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Ya estamos metidos en febrero, mes frío por excelencia, de más enfermedades de las habituales y mayores dispendios, amén de un sinfín de sandeces. Nada bueno trae este mes, pérfido y despiadado, tonto y desagradable, así es él.
Aciagos recuerdos nos torturan la memoria al tenerte presente, sabedores que en sus primeros días ante el cabo de San Vicente fuimos derrotados por los ingleses ahondando así nuestras desgracias; que fue en su cuarta jornada cuando en Yalta se reunieron quienes decidieron rediseñar el planeta a su gusto con los infaustos resultados que todos conocemos. No pudo ser si no en febrero, cuando Larra decidió matarse, siendo consciente de que más triste no podía ser la cosa; mismo mes éste en el que se publicó El manifiesto comunista, piedra angular sobre la que se erigió el mayor plan de muerte y desgracia que la humanidad haya soportado jamás, mayor aún que la peste, la gripe y la malaria juntos. En febrero nació Ronald Reagan y en febrero la honorable Organización de Naciones Unidas, recién engendrada, decretó que España pasara hambre y penalidades. Los historiadores me darán o quitarán la razón, pero es de suponer que tuvo que ser en este mes cuando aquel hombre nefasto que se llamaba Rousseau, ideaba sus escritos para decir que la Justicia y la Verdad no eran categorías permanentes de razón, y con ello cambiar para peor la faz del mundo.
Habrías de saber, lector, que el año encierra en sí mismo, meses comunistas, de sol raquítico y lastimero, y meses imperiales, generosos y espléndidos, de lustre y nobleza; meses futuristas, alegres y despreocupados, y meses democráticos, ñoños y estultos. Y en éstas estamos.
Se diría que febrero actúa de perfecto imán para el esnobismo y la imbecilidad, y si no véase a todos esos mequetrefes de la “secta blanca”, que, ataviados con sus botitas, plumas a juego y esquíes, van a la montaña, a destrozarla, dicho sea de paso, para dejarse deslizar por la nieve por no tener otra cosa que hacer ni saber cómo mejor gastarse sus dineros.
Mal empieza el mes con eso del Carnaval. Fiesta en donde de unos años a esta parte se ha ido promocionando donde antes no había tradición alguna a tal cosa, y en la cual se da rienda suelta a la zafiedad y a la horterada, cosas que ni qué decir tiene privan hoy al personal y en donde no faltan nunca a la cita los que aprovechan la ocasión para vestir en público con prendas que lucen con mucha afición en privado y que corresponden al sexo que la naturaleza no les otorgó.
Y luego, está la murga de San Valentín, día no ya de los grandes centros comerciales -que también-, si no de los pedantes y los cursis, de esos que celebran “aniversarios” -no sabemos si de cuando se casaron, del primer beso o vaya usted a saber de qué-, de los que confunden el romanticismo con la sensiblería, de los que no se han enterado de nada. Y no me vengan ahora con historias, que el pobre santo del siglo tercero poco pinta en todo esto, que el petardo en cuestión es obra de la decimonónica señora Howland, norteamericana ella- he ahí el intríngulis-.
La bellaquería de febrero, cloaca del calendario, se hace palpable al contemplar su impotencia por no poder llegar a tener los días que precisa un mes para ser tal, y para colmo nos viene cada cuatro años con la cantinela de ser bisiesto.
Aún recuerdo la vertiginosa sensación en mis tiempos de estudiante cuando llegadas estas fechas se acercaban los exámenes. Ahí estaba yo, aterido, sentado incólume en mi pupitre, impertérrito ante la hoja en blanco, temiendo lo peor.
¡Oh, mes infausto y canalla, apenas has comenzado a existir y ya deseo que te desvanezcas!
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