La noticia de la que da cuenta el diario La Razón (17/3/2024) podría haber pasado desapercibida o quedarse en una simple anécdota, pese a tener suficiente enjundia. A saber:
“Un día a la semana, habitualmente los miércoles, Rodrigo Rato aparca su moto cerca de la calle Doctor Cortezo, en el populoso barrio madrileño de Lavapiés, y se dirige al comedor social Ave María. Allí friega, cocina o reparte bocadillos para las colas de desfavorecidos bajo la batuta del padre Paulino Alonso, que regenta la institución y es capellán de la cárcel de Soto del Real, centro penitenciario donde el ex ministro cumplió una condena de cuatro años y medio por un delito de administración desleal y apropiación indebida por el escándalo de las tarjetas black”.
Si todas las experiencias que vivimos marcan, mucho más si son difíciles, duras o traumáticas, despertando en quienes las viven una conciencia que puede que antes no tuvieran. A nadie le puede parecer mal que quien fuera vicepresidente y ministro de Economía en los gobiernos de José M.ª Aznar, gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), director de Bankia, asesor de Telefónica para Europa e Hispanoamérica y etc., haya adquirido conciencia social.
Ahora bien, si es así, mejor sería que el señor Rato dejase de seguir la estela de la impronta neopositivista que se impone, saldo globalista reiterativo y retórico, más voluntarista que logrado, al que nada importa qué haya que pensarse, sino cómo pensamos. Y armado de razón: a) dejase de repartir bocadillos -labor que debería hacer el Estado, que para eso pagamos impuestos- en Lavapiés, núcleo urbano marginal, conflictivo y peligroso tomado por inmigrantes de diferentes etnias y culturas, núcleo en el que ningún español desearía vivir; b) y se emplease, desde su todavía posición, influencia y contactos, en crear un fondo de inversión inmobiliario, por supuesto no especulativo, con el objetivo de construir pisos para los miles de españoles, fundamentalmente jóvenes, incapaces de acceder al bien de lujo en que se ha convertido la vivienda en cualquier rincón de España.
En definitiva, lo que le digo al señor Rato, ahora que ha adquirido conciencia social, son dos cosas:
1ª Que para confundir la caridad -que siempre deberíamos entender en la línea de San Pablo- con la asistencia a la inmigración sin control y en la proporción que nos está llegando, ya está la jerarquía católica, cada vez más alejada del sentir de los españoles, por cuanto, en una línea buenista que no hace un análisis del problema ni da soluciones reales a ninguna de las dos partes, el pasado 7 de marzo, alentaba y proponía que “se aborden vías de entrada a nuestro país seguras, ágiles y regulares que eviten el sufrimiento y la descohesión social”, que es el llamamiento que han hecho a la sociedad los obispos diocesanos de la Provincia Eclesiástica de Madrid (Alcalá de Henares, Getafe y Madrid), encabezados por el cardenal José Cobo, como si España pudiera admitir a todo el que quiera venir, y por las razones que sean.
2ª Que como bien dice el refrán, “la caridad bien entendida comienza por uno mismo”. Y ese uno mismo se extiende, en un segundo momento, como deber de atender las necesidades de quienes tenemos más cerca: la familia, los amigos, los compatriotas.
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Pablo, eres un descerebrado egoista.