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El mero título de este texto parecerá provocador a todo bien pensante.

Desde luego, no es políticamente correcto. Sin embargo es conveniente llamar a las cosas por su nombre, como advirtió Cicerón respecto a los tiranos, a los cohechos y a los robos.

Lo mismo ocurre con los derechos humanos de la modernidad: son una falacia, como denunció hace algunos años el filósofo francés Michel Villey.

También o mejor dicho, principalmente, en esta España surgida de la Constitución del 78, pues algunos de esos “derechos” tienen toda la apariencia de que han sido una “recomendación” para entrar en la Unión Europea.

El paradigma de esos falsos derechos es el del aborto, pero no es el único.

En realidad se trata de todo lo contrario a un derecho. Es propiamente, un anti derecho. O si se prefiere con lenguaje clásico, una injusticia evidente.

También es una inmoralidad flagrante.

Desde el punto de vista religioso, se trata de un pecado gravísimo como ha recordado la encíclica de San Juan Pablo II, EVANGELIUM VITAE. Y desde en el plano político expresa además, una mentalidad absolutamente insolidaria y disolvente. Es una prueba más de que no nos encontramos ante una comunidad política.

Probablemente ni retrotrayéndonos a los tiempos prehistóricos encontraremos una “sociedad” más bárbara que la actual. Sobre todo si se considera que entre medias existió la civilización cristiana. Y con el agravante de que se trata de sociedades “civilizadas”.

Ciertamente no sólo no hemos progresado, sino que hemos retrocedido. No es pues, exageración la metáfora del profesor Francisco Gentile al referirse a ellos como a “la selva de los derechos del hombre”.

Ni tampoco es exagerada la descripción de Juan Pablo II cuando indica que su afirmación “se reduce a un ejercicio retórico estéril”. En realidad es peor que la selva, pues en ella rige la ley de la conservación de la especie con arreglo a la naturaleza propia de cada una de ellas.

Por innecesario, el aborto manifiesta que el hombre es capaz de comportarse peor que las bestias. Y lo más grave no es que haya mujeres que aborten y personas que las ayuden a ello, sino que todo ello se haga con el beneplácito legal.

Como ya indicara Ramón Maciá Manso, se trata de una perversión del Estado y del derecho –en cuanto que lo que se denomina como tal se dedica a lo contrario de su fin propio–, que conduce a la perversión de la sociedad.

Se trata además, de un plano inclinado que al deslizarse por él se incrementan aceleradamente sus efectos.

Primero fue el divorcio, luego el aborto. Ambos comenzaron como algo “insignificante”. Una inocente fruslería.

Resulta pues además de una paradoja, un sarcasmo considerar a España y a la Unión Europea defensoras de los derechos humanos, cuando con esta expresión se alude –aunque erróneamente, como la práctica demuestra– a lo que es digno de protección, ejercicio y aseguramiento.

Salvo que se parta de la base –como en realidad ocurre, aunque se oculta–, de que la vida humana no vale un comino. No es más que algo desdeñable, despreciable.

El ejemplo español me parece evidente. Según el Instituto de Política Familiar y a partir de datos del Ministerio de Sanidad y del Instituto Nacional de Estadística, entre su “legalización” en 1985 y el año 2013, se producía un aborto cada 4.8 minutos. Es decir: 298 abortos/día.

Hasta 2013 como decimos, se habían producido 9.2 millones de abortos, siendo la cifra muy similar, la referente a gobiernos del PSOE y del PP. Con Rajoy por ejemplo, entre 2012 y 2013, se contabilizaban 221.000 a pesar de que se comprometió a modificar/derogar la ley.

Con la píldora abortiva del “día después”, aunque los abortos –técnicamente–quizá disminuyen, sin embargo la supresión de las vidas inocentes se amplía especialmente.

Jamás ha existido holocausto mayor en la historia de la humanidad. Y no se trata de enemigos, sino connacionales, de los propios hijos. Y de absolutamente inocentes.

Ante tales cifras, cualquier argumentación que pretenda ligar aborto y derecho, es un escándalo y una depravación. Las razones de estos “derechos”, cuya tabla se ha ampliado y se ampliará todavía más –divorcio, uniones homosexuales legalizadas, adopciones sin que a la “pareja” adoptante se le exija ser matrimonio o se permita al contubernio del mismo sexo, manipulaciones genéticas, eutanasia, etc.–, han sido expuestas y denunciadas reiteradamente, de modo especial con dimensión universal por San Juan Pablo II y singularmente en la encíclica EVANGELIUM VITAE.

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No voy a referirme a ellas, aunque una de sus razones la constituye el individualismo, justificador de cualquier egoísmo.

Prescindiendo de sus causas, entre la que no es la menor la democracia moderna –que de un sistema de gobierno ha pasado a ser una forma de vida y de un instrumento político ha derivado a constituir una filosofía y una religión– parece razonable cuestionarse la viabilidad prolongada de España, abocada a la despoblación. Y cabe preguntarse así mismo, si su sólo intento a ese precio, vale la pena.

La basura en la que estamos inmersos no tiene parangón posible en la historia de la humanidad. Los derechos humanos en las sociedades contemporáneas, como es sabido por casi todos, aunque la mayoría lo oculte hipócritamente, no son más que la coartada para justificar el egoísmo individual en una sociedad inmoral, en todo aquello que el poder del Estado considera que no le debilita.

Su propia concepción que es la de la modernidad y su ejercicio, tal como se desarrolla en la sociedad, es antijuridico y antihumano.

En cuanto jurídico es mera apariencia y no realidad.

En cuanto perversión es desgraciadamente, demasiado real.

Cabe preguntarse cuál será el futuro de una España y una Europa, que tienen ambas, como uno de sus pilares más preciados esa concepción y ese ejercicio de los llamados derechos humanos.

Éstos, lejos de constituir una tabla de salvación, se asemejan más bien, al peso con que durante la navegación, se lastraban los cadáveres para enviarlos al fondo del océano. Con la diferencia de que se aplican a los vivos.

Cabe preguntarse también, si una sociedad que permite el sacrificio impune de los inocentes no está fraguando inexorablemente, su propia destrucción.

Las sociedades corrompidas terminan por desaparecer como la historia demuestra. Y ni España ni Europa van a ser una excepción. Si la solidaridad es uno de los principios básicos de toda convivencia y oficialmente se recurre a ella para la integración, ¿no es un contrasentido el permisivismo moral y su plasmación en un ejercicio “jurídico” de unos pretendidos derechos subjetivos absolutamente insolidarios y antijurídicos? Y si más allá de los intereses y beneficios económicos anunciados para todos, los valores en que se asientan nuestra Patria y esa Europa remiten finalmente, a los llamados derechos humanos, ¿no es legítimo, no ya dudar, sino afirmar categóricamente que tales naciones realmente carecen de valores?

Y una asociación humana, ¿puede subsistir sin moral verdadera? ¿Sin justicia? ¿Sin virtudes? O como se dice ahora, ¿sin valores?

La cuestión no tiene vuelta de hoja. Es necesario volver a la naturaleza de las cosas y al derecho que en ella se fundamenta. Y así dar a cada uno lo suyo. Sin ello es imposible la convivencia justa.

Vida en común que sería innecesario calificar de tal modo, si no fuera porque nos han habituado a vivir y parece que lo hacemos con gusto, en la inmundicia. Cuando las sociedades rechazan a Dios, especialmente aquellas que fueron cristianas, la naturaleza termina también por ser despreciada y los argumentos de razón y lo razonable resulta intolerable para quienes han pretendido reconstruir el mundo más allá del bien y del mal, negando tal distinción o haciéndose sus artífices. Por ello todo argumento es inútil frente al aberrante “derecho” al aborto y al ejercicio de los “derechos” de ese modo configurados.

Pero también alcanza la misma crítica y responsabilidad a quienes, con su omisión, no se han atrevido a rectificar o no lo han intentado cuando han tenido la oportunidad y han seguido consintiendo en esa perversidad o la han ampliado a otros campos.

En consecuencia, frente a tales formas de comportamiento que han establecido el des legislar –neologismo muy apto para describir ese modo perverso de actuación normativa contraria a la de legislar–, como una de las características de la política de la modernidad, es preciso exigir una reforma legal que suprima algunos de esos “derechos” y rectifique el ejercicio de casi todos. Es necesario retomar a la consideración trascendente del derecho como reclama Vallet de Goytisolo.

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Al bien común como finalidad de la política, como exige Castellano.

A las raíces cristianas en que se forjaron las naciones europeas y se realizó la primera configuración de Europa, como pedía San Juan Pablo II. Dando a Dios, al César, a la sociedad, a los hombres y a los concebidos lo que les corresponde.

A tales efectos urge el asociacionismo masivo que sea capaz al menos, de presionar políticamente para que lo indispensable para la convivencia sea realidad y se rectifiquen los gravísimos males establecidos, erradicando estas prácticas, hábitos y leyes suicidas, según las calificó Benedicto XVI.

Y dada la situación actual, es necesario un compromiso formal y efectivo en el que se reconozca de una vez por todas y para siempre, sin posibilidad de modificación alguna, el conjunto de obligaciones mínimas, de respetos absolutos, vinculantes para todos, basado en la naturaleza de las cosas.

A falta de acuerdo, debería recurrirse a quien ha demostrado, a lo largo de su historia, empíricamente comprobado y comprobable, que ha defendido y proclamado el carácter inmutable de esa naturaleza en la que se fundamentan todas las obligaciones y de donde surge todo lo que de auténtico y verdadero hay en los llamados derechos humanos: la Iglesia Católica. Pero no esta “iglesia” relativista y buenista de ahora, dirigida hacia el abismo por Francisco, sino aquella que se fundamenta en las Enseñanzas de su Fundador, el Hijo de Dios vivo. La que enseña que Dios es el ÚNICO Dios.

De hecho el retroceso moral y por ende jurídico, que se ha producido en toda Europa incluida España, procede en su forma más visible, de la crisis de la conciencia a la que se refirió Hazard, cuya causa principal consistió en “el proceso al cristianismo”. Un cristianismo que desde el Concilio Vaticano II, no ha hecho más que renunciar a la necesaria y permanente evangelización de las personas.

Pero el rechazo a la religión católica, a la religión revelada, significó dar la espalda a Dios y con ello, imposibilitar cualquier referencia que no sea caprichosa para el fundamento de la convivencia humana.

Se trata pues finalmente, de volver nuestro rostro hacia la Luz e instaurar todas las cosas en Cristo, de forma que las naciones en cuanto tales, en su legislación, vuelvan a fundamentarse en los principios naturales y divinos: “Si el Señor no edifica la casa, en vano se afanan los que la construyen”.

Tras la II Guerra Mundial y las terribles consecuencias del positivismo jurídico –pese a quien se empeñe en negarlo–, se produjo una vez más, por algún tiempo, de forma más o menos clara, el eterno retorno del derecho natural. Retorno efímero por carecer paralelamente, de una referencia a la religión católica. Después de haberse demostrado que sin el uno y la otra las legislaciones contemporáneas son pura arbitrariedad –como atestigua entre otras, la cuestión de los derechos humanos–.

Debería ensayarse la única solución que probó sus frutos y que paradójicamente, por un empecinamiento que parece deberse a mala voluntad, es sistemáticamente rechazada. Sin embargo para unas sociedades en las que la ciencia y el progreso se alzan, quizá –según proclaman a todos los vientos algunos de sus más conspicuos mentores–, como sus banderas más preciadas, no resulta científico negar de plano una posibilidad de solución. Ni abre el camino al progreso humano –que por su referencia al hombre necesariamente ha de medirse en términos de moralidad– rechazarla anticipadamente. Y si los gobiernos y las instituciones españolas y europeas se cierran a la única solución sensata, deberemos ser nosotros sus ciudadanos, quienes pensemos seriamente en organizarnos para exigirla.

El aborto no es un derecho. Es un crimen abominable. Y si los políticos actuales son incapaces de entenderlo, nuestro deber es apoyar a quienes sí lo entiendan sin tapujos y sin extrañas componendas, con las que seguir dando largas mientras tantos y tantos inocentes son impunemente asesinados en el vientre materno.

Autor

REDACCIÓN