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En 1993 Aznar proclamó que tenía «una profunda vocación azañista», demostrando que la estulticia de la derecha española no era ni mucho menos  patrimonio de Rajoy. Ni la UCD ni el PP estuvieron nunca dispuestos a dar la batalla cultural e ideológica contra la izquierda. El 20 de noviembre de 2002 el Congreso condenó el alzamiento del 18 de julio, el PP proclamó entonces que estábamos ante una jornada histórica, en una mezcla de cobardía, ignorancia e imbecilidad, que de nuevo otorgaba la superioridad moral a la izquierda a la vez que deslegitimaba al conservadurismo español. No es pues de extrañar que tengamos un gobierno, no sólo frente populista, sino también aliado con separatismo. 

En plena campaña contra la monarquía es de chiste que el Rey de España, Felipe VI, vaya a inaugurar una exposición en homenaje a Azaña. Aparte de las mandangas habituales sobre la reconciliación, monumental acto de trilerismo, que a estas alturas cualquier persona con un mínimo de honestidad intelectual reconocerá que, en vez de para partir de cero en una nueva etapa política, sólo ha servido apara camuflar un revanchismo que ha consistido en dar la vuelta a la tortilla, deberemos asistir al ensalzamiento de la figura de Azaña, eso sí, con mucha fraternidad… universal. 

Personaje sectario donde los haya, fue uno de los principales responsables de la guerra civil. Comenzó su andadura gubernamental con la celebérrima frase, “todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”, que pronunció con ocasión de la quema de conventos del 10 de mayo de 1931, mientras, como Nerón, miraba como ardían, acto inaugural del espíritu cainita que iba a asumir la II República durante toda su lúgubre existencia. Siguió con los tiros a la barriga en los sucesos de Casas Viejas, pesadilla desatada por el comunismo libertario  y el anarquismo pero alentada por el radicalismo más tronado de la II República. En noviembre de 1932  manifestaba en las Cortes “no creo en la independencia del poder judicial”. Azaña, lejos de esa imagen de burgués de izquierdas que sus hagiógrafos quieren vender, se comportó en el poder siempre como un déspota. Su participación, siempre negada, junto a Prieto en la intentona golpista del 34, con la que, según Madariaga, “la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”, contribuyó a sentenciar definitivamente a la II República, que lejos de evolucionar hacía un régimen liberal democrático, como sostienen algunos que Azaña deseaba, se escoró definitivamente hacía el totalitarismo y el aventurerismo revolucionario. El Frente Popular no repudió la insurrección del 1934, al contrario, la justificaba  e insistía en que hubiera una amplia amnistía para los participantes. Azaña, no solo no se opuso, sino que colaboró activamente y dio cobertura como Presidente de la II Republica a un Frente Popular cuyos radicales objetivos nadie podía ignorar. 

Cierto que una vez perdida la guerra se lamentó  de la «política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta» de la izquierda española. Cierto que en su discurso “Paz, piedad y perdón” o en su obra “La velada en Benicarló”, reconoce graves errores en la ejecutoria de la II República, de los demás casi siempre, por cierto.  Genio, figura y soberbia hasta la sepultura. En todo caso  reflexiones que llegaban demasiado tarde para aliviar la responsabilidad de quien desempeño un papel esencial en la tragedia que se desató en España en 1936. 

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Triste es que el propio Rey de España se sume al homenaje al presidente de la República  que vilipendió la figura de su abuelo, Alfonso XIII,  pero sobre todo,  nos llevó a la guerra civil, pero lo que resulta más revelador y deleznable  es que se acuda a la figura de Azaña y sus obras, por ejemplo “Memorias políticas y de guerra”, para  defender la unidad de España, mientras se silencian a figuras como José Antonio o  incluso Clavo Sotelo. Bochornoso, no porque Azaña no tuviese razón en sus críticas contra el separatismo catalán y vasco, pese a ser uno de los artífices de la constitución que abrió el paso al separatismo con sus estatutos de autonomía, sino por la indigencia moral de la derecha española, que la lleva a aceptar la autoridad  de Azaña mientras se la niega a José Antonio. Después, esos mismos mequetrefes de derecha se rasgaran las vestiduras si el retrato del sustituto de Azaña acaba en la Zarzuela. 

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