20/05/2024 17:09
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Seguimos hoy, dentro de la serie  «El otro Franco» que Julio Merino viene escribiendo para «El Correo de España» con la publicación del «Trabajo fin de Grado» del escritor asturiano Daniel Lumbreras titulado «Francisco Franco, articulista de incógnito», (Universidad Carlos III de Madrid) por su interés histórico y su gran novedad. Lumbreras, dirigido por los catedràticos Don Carlos Sánchez Illán y Doña Matilde Eiroa San Francisco,ha conseguido localizar, con todos los inconvenientes de la España de hoy, los 91 artículos que el que fuera Caudillo y Jefe del Estado Español publicó en el diario ARRIBA entre 1945 y 1960, con los seudónimos de «Hispánicus», «Jakim Boor» y «Macaulay».

 Labor periodística que, como hace unos días publicó «El Correo de España», le valió a Franco el nombramiento de Periodista por parte de las Asociaciones de la Prensa de España y la entrega del Carnet número de los periodistas en un acto que se celebró en el Pardo (21-6-1949) con la presencia de los Directores de los Periódicos más importantes de aquellos años.

 

Francisco Franco, periodista de incógnito 1945-1946

     Autor: Daniel Lumbreras 

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En este apartado se ofrecen los resultados del análisis de contenido efectuado, con los pertinentes comentarios y las aportaciones testimoniales de los expertos sobre cada uno de los 91 artículos de Francisco Franco analizados. En la recopilación de Masonería, Jakim Boor se atribuye uno más, que originalmente se publicó sin firma y reproducimos a continuación.

Dice el texto, claramente reconocible como rectificación ante un exceso de celo: «En nuestra redacción se ha recibido una carta [de los hijos del notario señor Alcalá Espinosa –asesinado por los rojos–] con el ruego de que hagamos [constar que su padre no era masón, como parecía desprenderse del texto] de uno de los artículos que bajo el título general de «Masonería» viene publicando nuestro colaborador J. Boor. Fácilmente podemos complacer a nuestros amables comunicantes, puesto que nuestro colaborador J. Boor, en el artículo [aludido por los hijos del señor Alcalá Espinosa, no decía que éste fuese masón, sino que fue ejecutado, con otros muchos diputados radicales, «por el único motivo de la escisión masónica de los radicales»]. Todos nuestros lectores recordarán el abolengo masónico del partido radical. Sus principales jefes, don Alejandro Lerroux y Martínez Barrio, nunca negaron su filiación a las logias, y casi todo el estado mayor que los rodeó antes y después de su rompimiento estaba compuesto, en buena parte, por masones. Esto no presupone que entre los dirigentes del partido radical no hubiese gentes ajenas a la turbiedad de las logias. Cuando don Alejandro Lerroux y Diego Martínez Barrio marcharon por diferentes caminos políticos, éste último, como Gran Oriente español, dispuso el ataque de la masonería contra el sector enemigo de sus antiguos correligionarios. La escisión radical se sustanció de un modo sangriento durante nuestra guerra, y el puro problema interno de esta escisión llevó a la muerte a muchos radicales, unos masones y otros no. [Aceptamos de buen grado y altamente complacidos esta noble rectificación de don Rafael y don Nicolás Alcalá, hijos del señor Alcalá Espinosa, tanto por lo que tiene de justa como por lo que encierra de gallardía filial. Por otra parte, los hermanos Alcalá siempre han estado en la primera línea de la defensa de España y nos complace decirles desde aquí, nuevamente, que el nombre de su padre no figuraba como masón en el artículo de Jakim Boor, ni tal cosa se quiso afirmar aquí. El señor Alcalá Espinosa murió como un buen español y su muerte se produjo en circunstancias bajo las cuales el problema interno del partido radical quedaba ampliamente rebasado por el problema de España. Y a España entregó su vida, generosamente, el padre de nuestros comunicantes]» (ARRIBA: 1950).

Pues bien, las palabras entre corchetes del párrafo anterior fueron expurgadas de la recopilación de Masonería y sustituidas por una alusión en general a los diputados radicales inocentes que murieron por culpa de la inquina masónica, y se alude expresamente al artículo del pasado 18 de junio (BOOR 1952: 207–208). En el antedicho artículo, titulado en Masonería como «Masonería española», no figura tampoco el nombre de Alcalá Espinosa en ningún sitio (Ibídem: 197–202).

La categoría de enemigos es la que más entradas acumula, con 60 de las 91 colaboraciones analizadas (casi un 66 %). Franco veía por todas partes, tanto en el pasado como en el presente de España, multitud de enemigos unidos, hostiles y envidiosos al otrora esplendoroso Imperio hispánico y al régimen actual. Así, glosa Luis Suárez que ya desde el primer artículo de Jakim Boor el Caudillo «se proponía demostrar de qué modo el ataque contra su Régimen no era otra cosa sino el resultado de una confluencia entre dos fuerzas, masonería y comunismo» (SUÁREZ 1984: 140). Añade el hispanista Bennasar que el Generalísimo veía en todas «las desgracias de España y la elaboración de la política mundial los efectos una perpetua conjura de los masones, aliados según las exigencias del momento a los comunistas, los socialistas, incluso los judíos» (BENNASAR 1996: 300). Opina el francés que para Franco esos enemigos «forman parte de una especie de delirio interior. Es un fantasma frío que alimenta con perseverancia» (Ídem).

Esta conspiración conjunta de la anti–España era lo que se denomina comúnmente «contubernio», idea que acompañaría al dictador hasta el último de sus mensajes a los españoles6. De acuerdo con el Domínguez Arribas, esta idea del contubernio «no es ni mucho menos algo exclusivamente español ni franquista. De hecho, los sublevados de 1936 no hicieron más que actualizar los viejos temas que los propagandistas católicos reaccionarios llevaban difundiendo desde hacía décadas» (CASALS 2010b). De la siguiente manera lo expresa el propio Jakim Boor en «Acciones asesinas»: «Judaísmo, masonería y comunismo son tres cosas distintas, que no hay que confundir, aunque muchas veces las veamos trabajar en un mismo sentido y aprovecharse unas de las conspiraciones que promueven las otras» (BOOR 1952: 219). En palabras de Javier Tusell, Franco probablemente pensaba que las conspiraciones existían en la realidad: «La masonería aparecía, en su forma de ver las cosas, vinculada al liberalismo y éste a su vez, de modo necesario, llevaba a la subversión comunista. La masonería encerraba una dosis suplementaria de peligrosidad porque, a diferencia de la clara subversión revolucionaria, podía conseguir ocultar sus propósitos decisivos bajo una apariencia inocua (…) lo más probable era que Franco creyera sinceramente lo que afirmaba» (TUSELL 1996: 123–124).

El comunismo está bastante presente en los artículos: este enemigo aparece en 19 de ellos (31 % dentro de la categoría, 20 % del total). Hispanicus no diferencia entre las distintas variantes del marxismo: «Para nosotros, socialismo y comunismo son escalones en una misma marcha, al final de la cual el comunismo espera» (HISPANICUS 1949: 1). Este mismo seudónimo opina que el comunismo ruso, para desgracia del mundo, se ha expandido con la guerra mundial, tras haber llevado a Rusia el fracaso económico y social (HISPANICUS 1945b:

1). En España, de acuerdo con el comentarista en «El gran secreto», existe una unión malévola entre el comunismo y la masonería que conspira contra la España nacional. «Si en otras partes los campos del comunismo y la masonería aparecen claramente delimitados, y hoy en franca y abierta oposición, en el sector de los españoles viven en íntimo contubernio» (BOOR 1952: 37–38). Para combatir el peligro comunista – frente al que España es un firme bastión–, Franco (a través de Hispanicus) llama a las naciones occidentales a plantar cara a Rusia para liberar el este de Europa del yugo de la hoz y el martillo (HISPANICUS 1964: 25–31).

Hay muy poca literatura sobre Franco y el comunismo en los artículos. Solamente se ha encontrado que al hablar de Jakim Boor, el académico Suárez matiza que Franco consideraba al comunismo más peligroso incluso que la masonería y «De una manera constante sostendrá que la URSS, en cuanto vehículo para la expansión del marxismo, era el peligro principal que arrostraba el mundo, ya que el materialismo dialéctico destruye las raíces de la vida espiritual» (SUÁREZ 2005: 118). Para el Generalísimo, los españoles eran víctimas del «sovietismo» porque Stalin quería vengarse de la derrota en la Guerra Civil y del envío de la División Azul (TUSELL 1984: 100).

Gran Bretaña también es otro de los blancos de la ofensiva periodística de Franco, con 16 alusiones (casi un 27 % en la categoría de enemigos). La pérfida Albión es el origen de la odiada secta, de la que Jakim Boor llega a decir incluso que está comandada por la Corona británica y se confunde con el Estado (BOOR 1952: 94–97). El Caudillo afirmó en un Consejo de Ministros en 1945 que en el Reino Unido había nada más y nada menos que 15 millones de masones, y que todos ellos habían votado al partido laborista, hostil al régimen (TUSELL 1984: 100).

Franco acusaba a menudo a Inglaterra de mala vecindad y falta de moralidad, así como de entorpecer las relaciones del régimen con Estados Unidos: España es «la malquerida» de Inglaterra (MACAULAY 1948a: 1), mientras que nuestro país obra adecuadamente. Así, en «Serenidad», Macaulay censura con dureza la política económica británica –pero sin atacar a los laboristas– y llama al pueblo inglés al sacrificio; asimismo a los laboristas se enorgullece de la «serenidad» y «libertad» de crítica en la prensa española (MACAULAY 1947e: 1). En sus artículos el Generalísimo también se oponía a la supuesta voluntad de los gobernantes ingleses de dictar la política española; en una ocasión los conmina a que dejen España en paz y se ocupen de sus «negros comunizados»

La última etapa de las colaboraciones (1954–1955) coincidió con una campaña impulsada por Franco para recuperar Gibraltar, lugar que se convirtió en objetivo prioritario. Ya antes, en 1950, se había impulsado una campaña pro–devolución por iniciativa del Caudillo –el ministro Martín Artajo no estaba de acuerdo–, la cual «cobró ímpetu durante el mes de diciembre y adoptó la forma de artículos publicados en la prensa oficialista, entre ellos uno escrito por Carrero Blanco con el seudónimo de «Juan de la Cosa», otro del mismo Caudillo, una entrevista con Franco, virulentos artículos de escritorzuelos del régimen, y la organización de manifestaciones estudiantiles contra Gran Bretaña» (PRESTON 2004: 654). El Generalísimo creía que la actuación gubernamental en este asunto era inane, como le contó a su primo el 10 de diciembre de 1954: «No estoy conforme con la poca energía que tienen nuestras autoridades para enfrentarse con los ingleses. El actual gobernador de Gibraltar habló con el general Cuesta, nuestro gobernador, y le dijo que debíamos reflexionar sobre las medidas que tomábamos, pues las consecuencias de ellas iban a ser que los ingleses no admitiesen a ningún obrero español y los trajesen de sus colonias. La contestación de Cuesta no fue muy enérgica defendiendo el punto de vista de España, y sólo dijo que él se limitaba únicamente a cumplir órdenes recibidas. Lo que debió contestar era que esa represalia ya estaba prevista, que España respondería con otras y que se les daría trabajo» (FRANCO SALGADO 1976: 47).

En «Siempre Gibraltar» el dictador comienza su particular lucha aireando la historia del conflicto, sacando a la luz que Winston Churchill había ofrecido al gobierno la devolución del peñón a cambio de la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, promesa incumplida que ofende a los españoles (MACAULAY 1954a: 1–2). La reina de Inglaterra, sin tener en cuenta estos ataques, visitó Gibraltar, provocando la respuesta dialéctica y física del régimen: «Franco, profundamente irritado por la visita de la reina Isabel II a Gibraltar, escribió varios artículos virulentos en el periódico Arriba bajo el seudónimo de «Macaulay». No obstante, silenció las protestas públicas más fuertes, en parte para disminuir la agitación en las universidades y también a causa de la clara declaración del embajador estadounidense de que la posición de Gran Bretaña y Gibraltar dentro de la OTAN aseguraba el apoyo de Estados Unidos a Londres en el tema del Peñón» (PRESTON 2004: 683). Sin embargo Macaulay, a pesar oponerse al viaje oficial, exonera a Isabel II de toda responsabilidad y considera que son sus consejeros los que la mantienen engañada sobre la vergonzosa situación del peñón (MACAULAY 1954b: 1–2). Isabel II, como viene siendo habitual, ha declinado hacer declaraciones sobre este incidente. Para la historiadora Mirta Núñez, jalear esta bandera era una cuestión más retórica que práctica: «En realidad no creo que hubiera una voluntad real de recuperar Gibraltar, pero le venía muy bien para esa ideología hueca que tenía jalear la pérdida de Gibraltar y luego la recuperación, las dos cosas. Y de hecho cualquier acción en ese terreno queda en agua de borrajas».

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Los judíos no parecen en principio una preocupación de gran magnitud en los artículos de Franco (10 menciones, el 16 % dentro de la categoría de enemigos y un 11 % del total de los 91 textos), sin embargo hay un debate historiográfico amplio sobre este asunto. No se va a entrar aquí a tratar sobre la posición de España y Franco respecto a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, cuestión en la que no existe consenso historiográfico y está siendo sometida actualmente a revisión; solamente durante el período de los artículos (1945–1960). Según el Premio Príncipe de Asturias Joseph Pérez, después de que se aprobara el Fuero de los Españoles en 1945 se dio una cierta tolerancia que permitió la apertura de sinagogas (PÉREZ 2005: 316–318). Después de la Segunda Guerra Mundial, mientras Franco ocasionalmente atacaba a los judíos en sus artículos, la España oficial se preocupaba en presentarse ante el mundo como protectora del pueblo semita ante el Eje. En este sentido, el profesor de la universidad de Tel Aviv expresa que el intento del régimen por integrarse en el entorno político favoreció la situación de los judíos: «Se trataba de una minoría tolerada. Hasta mediados de los años cincuenta, Franco afianzó una política que permitió a los judíos en España llevar una vida comunitaria y religiosa más o menos libre (con ciertas restricciones, sobre todo con respecto a la visibilidad de sus sinagogas). Bernd Rother mantiene que, si bien efectivamente el franquismo ayudó en algo a los judíos españoles que perseguidos por el nazismo –un panfleto de la Embajada de España en Estados Unidos de 1949 afirmaba que se había salvado a 6.000 judíos en Francia y protegido a todos los sefardíes en Rumanía– las cifras cacareadas por la propaganda del régimen distan mucho de la realidad (ROTHER 2005: 397–403).

Si bien el Generalísimo no intervino personalmente para salvar a los judíos en manos de los nazis (MORALES 2004: 1280), su aversión por ellos era mucho menor que por los comunistas. No obstante, siguiendo a Juan José Morales, es pertinente decir que se destila cierto antisemitismo en los artículos de Franco, en los que se incluye a este pueblo dentro de la gran conjura contra España: «Franco se creía a pies juntillas las extrañas patrañas que figuran en Los Protocolos de los Sabios de Sión, y por eso repetía hasta la saciedad lo del contubernio judeomasónico. Ese contubernio explicaba todos los males de España. Explicaba la repulsa que el régimen franquista sufría poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, la exclusión de España en la constitución de las Naciones Unidas, el «cerco internacional», y los múltiples ataques contra Franco (…) «Los artículos escritos por el general Franco (…) con el seudónimo de «J. Boor» hacían un canto a los valores de la España tradicional, y alertaban contra los «ataques» de la masonería, con unos argumentos de un elevado tono antisemita» (Ibídem: 1302).

Enrique de Aguinaga opina que Franco no se refería en sus obras a los hebreos de a pie, sino a los poderosos: «Los judíos no eran los judíos sefarditas que salvó de la persecución nazi. Los judíos eran los judíos de Nueva York, las grandes oligarquías judías que gobernaban internacionalmente. Eso era lo judeomasónico, no los pobres judíos que salvaba Briz a través de la embajada… (…) Los judíos eran el poder capitalista y el poder mafioso, las grandes internacionales judías». Examinando de cerca los artículos, se comprueba que lo que más le molesta es el Estado de Israel –el cual votó contra la entrada de España en la ONU– (BOOR 1952: 79) y «el judaísmo internacional» (Ibídem: 73) que odia la religión católica (Ibídem: 66). Tras este desencuentro con el Estado hebreo el Caudillo vuelve los ojos hacia el mundo islámico, con el que se aliará, y la propaganda exaltará la «tradicional amistad hispano–árabe» (PORTERO 2008). El profesor Rein apunta que el dictador recelaba con razón: «No le faltaban razones a Franco para guardar cierta sospecha hacia el Nuevo Estado Judío. El Estado de Israel estaba baja la hegemonía de partidos socialistas/socialdemócratas hasta los años setenta. No se trataba de fuerzas políticas que le resultaban de su agrado. Su alianza política con la Iglesia Católica y los temas no resueltos del estatus de Jerusalén y de los Santos Lugares en la misma tampoco le alentaban a acercarse a Israel».

En «Acciones asesinas», Jakim Boor matiza que la culpa no es del judaísmo en general, sino de una minoría conspiradora unida a la masonería, como ya habían demostrado –para Franco– Los protocolos de los sabios de Sión (BOOR 1952: 220–221). Es más, Joseph Pérez detecta cierta afabilidad hacia los judíos sefardíes de Marruecos ya en la Revista de Tropas Coloniales (PÉREZ 2005: 313). Resume el hispanista: «El régimen de Franco, a pesar de declaraciones ideológicas sobre el complot judeo–masónico y de la repetida aprobación del decreto de expulsión firmado en 1492 por los Reyes Católicos, se mostró, pues, bastante benévolo con los sefardíes y los judíos» (Ibídem: 320). Probablemente lo fuera con los judíos ricos de Marruecos que, según el historiador Isidro González, apoyaron al Generalísimo y finaciaron su sublevación (CASALS 2010a).

El liberalismo y la democracia son otro de los enemigos a batir: «Franco odiaba la democracia liberal y el parlamentarismo. Los consideraba origen de males nefastos para un Estado. ‘El régimen liberal y de partidos –decía en 1943– para los españoles ha demostrado ser el más demoledor de los sistemas, incompatible con la unidad, la autoridad y la jerarquía'» (BARDAVÍO y SINOVA 2000: 181). Sin embargo, solamente en 7 (de los 60 que componen la categoría de enemigos, es decir, cerca de un 12 %) artículos carga las tintas específicamente contra esta figura política.

Quiere este trabajo matizar la apreciación de Preston de que Franco no distinguía la masonería de la democracia liberal (PRESTON 2004: 614). En «La masonería, signo liberal» Jakim Boor explica a sus lectores (contestando a sus cartas) que «La masonería es un producto liberal que existe con la Monarquía, con la República y con el socialismo. La masonería gusta de lo liberal» (BOOR 1952: 26). Sin embargo, en «El gran odio», se matiza: «Desde que el liberalismo y la democracia hicieron su entrada en el ruedo político a lomos de la bestia masónica» (Ibídem), por lo que no queda claro cuál fue primero o si realmente hay una separación cerrada entre uno y otro; lo que sí queda claro en la lectura de las colaboraciones es que masonería y liberalismo trabajaban unidos. Hasta el último de los artículos Franco se opone al liberalismo, aunque sea una nota de la monarquía, pues ello sería la antesala del odiado comunismo (BOOR 1960: 17–18).

La masonería es el tema estrella de los artículos de Franco, con 54 repeticiones en «enemigos» (el 90%), lo cual supone un 59 % respecto al total de artículos. Para él, esta organización era la causa de todos los males de España y de parte de Europa, explica Fusi: «Lo que había desvelado es que eran masones casi todos los políticos que en algún momento u otro habían dicho algo contra su régimen (Roosevelt, Churchill, Truman, Blum, el noruego Trygvie Lie (…) que toda la política del Reino Unido y Francia desde el siglo XVIII había sido dictada por la masonería; que la masonería perseguía la decadencia de España desde que la introdujera Felipe Wharton (…) en 1728 (y a su mano se debía todo lo que en España había ocurrido desde entonces: el motín de Esquilache, la expulsión de los jesuitas, la pérdida del imperio, revoluciones y guerras civiles, la ferrerada de 1909, la cañida de Maura, los crímenes políticos, etcétera)» (FUSI 1995: 129).

El Caudillo manifiesta en sus colaboraciones un conocimiento casi enciclopédico – apunta Fusi que «debió emplear muchas horas en hacerlo [el trabajo de investigación]: sus artículos mostraban un grado de erudición no desdeñable» (Ídem)– de la organización de la masonería: por ejemplo en «Grados y pruebas», donde explica detalladamente los ritos de iniciación y las jerarquías masónicas » (BOOR 1952: 121–130); o en «Internacionalismo», donde relata la historia y funcionamiento de la Asociación Masónica Internacional (AMI) fundada en 1921 (Ibídem: 163–170).

La obsesión del Generalísimo por la masonería es ampliamente conocida y bien documentada, además de compartida por su principal confidente: tanto él como Carrero Blanco «veían masones conspirando contra el régimen por todas partes» (LINZ y TERÁN 1995: 193). A tal extremo llegaba que incluso construyó una reproducción de un templo masónico. El experto en masonería José Antonio Ferrer Benimeli apunta a dos posibles causas para este odio. Una es la marginación que sufrió Franco a manos de militares masones durante la II República. La otra es que intentó entrar en la orden por dos veces (una en Larache en 1925 y otra en Madrid en 1932) y siempre fue rechazado por otros compañeros de armas, según los testimonios del teniente coronel Joaquín Morlanes – masón desde el 4 de agosto de 1925– y del que fuera Jefe de la Falange en Tetuán, Augusto Atalaya (FERRER 1977: 43). En cualquier caso, como afirma el propio Ferrer Benimeli, se trata únicamente de testimonios y jamás ha trascendido documento alguno que pruebe que Franco haya intentado ingresar en la masonería.

La religiosidad es un componente fundamental en el antimasonismo del Caudillo: «el argumento principal que Franco esgrimió en su lucha para la extirpación de la masonería, no era otro que el de las duras sentencias pronunciadas por la Iglesia. Cuando la actitud de la jerarquía católica cambió, en especial después del Concilio Vaticano II, Franco acomodó su postura a esta conducta reciente: nunca aceptó su existencia, pero dejó de perseguir a los masones» (SUÁREZ 2005: 118). En el artículo «Alta masonería», Jakim Boor alude expresamente a la condena eclesiástica a la masonería en la encíclica Humanum Gens del papa León XIII y condena el anticatolicismo de las logias (BOOR 1952: 73–78).

La familia también juega un importante papel. En sus memorias, la hija del Caudillo recuerda cuánto le molestaba la Orden y por qué: «Decía que cuando una persona pertenece a la masonería, obedece las órdenes de esa masonería, y como la masonería es muy internacional, para él, como buen español, que siempre era muy de hacer lo que creyera mejor, tener que obedecer lo que dijeran unos señores de fuera no le gustaba. No era su ideal ni mucho menos. [El origen de su animadversión] yo creo que debió de ser en su época de África al ver las conductas de militares, que no había muchos, pero había algunos que eran masones y no le gustaba la idea de ayudarse unos a otros. En los militares le molestaba mucho…» (PALACIOS y PAYNE 2008: 457).

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El padre, Nicolás Franco, se burlaba de esta ofuscación conspiranoica «¿Qué sabrá mi hijo de la masonería? Es una asociación llena de hombres ilustres y honrados, desde luego muy superiores a él en conocimientos y apertura de espíritu» (PRESTON 2004: 500). La fobia a la masonería no le impedía a Franco emplearla en su favor: «Los dos hermanos de Franco, Ramón y Nicolás, fueron masones, el primero por su cercanía a la República y el segundo por sus vínculos financieros. Especialmente útil a Franco fue Nicolás (…) le sirvió para contactar con el Comité de No Intervención durante la Guerra Civil y, posteriormente, con los aliados en la Segunda Guerra Mundial» (RODRÍGUEZ 2006: 92). En cualquier caso, concluyen en Franco contra los masones, «Franco se llevó a la tumba la verdadera razón de su obsesión antimasónica. Los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo» (CANSINOS y BRUNET 2007: 17).

En el imaginario del Caudillo figuran como masones su propio hermano Ramón, los generales Aranda, Cabanellas y Masquelet, Don Juan, el duque de Alba, Jiménez de Asúa… (FERRER 1977: 42). Linz expone que, si bien «el atribuir el anticlericalismo y laicización de la sociedad española en los años de la República a una conspiración masónica es ridículo», no se debe «ignorar la influencia de los masones en la vida pública y su presencia en la elite dirigente de algunos partidos sería injustificable, aunque su número fuera pequeño» (LINZ y TERÁN 1995: 1993). Jesús Ávila identifica a algunos: «Manuel Azaña, presidente de la II República; Josep Yrla i Rovira, fallecido en 1911, presidente de la Generalitat Catalana; Luis Carrero Blanco, jefe del Gobierno franquista desde 1951 hasta su asesinato en 1973; Luis Ferrer Salat, quien fuera Gran maestre del Gran Oriente de España, etc., etc.» (ÁVILA 2001: 236). No obstante las cifras que maneja el franquismo son exageradas: se abrieron 80.000 expedientes de pertenencia a la masonería, cuando según Ferrer Benimeli nunca llegó a haber más de 5.000 en España (TUSELL 1996: 124). El escritor, y también masón, Ignacio Merino respalda que se barajan cifras de 15.000 masones «masacrados» y unos 80.000 reprimidos judicialmente o a través de familiares.

Las diatribas de Franco contra la masonería estaban a la orden del día: censura en «Los que no perdonan», de 1949, que hayan intentado triunfar en las elecciones de Portugal (BOOR 1952: 45–52) o en «El gran fraude democrático» en las de México (Ibídem: 67–72); la acusa de la inestabilidad política en Bélgica en «El gran odio» o «Batallas políticas» (Ibídem: 61–66, 235–240) y de cometer asesinatos rituales en «Crímenes de las logias» (Ibídem: 115–120). El caso prototípico es el último artículo de la recopilación, «La masonería actual», compendio de todas las inmoralidades de la «secta» y mención de los recientes disturbios en Barcelona (Ibídem: 321–329) Asimismo son muy abundantes los artículos de corte histórico en los que Jakim Boor narra con todo detalle (fáctico; nunca describe apenas ambientes ni personas) las tropelías cometidas por la orden en el pasado. Por ejemplo, «Historia masónica» es prácticamente una noticia biográfica del malhadado Felipe Wharton, duque inglés al que Franco atribuye una vida de excesos y la fundación de la primera logia en España (Ibídem: 131–136). Tal era el odio del Caudillo hacia este hombre que, cuando visito su tumba del monasterio cisterciense de Poblet en junio de 1952, obligó al abad a mover la lápida de la tumba de Wharton fuera de suelo sagrado (FERRER 1977: 39). Una larga serie de artículos está dedicada a relatar la expansión de y las calamidades provocadas por la masonería bajo el reinado de Carlos III: el motín de Esquilache, la infiltración en la Inquisición, la campaña contra los jesuitas… (BOOR 1952: 253–276, 293–300).

Deseoso de unir a todos sus enemigos bajo una misma bandera, Jakim Boor afirma que «el carácter judaico de la masonería se acusa a través de su literatura y de sus ritos (…) el hebreo es antes judío que masón y subordina a su creencia y a su pasión judaica todos los intereses de la orden, no obstante lo cual aparece ocupando los principales puestos de la masonería» (BOOR 1952: 140–141). En relación al complot soviético–masónico, Franco contra los masones contrapone que «la consigna de la AMI era que la lucha contra el régimen franquista debía hacerse de manera que no beneficiara a la URSS y a Stalin (CANSINOS y BRUNET 2007: 38). Ferrer Benimeli señala, por su parte, que la masonería estaba completamente prohibida y se hablaba de ella en pasado, como instrumento al servicio de la reacción y antirevolucionario (FERRER 1977: 48–49).

¿Hay verdad histórica detrás de las numerosas acusaciones que Franco formula contra los masones? Es difícil saberlo; la simple contrastación desborda este trabajo. El profesor Tusell afirma que, si bien hay algo de cierto en la influencia de la masonería en la Historia de España, el Caudillo tergiversó y exageró los hechos: «Durante la dictadura de Primo de Rivera esta institución [la masonería] fue utilizada con esos propósitos [de subversión política] y en la República un elevado número de masones desempeñaron un papel político destacado. Franco, sin embargo, se quedó en la teoría conspirativa de la masonería, sin darse cuenta de que ésta tuvo un carácter plural y que además eran militantes masones destacados personajes de significación moderada o centrista, aunque, a diferencia de lo que sucedía en otros países, hubiera en España masones socialistas» (TUSELL 1996: 122–123). La intervención en este debate de Enrique Moradiellos clarifica la maniobra propagandística del Caudillo: «Como todas las mitologías fabulosas y legendarias, esa identificación como enemigos de la judería, la masonería y el comunismo tiene visos de realidad transformados y totalizados. Sin duda, el judaísmo se opone al cristianismo desde el siglo I de nuestra era en la medida en que los judíos no asumen que Cristo es el ungido y el Hijo de Dios (…) Y se les respeta porque son testigos del martirio cristológico, pero que deben penar por ello hasta el final de los tiempos. La masonería, en la medida en que pretende una religión superior, no cristiana, (…) es enemigo de una Iglesia Romana que asume la condición de única verdadera opuesta a la herejía. Y desde el siglo XVIII el apoyo masónico a reformas liberales que son también secularizadoras convierte a estas sectas discretas, pero no secretas, en primeras oponentes de la Iglesia romana. Y finalmente, el bolchevismo es enemigo de esas derechas burguesas por motivos obvios de subversión. Unir en una única conspiración tridentina (…) a judíos, masones y comunistas, pese al absurdo (unos avariciosos financieros, otros librepensadores individuales, los últimos colectivistas subversivos) a los tres enemigos es operativamente fácil y sirve como explicación plausible para los males sufridos o conllevados».

El siguiente enemigo, la ONU, aparece para Franco como un organismo odioso que intriga contra la respetable España, y se refiere despectivamente a ella hasta en 14 ocasiones (23 % de la categoría de enemigos). En «¡España es la que acusa!» Hispanicus niega toda autoridad sobre España a este organismo y se enorgullece de la neutralidad nacional durante la Segunda Guerra Mundial, frente a la subordinación de los rojos a Rusia en la Guerra Civil (HISPANICUS 1946: 1, 4). Por supuesto, la ONU está dominada por diplomáticos masones (BOOR 1952: 11–12) que votan lo que quieren –contra España en este caso– sin contar con el respaldo popular, sino obedeciendo a las consignas de sus logias (Ibídem: 21–24) y además está vinculada a la AMI, a la que se consulta antes de tomar cualquier decisión (Ibídem: 179–180).

Gran parte de las críticas a las Naciones Unidas se centran en su secretario general, el noruego Trygvie Lie, perteneciente a un grupo de «degenerados y delincuentes» (MACAULAY 1947e: 1) además de «grado 33 de la masonería [el máximo], lo que no le priva, a su vez, de estar al servicio de Moscú» (BOOR 1952: 11). Franco no pierde ocasión para atacar a este supuesto doble agente, pues «El caso de Trygvie Lie es un ejemplo que no debe olvidarse» (Ibídem: 206).

La propaganda enemiga, que no la propia, obtiene algo más de atención que los judíos (11 menciones) y la enemistad que Franco le profesa se debe a que mancha con mentiras el buen nombre internacional de España y su régimen, intentado destacar únicamente los aspectos negativos del mismo (MACAULAY 1948a: 1). Actúa movida en multitud de ocasiones por los otros enemigos, como por ejemplo la masonería, que insta a sus seguidores a desprestigiar a España en todos sus medios de comunicación (BOOR 1952: 44).

Dentro de la propaganda, el blanco preferido del Caudillo es la BBC (British Broadcasting News). Por ejemplo, en «Albión» la acusa de continuas calumnias –porque él somete la corrupción a tribunales no masones, pero no niega su existencia– a España y de acoger a comunistas y exiliados que actúan movidos por la envidia (MACAULAY 1949: 1).

Por último, dentro de los enemigos de España se incluyen los rojos, a los que Franco ataca tantas veces como a la propaganda enemiga. Los exiliados republicanos, que sin lugar a dudas para el Caudillo siguen maquinando para retomar España, reciben ayuda de sus otros enemigos: «Toda la protección que los rojos españoles encuentran en los  medios internacionales tiene una misma explicación y un mismo origen: o son los masones los que los apadrinan y apoyan, o son las Embajadas soviéticas y sus agentes quienen los mandan y los finanzan (BOOR 1952: 12–13). Entre ellos ocupan un lugar destacado como objeto de odio en los artículos el «siniestro» José Giral, presidente del gobierno republicano en el exilio de 1945 a 1947 (HISPANICUS 1946a: 1) e Indalecio Prieto, el «capitán Araña» al que otros países han acogido y los laboristas ingleses apoyado (MACAULAY 1950: 1).

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.