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La pasada semana estuvo protagonizada en lo personal por la pérdida de un familiar [muy] cercano. Un padre lo es, desde luego. Hacía mucho tiempo que no sufría de cerca una experiencia de este tipo. De pequeño yo creía a pies juntillas que la muerte es un esqueleto blandiendo una guadaña. Pasado el tiempo y alcanzada la etapa adulta, sigo pensando lo mismo. Recurro a la reflexión como alegoría, naturalmente, pero me parece del todo apropiada la imagen siniestra del saco de huesos sonriente frotándose los metacarpos ante un nuevo trofeo. Permítaseme la licencia humorística por esta vez, pero soy de los que opinan que eso de morirse es lo último.
¿Qué supone la muerte, la desaparición física de este valle de lágrimas? ¿Significa el final de una etapa, quizá la única que hay? ¿O es apenas el tránsito hacia nuevos trayectos de una experiencia eterna que nunca empezó y que jamás tendrá fin? Afirman algunos que la vida que conocemos es apenas un segmento del camino hacia mundos mejores, una prueba más o menos amarga con premio final, que nos resarcirá ―según a quiénes, ojo, pues no a todos llega― de los sinsabores terrenales. Yo no creo demasiado en esas cosas, la verdad sea dicha, pero ello únicamente significa que no creo, y no que acierte con mi descreimiento, por lo que tampoco me opongo de manera visceral a que otros lo aprecien así. Me consta que hacerlo da sentido a sus vidas y las llena en múltiples sentidos. Y algo como eso no tiene precio en un mundo donde la mezquindad es el pan de cada día.
Pero no me interesa aquí tanto la reflexión sobre la muerte como tema filosófico, sino cuanto experiencia vital e íntima: el mazazo que para todos sin excepción supone la pérdida de un ser querido. Recibir la noticia por teléfono, oír que este o aquel ha fallecido en un accidente de carretera en plena juventud, todos sus proyectos reventados como por un cartucho de dinamita. O ver cómo se apaga la vida en su mirada día tras día, hora tras hora, pues aquí todos tenemos fecha de caducidad y nada es eterno, máxime si ya se han quemado ochenta y seis largos años del préstamo vital. Porque la vida es a fin de cuentas eso, un préstamo que hay que devolver tarde o temprano.
Por mucho que se espere y se asuma como inevitable, es la muerte algo que nunca viene bien. En un momento dado el enfermo ―o el sano como una manzana― deja de respirar. Se acabó. Comienza la liturgia lógica y terrible: recoger sus pertenencias del hospital, depositarlas en una casa ya vacía, rellenar documentos, preparar la despedida con el protocolo correspondiente.
¿Cómo podemos significar cada uno de nosotros tanto para los demás, siendo en lo anatómico un escaso metro cúbico de volumen, un recipiente de vísceras, músculos y líquidos viscosos? Cuando un ser querido muere nos percatamos con punzante dolor de la cantidad de cosas que nos vinculaban a él, sin saberlo. Cientos de objetos, recuerdos, fotografías, grabaciones, frases, consejos, olores, sonidos, desavenencias temporales que una vez superadas hicieron más fuerte la unión. Durante meses, incluso años, seguirán llegando al domicilio cartas a su nombre. Algunas ciertamente paradójicas, de una inconsciencia cruel, como la que le recuerda que debe vacunarse contra la dichosa gripe, ahora que llega el mal tiempo, no vaya a ser que un simple catarro le complique la existencia, pudiendo evitarlo con un pinchacito de nada.
Y ya de paso, confieso que a un servidor una de las escenas más heladoras de la pérdida de un ser querido es observar al perro entrar en la casa moviendo la cola, esperando encontrarle, encontrarla, en cualquier recodo. La dramática imposibilidad de explicarle al animalito que ya no está, que no volverá a estar, y que por eso no le recibe con su nombre, y a veces con una galleta.
La muerte convierte en sombría la jornada más luminosa. Pero por encima de tal obviedad, el día en que fallece nuestro amigo o familiar es un día extraño. La muerte es un hecho natural, y como tal hay que aceptarlo. Pero ese día vemos a los demás de una forma diferente. Mascamos nuestra tragedia en la intimidad, mientras observamos a la gente que ríe en la calle, que charla animadamente en los bares, que se despreocupa en un banco del parque. Nosotros mismos lo hacemos a diario sin pensar que en ese preciso momento ciertos convecinos lloran sus pérdidas humanas, y también animales.
Elucubremos ahora. ¿Qué día de la semana preferiríamos morir? ¿Durante un martes anodino, en una ciudad semivacía en plenas vacaciones de agosto? ¿O quizá en una fecha señalada como Navidad o Año Nuevo, mientras medio país prepara con esmero las comidas familiares, o se emborracha? ¿Tal vez el día de nuestro cumpleaños, completando así no se sabe qué círculo espiritual? ¿Preferiríamos saber la fecha exacta del deceso propio, por cierto? Intuyo que la mayoría no, pero seguro que hay quien sí, aunque nada más sea que por apuntarlo en la agenda y no adquirir compromisos para tan señalada jornada.
¿Qué haríamos al observar en el calendario un año más el fatídico día? (Aquello de que la vida es una permanente cuenta atrás hacia nuestro final físico será todo lo fatalista y hasta siniestro que ustedes quieran, pero verdad de la buena al mismo tiempo). ¿Celebraríamos de alguna manera esa suerte de «cumpleaños a la inversa», asumiéndolo como un desafío chulesco al tipo de la guadaña? Según para qué, la dignidad se muestra como la mejor arma para combatir lo irremediable, por lo que una cierta dosis de insolencia quizá sea buena cosa para afrontar episodios tan desagradables e irreversibles como la muerte.
¿Qué otras cosas pasan en el mundo mientras morimos? Millones de personas, seres humanos como nosotros mismos, se pelean en guerras absurdas, hacen el amor, pergeñan planes que nunca se cumplirán, celebran que otros se cumplieron, duermen, hacen deporte, comen, vomitan, se extasían ante excelsas obras de arte, se suicidan.
Si uno lo piensa, y aceptando que la vida no es sino un tránsito entre el antes y el después, tal vez proceda asumir con la justa dosis de ironía aquello de que, al fin y al cabo, la mayor parte de nuestro tiempo lo pasamos muertos.
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