. Es mera fachada, un edificio vacío, una campana sin badajo.

Pero, eso si, las cuatro tópicos, tres eslóganes y dos ideícas, las tiene bien fijas. Tanto, que mejor se diría que atornilladas a su cerebro de hojalata, como si fuera un monstruo hecho de retales que no acaban de encajar bien.

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Curiosamente, la misma gente que se las ha arreglado para establecer como delito un sentimiento, para perseguir de oficio las emociones, es la que con más frecuencia cae en ello. Porque el señor Sánchez odia. El señor Sánchez es un odiador compulsivo, un odiador tremebundo, un odiador patológico, que aventaja -aunque por poco- a la recua que preside, encabeza y mangonea.

El señor Sánchez odia a un difunto, y el centro de su vida intelectual -hasta donde se le pueda suponer- es ese odio a aquél anciano General que falleció en una cama de hospital de la Seguridad Social. El señor Sánchez odia al Excelentísimo Sr. D. Francisco Franco Bahamonde, y extiende la sombra de sus sentimientos más bajos a la caterva de paniaguados que chupan subvenciones, degluten sobornos, saborean mordidas y lamen la mano -o quien sabe qué otra zona, que será preferible no imaginar- del amo que los nutre.

El señor Sánchez no sabe hacer otra cosa en su vida que tratar de ganar la guerra civil que las gentes de su partido empezaron en Octubre de 1934 y perdieron en abril de 1939. El señor Sánchez odia a quienes vencieron; a los que vencieron por la sencilla razón de que eran mejores, de que combatían en el frente y no en las chekas.

El señor Sánchez odia y contraviene sus propias leyes, que en caso de que España fuera un Estado de Derecho y tuviera una Justicia igual para todos, le deberían tener ya debidamente estabulado en una cárcel cualquiera. Pero el señor Sánchez hace de su odio centro y norte. Odia a Francisco Franco, odia a José Antonio Primo de Rivera, odia al régimen que distanció a España de la miseria que el socialismo y el comunismo necesitan para propagarse.

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Y odia por una razón simple y sencilla, que el previamente citado –y aquí verán el motivo- Nietzsche definió:

No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior.

Y usted, señor Sánchez, odia. Porque usted, señor Sánchez, es infinitamente inferior a aquellos que odia.

En cambio a usted, señor Sánchez, deben odiarle muy pocos. Porque es imposible que haya mucha gente que sea inferior a usted, pobre diablo ante el que casi nadie puede sentir otra cosa que pena. Y asco.

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Rafael C. Estremera