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Si recuerdan, hubo un tiempo en el que algunos políticos dimitían o eran destituidos. No puede decirse que fuese frecuente, ni siquiera significativo, pero cuando ocurría algo muy grave (una de esas noticias que le hielan la sangre a cualquiera, piense como piense), casi siempre se producía una reacción fulminante que hacía rodar una cabeza. Más que nada, porque quien lo decidía estaba pensando en salvar la suya.
Es verdad que no ha habido muchas destituciones ni dimisiones de ministros en los últimos cuarenta años. Han sido bastante pocas, teniendo en cuenta lo malos que han sido casi todos. Pero normalmente se trataba de «crónicas de una muerte anunciada», casos en los que todo el mundo, incluso los votantes o simpatizantes del cargo público afectado por un escándalo, sabían que el final de la historia sería su destitución o cese.
Irene Montero ha sobrepasado ampliamente ese límite que separa lo admisible (aunque sea reprobable, criticable o simplemente negativo para el bien común) de lo inadmisible. Ha superado ampliamente el grado de flexibilidad que un jefe debe tener con quienes dependen de él. Montero se ha convertido en un auténtico peligro andante, en alguien que no se atiene al principio jerárquico (imprescindible en todo cargo público) del sometimiento al imperio de la ley.
Es necesario insistir, aunque nos critiquen duramente por hacerlo, que esta señora es ministra por una sola razón: haber sido pareja sentimental del anterior vicepresidente, algo que no tiene precedentes en la historia de España, ni de los países europeos de nuestro entorno. Solamente eso ya tendría que haber sido motivo más que suficiente para su posterior destitución, una vez que su mentor salió corriendo del Ejecutivo para ir a estrellarse contra Díaz Ayuso.
Pero es que después, entre otras barbaridades, Montero ha justificado la pedofilia, tratando de defender la disparatada idea de que los niños y menores de edad tienen derecho a mantener relaciones sexuales con adultos, si ellos lo desean. Ignorando, (o mejor dicho, ocultando) que un niño no tiene ni la madurez, ni la voluntad, ni la capacidad de decidir sobre algo que le es totalmente ajeno, por razón de su corta edad. Y que, precisamente por eso, los códigos penales de todo el mundo contemplan el delito de pederastia o abuso sexual cometido contra menores de edad.
La ley llamada de «sólo sí es sí» constituye uno de los mayores engendros legales que se han perpetrado en España a lo largo de los siglos. Un disparate que no debe extrañar en un Gobierno de frikis como el que padecemos hoy, pero que sí debe ser derogado cuanto antes, porque el daño que ha empezado ya a producir es inmenso. Hay varios peligrosos violadores en libertad gracias a la chapuza legal de Montero, como ya habían advertido varios jueces que podía ocurrir.
Esperemos que no tengamos que lamentar ninguna desgracia, como que uno de estos violadores en libertad vuelva a agredir a una mujer. La sedicente «ministra feminista» (ministra, ministre) es, en realidad, el mayor peligro que tienen hoy las mujeres españolas. Y es que, ya desde Platón y Aristóteles, siempre se ha dicho que los pueblos deben ser gobernados por los mejores. Pero Montero es una divorciada amargada que tiende a la histeria, y Sánchez es un felón ilegítimo al que le priva desenterrar a los muertos.
En estas manos estamos.
Autor
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Nació en Madrid en 1975. Es Doctor en Periodismo por la Universidad San Pablo CEU. Ha dedicado casi toda su vida profesional a la radio, primero en Radio España y desde 2001 en Radio Inter, donde dirige y presenta distintos programas e informativos, entre ellos "Micrófono Abierto", los Domingos a las 8,30 horas. Ha dirigido la versión digital del Diario Ya y es columnista habitual de ÑTV en Internet. Ha publicado los libros "España no se vota" y "Defender la Verdad", "Sin miedo a nada ni a nadie", "Autopsia al periodismo". Esta casado y tiene un hijo.