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Acto celebrado en el Centro Cubano, de Madrid, 8 de junio 1.969

Este acto, no deja de tener por su intimidad, emoción y dimensión a la vez. Emoción, por encontrarme entre Vds., cubanos y amigos, que lleváis sobre los hombros una cruz, casi incompren­sible para aquellos que no la han padecido, la de estar exiliados y fuera de la Patria. Dimensión, porque creo que el acto es algo más que una afirmación de fraternidad, de cariño y de afecto entre cubanos y españoles que combatimos por idénticos ideales,

Me gustaría brevemente, al daros las gracias por este honor que me dispensáis, comentar, aun cuando sea con brevedad, el contenido del acto, en su doble significación.

 

En primer lugar, la del exilio. El exilio cubano, es una verdadera cruz para cada uno de Vds., pero es, al mismo tiem­po, una posibilidad, quizá única en la Historia, de que las gentes de Cuba, saliendo de las fronteras de la Isla, de la cual es­tán prendidos recuerdos y amores, conozcan a gentes de otros paí­ses, y vayan desdibujando una serie de telarañas, que posiblemen­te han ido tejiéndose para separarnos.

No nos basta saber que los pueblos existen sobre una geografía determinada, ni siquiera conocer sus historias respectivas, cargadas en ocasiones de laureles más que de derrotas. Hace falta el conocimiento físico y personal de los hombres que la pueblan. Cuba existe, no porque descanse sobre una isla, sino porque esa isla hay cubanos, hay almas y corazones cubanos, hay un pueblo que siente la historia de su país, hay hombres que son capaces de marchar más allá de las fronteras donde la tiranía se ejerce, para continuar manteniendo el sentimiento y el prurito de su nacionalidad. Cuba no es sólo geografía, porque si Cuba fuese so­lamente geografía, tendríamos que identificarla con la isla, que hoy está bajo la opresión del régimen comunista de Castro. Cuba es algo más que geografía, algo más que materia, algo más que una isla, Cuba es un alma, son los hombres, sois vosotros, Cuba está en vosotros.

No ocurre desgraciadamente en vuestro caso, como ocurre con otros pueblos de Europa, tiranizados por el Comunismo. El Gobierno español, fiel a una tesis espiritualista, que arranca de nuestro más antiguo derecho, ha sabido perfilar con nitidez la distinción que existe entre la materia y el espíritu, entre la geografía y la historia, y por eso, no ha reconocido política y diplomáticamente a los gobiernos comunistas, sino que mantiene relaciones con quienes representan a esos países en el exilio. Des­graciadamente, por circunstancias, que no es este el momento ni la ocasión de comentar, no ha ocurrido así en el caso de Cuba. Pero lo cierto es, que, si alguna consecuencia positiva y ventajosa puede deducirse del exilio, ha sido este contacto personal de los cubanos con los españoles, este redescubrimiento en nuestra tierra, de los lazos fraternales de hermandad, que ahora mismo, aquí, se destacaban.

Vuestro exilio, nos ha permitido descubrir hasta qué punto somos hermanos, hasta qué punto, esa historia común, que hemos vivido durante tantos siglos, es una historia que no quedará truncada el día en que Cuba y España dejen de permanecer fieles a los ideales comunes que constituyeron la Hispanidad.

Es cierto que aquella guerra de diez años, aquella guerra chiquita y aquella guerra emancipadora, no fueron como las guerras internacionales, guerras entre Pueblos y entre Naciones, guerras entre Estados. Fueron libradas por los propios españoles, nativos o peninsulares, criollos o europeos, eran guerras libra­das entre nosotros mismos, porque quizá unos y otros no atinamos a tiempo a sorprender las nuevas fórmulas políticas que permitiesen, dentro de la autonomía interior de nuestros respectivos países, conservar las grandes unidades internacionales, que hicie­ron pesar los vínculos y los valores hispánicos en un mundo en el que otras potencias, con menos escrúpulos que las nuestras, nos iban aventajando en el terreno de lo material y de lo econó­mico.

El exilio cubano de hoy y la experiencia española del 36 al 39, dolorosa, trágica y no olvidada todavía afortunadamen­te por muchos españoles, deben servirnos a todos, para reexami­nar nuestros puntos de vista y pensar que si la fórmula política del antiguo imperio español estaba fenecida y acabada, porque no correspondía a las exigencias de los tiempos, la verdad es que por encima de estas vinculaciones espirituales y políticas, en el más alto y noble sentido de la palabra, que hubieran permiti­do a nuestros pueblos jugar en el orden internacional con más fuerza y eficacia con que hasta la fecha lo hicieron, convertidos en juguetes, a merced de las grandes potencias de uno u otro signo, que cabalgan sin escrúpulos, sobre el cuerpo virgen de la América hispana.

España, que alumbró las Nacionalidades de Hispanoamé­rica, España, como decía un ilustre puertorriqueño, ha sido Ma­dre de Patrias y no Madre de Colonias. España, no es nuestra si no que es vuestra, y tan vuestra como lo es de nosotros, los españoles de hoy, porque no es esta España, físicamente asentada sobre la Península, la que engendró a los países de la América nuestra, de la América común, de la América de la común estirpe, sino también la que engendró a las España actual. Por consi­guiente, cuando vosotros, los americanos, habláis con harta ra­zón de la Madre España, olvidáis, quizás, que de esa Madre España también podríamos hablar nosotros, porque vosotros y nosotros, nuestras respectivas nacionalidades, con sus independencias y con sus soberanías, no son más que hijas esclarecidas de una España maternal, que a todos nos alumbro. Este solar, no tiene en su casa más que el archivo y los papeles de familia y tiene, además, la tremenda responsabilidad de conservar los mo­numentos y los tesoros de una historia que es común, y con ella, el deber de dar ejemplo. Por eso, cuando dentro de esta gran comunidad hispánica, cuyos vínculos cada día sentimos palpitar con más fuerza, España no es fiel a sí misma, la repercusión se produce en cadena. Cuando España se debilita, cuando España no es fiel a los postulados ideológicos que le dieron conciencia nacional, cuando España no sabe enfrentarse con la vida, como supieron enfrentarse las generaciones heroicas de otros tiempos, la disminución de su vitalidad hispánica redunda en todas las colectividades de América, donde sigue viviéndose el sentimien­to y el espíritu de lo español.

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De aquí que, cuando esperamos en Dios, Cuba recobre su libertad, cuando los hombres que han llevado esta pesada cruz del exilio regresen a tierra cubana, y asuman las riendas de la política del país y la grave responsabilidad de reconstruirlo económica, moral y espiritualmente, tendrán que enfrentarse con un planteamiento histórico y de futuro. Si nuestros pueblos, débiles económicamente, desunidos por las fronteras, atizados en sus luchas por potencias extrañas a nuestra comunidad, no llegan a compenetrarse y a entenderse, no llegan a fundar una autentica comunidad, que puede ser mucho más fuerte que la comunidad sajona o que la comunidad comunista, porque responde a lazos más vivos -que tenemos patentes en esta reunión-, si esta comunidad no llega a fraguarse, entonces volve­remos a seguir siendo las víctimas de aquellos que ejercen la hegemonía en el campo mundial y en el campo internacional. Si alguna observación cabría hacer a las mociones que ha aprobado el Colegio Nacional de Abogados de Miami, es que, a un español, un cubano no puede considerarle extranjero. ¿Por qué hemos perdido de tal forma nuestra sensibilidad hispánica?, ¿por qué hemos sido colonizados hasta en la terminología jurídica internacional? No hemos sabido descubrir una palabra nueva, una pala­bra hispánica y común, que sirva para designarnos a nosotros, pues si es verdad que yo no soy cubano, y que un cubano no es español, también es verdad que un cubano y un español no pueden mirarse recíprocamente como extranjeros.

Nunca las relaciones entre los pueblos de raíz hispánica y las relaciones de carácter personal, entre hispanoamericanos y españoles, podrán ser configuradas jurídicamente con arre­glo a un patrón de derecho internacional que no nos sirve. Noso­tros somos algo distinto, nosotros estamos estereotipados de forma diferente. Nuestros países no son extraños, como pueden ser extraños los países hispánicos con relación a los países nórdicos, entre los cuales cabe el nombramiento de Embajadores, rela­ciones diplomáticas e incluso intercambio de condecoraciones por servicios prestaos. Aquí no prestamos un servicio a Cuba. Aquí estamos prestando un servicio a la Comunidad Hispánica. Estamos prestando un servicio a los hombres hispánicos de Cuba, a los cuales no podemos sentir como extranjeros. Cuando libramos esta gran batalla por la libertad de Cuba, estamos pensando en España, es­tamos pensando en los pueblos hispánicos, estamos pensando en el hecho tremendo de que, con el consentimiento de las grandes potencias, Cuba se halla convertida en el gran arsenal, en el gran equipaje, no solo bélico y castrense, sino también ideológico, que está contagiando a los pueblos de Hispanoamérica y que un día estalla en la subversión de Méjico y otro día estalla la subversión en la Argentina. El problema, amigos, es grave, porque desde la Cuba castrista, desde la Cuba domeñada y constreñida por la esclavitud del régimen castrista, se están sacudiendo los ci­mientos ideológicos y sociales de unas comunidades políticas que fueron integradas, fortalecidas y vinculadas por lo español.

Tal es la fuerza de lo español, como elemento integrante de lo hispanoamericano, que precisamente lo español es lo que une a los hispanoamericanos de distinta nacionalidad. Lo demás, en América, diferencia. Lo demás, en América, es un hecho que distingue a unos de otros. Las fronteras se salvan, las fronte­ras malditas, escribió una vez un gran escritor salvadoreño, por lo que es un ingrediente español de cada uno de los pueblos hispanoamericanos. En el mismo momento en que nosotros, españoles e hispanoamericanos, queremos fortalecer nuestro perfil y nuestros sentimientos nacionales, ahondando en las raíces de nuestra historia, encontramos el ingrediente de lo español. De donde se infiere que en la medida en que rehabilitemos, en la medida en que fortalezcamos, en la medida en que cultivemos lo es­pañol, que está en el trasfondo de cada una de nuestras nacionalidades, de una parte, nuestras naciones serán más fuertes, y, de otra parte, se encontrarán más unidad.

El valor, de lo español lo ha entendido perfectamente la sabia sicología comunista, que, en la gran batalla contra el coloso norteamericano, pone en pie y en juego lo típicamente hispano, para contraponerlo a la invasión sajona.

La única posibilidad de salvación del mundo libre y del mundo occidental consiste, de una parte, en que los pueblos sajones reconozcan la virtualidad y la fortaleza de los principios hispánicos, y que los pueblos hispánicos reconozcan también la lealtad con que los pueblos anglosajones, fieles a la ideología del mundo libre, están dispuestos, como lo hacen los soldados americanos en el Vietnam, a luchar por la libertad de Europa y por la libertad del mundo.

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Puede ser Cuba, por haber recibido esta impronta es­pañola durante cuatro siglos, por estar construida sobre estos cimientos hispánicos, que son comunes a la España de hoy y la América de origen hispano de la época presente, puede ser Cuba, por su proximidad al Continente Norteamericano, la que nos brinde la fórmula salvadora. Una fórmula de entendimiento, una fórmula de inteligencia, una fórmula que hará posible, que norteamericanos e hispanoamericanos, que los hombres de la estir­pe hispánica y los hombres de la estirpe anglosajona, sean ca­paces, en esta hora crucial del mundo, de hacer frente a la avalancha comunista. Una avalancha comunista, que tiene ya planta­dos tanques soviéticos en Checoeslovaquia, muy cerca de la frontera de Austria, muy cerca por consiguiente de un país li­bre, y que tiene las quintas columnas de los partidos comunis­tas adentrados en el corazón de Europa Occidental y de la Amé­rica Hispana.

Este acto, por consiguiente, tiene a mi juicio, aparte de la emoción de reunimos, esta otra dimensión que extravasa y que salta por encima de las fronteras de Cuba y de las fronteras españolas. Es un acto de Hermandad, entre unos hombres que han descubierto que, por encima de un vínculo, que ya se nos queda atrasado, el de la Ciudadanía y el de la Naciona­lidad, existe el vínculo de la ideología común, de un modo similar de enfrentarse con la vida, de una forma de entender la libertad, de una forma de entender la organización política de nuestros pueblos y la economía de nuestras Sociedades civilizadas.

Este acto extravasa las fronteras de dos países hermanos que se aman y que se quieren a través de sus hombres, y que además ensalzan una de las más bellas profesiones, a pesar de los términos peyorativos con que en nuestra literatura ha sido juzgada, que es la profesión de Abogado. Y si es justo y es loa­ble que se ensalcen las virtudes profesionales del que aboga por una causa individual, personal o familiar, del que aboga o defiende en un problema sucesorio temas de carácter patrimonial, o en derecho de familia, temas que se relacionan con la filiación o con el matrimonio, cuánto más elevada, cuánto más loable, cuanto más digna la tarea de abogar por la causa entera de un pueblo que se ve privado de su libertad, que se ve compelido,  constreñido a sufrir, no solamente la penuria económica, sino el dolor de ver co­mo día a día lo arrancan su espíritu, que es lo más noble que puede tener un pueblo.

Ese pueblo no muere, ese pueblo está todavía enraizado en la tierra, y sigue teniendo el valor, la capacidad de heroísmo, el espíritu de entrega generosa, de que fueron capaces los vuestros y los nuestros, cuando noblemente se batían por una causa que ambos estimaban justa. Cuando pasan los tanques, aplastan los ár­boles y les privan de vida; aplastan la hierba, pero la hierba vuelve a resurgir. Así también, después de unos años de tremenda dictadura comunista, ha sido posible la aventura heroica de Armando Socarrás, un muchacho de unos cuantos abriles, que no ha tenido el menor temor al embarcarse como polizón en esas ruedas, en el carro de aterrizaje de un avión español, para salir de Cuba y volver a España y preguntar ¿estoy en España? Como si Cuba entera, como si los cubanos de todos los tiempos dijesen en este instante, cruel para vuestra historia, ¿estoy en España?, porque saben que en España van a reencontrar la hoguera y la brasa encendida e inextinguible, en la que ha de prenderse de nuevo la antorcha de vuestra libertad.

Yo no he estado nunca en Cuba, aunque he recorrido América paso a paso. He sobrevolado vuestra isla, he visto las ondas y la espuma del mar Caribe, y me he entusiasmado en las Antillas, descubriendo el horizonte paradisíaco de los cocote­ros y de las plazas de coral. Yo os prometo, que el día en que Cuba se libere, el día en que Cuba sea libre, el día en que Cu­ba abra sus puertas, para que lleguen allí los cubanos y los que siempre hemos sido amigos de Cuba, iré a vuestra tierra con emoción y con dimensión, con emoción española y con dimensión hispánica, y cuando el avión o el barco lleguen a la tierra bendita de Cuba, a esa tierra regada por la sangre de tantos mártires, que cayeron en defensa de la religión, de la libertad y de la patria, yo me inclinaré fervoroso y, en aquella tierra, que es mía, porque es cubana y porque nació de España, como la España mía de hoy, en esa tierra, hincaré mis dos rodillas, bajaré mis labios hasta ella y le daré un beso, que será un beso de amor.

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REDACCIÓN