«¡Cuántos en las cortes tienen oficios preeminentes, a los cuales en una aldea no les hicieran alcaldes!», dijo ya hace quinientos años el historiador fray Antonio de Guevara. Pero ahora la sustantividad de estos numerosos paradigmas de vileza que conocemos como políticos es aún más grave, porque su ineficacia administrativa se ve acompañada de un espíritu morboso y de una escandalosa flacidez moral. Los políticos actuales, en su gran mayoría, no son sólo unos funcionarios soberbios y codiciosos, y por lo tanto aprovechados; son también unas cabezas malsanas, unas viragos o unos uranistas drogados y hormonados, unos hijos de la gran condenación con alma de raposo a los que nadie les hace tragar sus bellaquerías y sus mentiras.
De ahí que los políticos se hayan convertido en un problema espinoso, cada vez mayor para los ciudadanos. ¿A qué político de la casta o, más allá, a qué funcionario sectario le importa ser popular y respetado, mientras muera rico y con poder? La figura del político como referente ético de la sociedad es una imagen que, si siempre ha sido cuestionada, en nuestra época contemporánea ha acabado arrumbada en el vagón de los sobejos. De modo que estos partidistas con secta, rodeados de prebendas y agravios generalizados cometidos al común, suscitan menos credibilidad aún que los mamarrachos y tarambanas que exponen su jeta en las telebasuras y similares, dando ejemplo diario de cómo se puede vivir holgadamente sin dar un palo al agua.
En el fondo, de lo que tratan unos y otros, todos ellos monigotes más o menos informales de la farsa, es de que la ciudadanía, asfixiada por tanto buenismo, tanto pensamiento correcto y tanto relativismo moral, se acostumbre a la inmundicia más absoluta, olvidándose de que en la vida hay cosas buenas, actitudes abnegadas y comportamientos valerosos y verídicos. Algo, lo limpio y noble, que al Sistema le interesa ocultar per sécula seculorum para seguir imponiéndose ante la sociedad.
En su inmensa mayoría, los políticos socialcomunistas y del PP, más sus variopintas excrecencias, ejemplifican los sepulcros blanqueados a los que Cristo aludió, ornados por fuera y putrefactos por dentro, fingiendo en lo exterior rectitud y servicio público y en lo interior siendo pudrición y gusanos, perversión y crimen. Son, en román paladino, añagaza, disolución, hipocresía y sangre derramada a los inocentes. Nada hay en ellos loable, por probidad y virtud, sino abyecto, por vileza y corrupción.
Cambian de silla según por dónde venga el aire corredor, siempre dispuestos a no perder la nómina o las sobras del banquete aun a costa de hacerse más sectarios que los propios amos de la secta. Los políticos, que, en principio, debían representar el factor democrático y cumplir sus juramentos en orden de mejorar el bienestar común, se han acabado convirtiendo nada más iniciar su carrera en la Transición, en una casta cerrada, propietaria no sólo de sus cargos, sino del Estado todo, y preocupada de ampliar su patrimonio y el del partido o secta correspondiente.
¿Con qué sabiduría, con qué distingo moral, con cuáles preceptos de intelectual o de filósofo, en sólo unos cuantos años de carrera partidocrática o de amistad con el Estado ha podido juntar X, o Y, o Z cientos de millones de euros de patrimonio? ¿Hacen otra cosa en Madrid o en sus taifas autonómicas o en sus simples concejalías que coger, como con red barredera, legados, comisiones, haciendas, plurisueldos y con sus excesivos abusos y usuras alimentar a su cohorte fraternal y familiar, de adictos, clientes y cuñaos y, con ello, destruir a España?
¿Son estos especímenes aquellos supuestos voceros del pueblo, pringados nutridos en el lodo de la vagancia extrema, a quienes se les veía la ambición en el sarro de sus dentaduras, en lo mugriento de sus coletas o en los agujeros de sus vestiduras? ¿O son aquellos otros que, aunque nacidos en un linaje ordinario de caballeros franquistas o falangistas, o en sus cercanías, se cuentan hoy entre los mayores capitales de Uropa? ¿Dónde está aquel ánimo, aquel sofismo que solía presumir de contentarse con cosas libres, moderadas y justas? No veo sino estrategas y políticos de banquete, de pedofilia, de lupanar, de mariscada, de engaños climáticos, pandémicos y LGTBI. Desviaciones morales suscitadas por la codicia, por el afán de lucro y por la perversión innata.
No veo, sino que gozan de infinitas sinecuras, chollos, lóbis y heredades y que no cesan de amontonar innumerables sumas de dineros, inmuebles y ventajas. ¡Qué fácil es ser estoico, incorruptible defensor del pueblo y de aparente virtuoso mientras se intriga para alcanzar la charca cenagosa donde se nada en la opulencia! Por eso, cuando pienso en la desvergonzada demagogia desde la que echaban forraje moralizante y filosófico al pesebre de los débiles; o cuando pienso en cómo alborotaban la selva con feroces ladridos hasta que se pusieron en situación de olfatear y raer el hueso del Estado, no me entristece el fin que les amenaza o que, al menos, si hubiera justicia -humana o divina- debiera amenazarles.
«Los políticos y los pañales deben ser cambiados con frecuencia… ambos por la misma razón», advirtió el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw hace cien años, más o menos. Pero aquí nunca estos granujas desaparecen. Los soportamos durante décadas y décadas royendo la nación, pues a la mayoría le han salido los dientes amarrados a la secta correspondiente y mamando de la ubre del Estado. Y no sólo eso, también se eternizan porque cuanto más corrupto, estúpido y malvado se muestra su líder, más le aplauden sus sectarios para disimular sus vicios, y con sus vicios los del Sistema al completo.
El caso es que todo ánimo infame debiera ser verdugo de sí mismo, si no lo ha sido antes la justicia. Feliz el justo que contempla la caída del canalla, o ve cómo los propios jefes de éste o los hilos del destino han puesto ya a la venta su cabeza. Porque a todo sicario y a todo amo insano ha de llegarles el momento en que su padrino o su azar opten por entregar su cadáver al verdugo. Pues para los tiburones en cuya piscina bracea, su jeta de guardaespaldas o de pretendido demiurgo vale cero.
De ahí, mis amables lectores, que todos los días pida a la Providencia que se haga esa justicia -esa limpieza- que la patria hoy urgentemente necesita. Pues todos aquellos que, por vocación y costumbre, transcurren por la vida más dispuestos a depredar que a crear, merecen que una fuerte soga justiciera engalane su cuello, y que su figura corrupta con los pies colgando quede expuesta a la vista de todos como ejemplo permanente. ¡Cuánto más bello y habitable sería el mundo si en él reinara la justicia!
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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