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Evidentemente, un autor se mide con la posteridad a través de su obra. Pero esa obra tiene que darse a conocer a las generaciones posteriores. Si Max Brod hubiese quemado los manuscritos de su amigo Franz Kafka tal y como el autor quería nos habríamos perdido la mejor literatura del siglo XX. No podemos pedirle a Shakespeare que se preocupara por Internet; casi no podemos pedirle eso a Camilo José Cela que vivió en una época de comienzos de Internet. Pero hay que exigirle dicha implicación a los intelectuales que vengan después para poder considerarlos tales. Quien quiera pensar hoy de espaldas a las nuevas tecnologías aspira a, en el mejor de los casos, parafrasear aquello que otro dictaminó antes con acierto para otro tiempo distinto del nuestro.

Los intelectuales normalmente desarrollan una serie de habilidades —no todos, los hay bastante ensimismados y recluidos— de comunicación: Mario Vargas Llosa o Fernando Savater son ejemplo de buenos estilistas que además saben comunicar y comuncian con regularidad por vía oral a través de la radio, la televisión o en conferencias. Quizás no se les pueda pedir a ellos propiamente que difundan su obra utilizando las posibilidades de Internet, pero aunque Internet no se encuentre entre sus intereses —como han reconocido repetidamente—, deben de preocuparse de delegar esa tarea a alguien competente porque eso va a permitir que su obra sobreviva mejor y que quien busque sobre ella donde la gente lo busca ahora todo, en Internet, encuentre material al respecto. Si el intelectual está en el mundo, el intelectual debe estar en Internet, aunque sea muy en los arrabales de Internet. Porque allí está también una parte del mundo donde vivimos actualmente. Nos guste o no, el dato es ese y negarlo no sirve de nada. Incluso algo aparentemente inmarcesible como lo es la tradición necesita adaptarse al tiempo presente al que hemos venido.

Un ejemplo admirable a este respecto es el del filósofo Antonio Escohotado, a pesar de todas las diferencias formales e ideológicas que me puedan repeler de él. Con una web envidiable que permite la compra de todos sus libros, que tiene una biografía en condiciones, comentarios y vídeos del autor, una descripción de todos sus libros, un análisis de su obra, links que remiten a comentarios de otros… Una web activa que no sólo se limita a eso y que dispone también de cuentas en Twitter, Facebook, YouTube, etcétera, donde habitualmente sube contenidos, noticias y publicaciones que intenta actualizar con regularidad para mantener a unos seguidores y demostrar que la obra sigue viva aunque no esté publicando libros todos los días. Esta web que menciono no la lleva el propio Escohotado, que como tantos otros intelectuales es analógico —aunque admiro a Umberto Eco porque, como Gustavo Bueno en España, advertía de los problemas de Internet… ¡yendo a Internet!—, sino su hijo, quien se dedica en cuerpo y alma a la gestión de los derechos intelectuales de su padre. Este que acabo de citar es un término clave: derechos intelectuales. Aquí los asociamos a cantantes, a actores, a la farándula, pero no a escritores. No así en el extranjero. Hoy los jóvenes están en la red, es allí donde se forman intelectualmente. Nos guste o no, si los intelectuales renuncian a esa batalla en la red, será otro quien venga a ocupar el puesto por ellos dejado. Pero muchos filósofos actuales parecen desear ese clima general de ignorancia para así poder quejarse mejor por escrito.

Quizás por eso los jóvenes no lean literatura. Es verdad que la sociedad y que ellos mismos son culpables, que nuestro tiempo es culpable, pero con más razón es por ello por lo que hay que luchar y remar en sentido contrario. Hay que llevar la cultura a los jóvenes como Prometeo le llevaba el fuego a los hombres: para darles calor e iluminarles otros aspectos de la vida que nadie les había mostrado antes. Internet es un lugar frío, inhóspito, en el que se pueden extraviar para perecer espiritualmente de forma definitiva. Podemos otorgarles algo con lo que van a mejorar sus vidas: el conocimiento y la literatura. Bien usado, ningún difusor de conocimiento es comparable a Internet: todos podemos tener en el móvil la Biblioteca de Babel y aprovecharnos de ello. Solo falta la voluntad de dejarse de distracciones y ponerse al estudio pero si no llegan a ese algo y mueren congelados, si otros ignorantes celebérrimos vienen a sembrar la ignorancia en su mente, no podemos culparlos a ellos sino que debemos culparnos a nosotros mismos por haberles fallado. Por no haberles enviado ayuda cuando la necesitaban: en momentos de desequilibrio histórico como la actual pandemia donde ha crecido el consumo de Internet, la atomización social y el aislamiento de los más jóvenes. Y, sin embargo, ese dato no parece llevar aparejado un crecimiento del nivel cultural general de la población joven.

El intelectual debe luchar la batalla de las nuevas tecnologías. Lo primero, lo más importante, es formar una obra, qué duda cabe. Después de que esa obra esté en marcha, queda aprender a transmitirla con resultados óptimos. O, en su defecto, encargarse de encomendar dicha labor a alguien competente en la materia de las nuevas tecnologías. Internet es hoy un eje de esa transmisión: el intelectual debe estar en Internet y debe luchar en Internet. El paradigma del pasado donde del autor solo existían sus escritos es inaplicable a nuestro tiempo. La gente compra los libros de los periodistas y de los famosos porque acude a las caras que conoce gracias a la televisión o a Internet. Difícilmente podemos quejarnos de tener un mal gobierno, un gobierno de ignorantes y difícilmente podemos quejarnos de la marcha del mundo, un mundo de la ignorancia, si las voces de la razón son de corto aliento y quedan ahogadas por el ruido de las nuevas tecnologías. Que los intelectuales vayan a los media y planteen batalla es la única forma de empezar a ganarla. En lugares peores se ha defendido la libertad y por eso estamos aquí hoy hablando libremente de esto. Si la tecnología deshumaniza aprendamos a humanizar con ella o no tendremos a nadie a quien educar y a los amantes de la literatura nos quedará vivir como los primeros cristianos: en las metafóricas catacumbas del aislamiento mientras el devenir del mundo avanza por otros derroteros.

Quizás en nuestros días estemos demasiado copados de ejemplos de artistas extravagantes, que es ya casi la norma, especialmente desde la irrupción del Rock ́n Roll, hace ya varias décadas. Y es sobre todo uno de sus representantes, Bob Dylan, quien más se ha destacado como intelectual estrambótico —especialmente con todo el número que ha montado para recoger su Premio Nobel de Literatura—: siempre admiraré su aparición en el festival de Folk de Newport el 25 de julio de 1965, cuando en vez de con una guitarra acústica y una armónica apareció sobre el escenario con un grupo de rockeros y una apariencia nueva —gafas de sol, chupa de cuero y el pelo de punta—, dispuesto a no hacer lo que se esperaba de él, con los consecuentes abucheos del público hippie. A menudo, no hacer lo que se espera de uno ni cuando se espera de uno es, además de un gran ejercicio de creatividad, una buena muestra de libertad: le pese a quién le pese y cueste lo que cueste. De libertad para con uno mismo, quiero decir, y en contra de esos grilletes que tantas veces nos ponen los demás solo con la mirada y que se llaman expectativas o manuales situacionales. No digo que sea fácil librarse de ellos pero sí que es necesario para poder ejercer una libertad personal e intelectual con garantías.

¿Qué es un intelectual? Según Paul Johnson, aquel individuo que recoge la herencia eclesiástica del sacerdote en la sociedad a partir del siglo XVII, sobre todo. Añade Johnson al principio de su libro, fundamental en la materia, Intelectuales: “La aparición del intelectual laico se ha convertido en el factor clave de la configuración del mundo contemporáneo”. Luego, el intelectual está en el mundo contemporáneo, es configurado por el mundo contemporáneo y, en una cierta medida, configura también el mundo contemporáneo pero, ¿de qué manera está y habita en el mundo? Me he permitido hacer unas categorías con sus ejemplos de rigor a modo de explicación. He intentado acercar los ejemplos a nuestro tiempo y a nuestro país, pero en algunas ocasiones he decidido seleccionar ejemplos de otras tradiciones y otras épocas, a fin de cuentas el intelectual es un modelo de personaje típicamente francés y, en muchos casos, no poco chauvinista: 1) El intelectual “de plaza”, que se cruza con la gente, la busca y la pregunta: Sócrates; 2) El intelectual “oculto”, que no se deja ver porque no quiere ser reconocido: J.D. Salinger; 3) El intelectual “que genera opinión”, y que marca tendencia de parecer: Jiménez Losantos; 4) El intelectual “emborronador”, que falsea la verdad con su ficción: Javier Cercas; 5) El intelectual “de marca”, que actúa en función de su imagen: Andy Warhol; 6) El intelectual “anónimo”, que muere sin ser conocido, ni su obra: Franz Kafka; 7) El intelectual “inclasificable”, que no se compromete con una ideología: Albert Camus; 8) El intelectual “embozado”, que huye de la sociedad para criticarla mejor: Sánchez Ferlosio; 9) El intelectual “en su torre de marfil”, que vive fuera de la sociedad: Javier Marías; 10) El intelectual “en los medios”, que aparece en ellos pero sin desnaturalizarse: Umberto Eco: 11) El intelectual “trágico”, con un sentido brutal de la realidad: Miguel de Unamuno; 12) El intelectual “político”, que pasa de la cultura al poder político y busca ejercerlo: Azaña; 13) El político “intelectual”, que es culto y que pasa del poder a la cultura: José Antonio Primo de Rivera; 14) El intelectual “de masas” con una gran capacidad para llegar al público: Pérez Galdós; 15) El intelectual “profeta” que quiere ocupar un lugar central con sus predicciones: Sartre; 16) El intelectual “ético” que ocupa un lugar central con sus predicciones, sin quererlo: Orwell; 17) El intelectual “de la corte” que se vende a los poderosos sin paliativos: Lope de Vega; 18) El intelectual “poderoso”, capaz de mover a los reyes del trono con su voz: Victor Hugo; 19) El intelectual “frustrado” que quiere trabajar para la corte y no puede: Luis de Góngora; 20) El intelectual “incómodo”, que a todos molesta y que todos quieren desaparecido: Pasolini; 21) El intelectual “rechazado” que va a la política y acaba expulsado: Jorge Semprún; 22) El intelectual “patrocinado” que goza del favor de un gobierno. Antonio Muñoz Molina; 23) El intelectual “psicópata”, que es narcisista y difunde su odio: Louis-Ferdinand Céline; 24) El intelectual “mediático”, que sabe adaptarse a los medios tecnológicos: Escohotado; 25) El intelectual “libre”, que no responde más que ante su conciencia: Ernst Jünger.

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Como demuestra Johnson en su libro a través de distintos casos, una de las características habituales en los intelectuales es que el amor a la humanidad en abstracto que practican parece ser un eximente, a sus ojos, de practicar un amor concreto a los seres que les rodean. A estos les debían de considerar, por lo que de los actos de muchos se deduce, como sacrificios válidos en nombre del único amor que realmente practicaban: el amor a sí mismos. El intelectual, como el artista, ha hecho oficio del no-oficio. Es un profesional de la no-profesión. Ni es profesor, ni es escritor, ni es articulista. Solo lanza peroratas, diserta. Eso está muy bien… Pero no como oficio. Porque elevado a oficio, el quehacer de pensar y transmitir esos pensamientos puede llevar a pensar-para-alguien, cobrando, por interés. Uno deja de escribir para ejercer su libertad y empieza a escribir para pagar las facturas de un tren de vida habitualmente engrosado de antemano por el Mefistófeles de turno. No creo que de las ideas solamente se pueda vivir muy bien sin caer en el vicio de la corrupción. Al intelectual hay que reconocerle, cuando realmente el intelectual es un sabio, una gran tarea: la de intentar comprender el mundo y transmitirlo. Asimilar el caos del mundo y transmitir esa ordenación es la gran tarea del intelectual. Y todas las sociedades necesitan a alguien que se dedique a esa ardua tarea. Lo mismo que todas las sociedades producen jóvenes: esto, parece una obviedad pero, ¿para qué formamos a nuestros ciudadanos? La cuestión hoy sería ¿qué pretendemos dejando a los jóvenes en manos de ignorantes, más aún, de ignorantes que ignoran que su ignorancia es mala y hasta dañina? Ese hecho de que a los jóvenes les formen influencers, digo, ignorantes, es consecuencia del hueco social dejado por los intelectuales. E igual que en el pasado los ciudadanos no eran los culpables de los desmanes de los poderosos porque estos venían dados; hoy sí lo son, porque de eso se trata en el sistema democrático —al menos en la teoría y siempre que se da… de forma real—: ellos los eligen. Por lo tanto, no nos puede extrañar que se vote a ignorantes.

El “hueco” que el intelectual ocupa en la sociedad siempre va a estar ahí, porque ya lo estaba antes de que llegara. Lo estará cuando se haya marchado del todo, mañana. Ocurre igual con la cultura, que existe incluso cuando no somos conscientes de ella —aquellos aborígenes que estudiaba Levi-Strauss tenían, sin ellos saberlo, su cultura que era también su técnica—, incluso cuando luchamos contra ella, dudamos de ella, la negamos o la ignoramos. Incluso cuando ha quedado relegada a una franja del gasto público que sirve para cubrir nuestra barbarie como en aquellos cuadros mitológicos servían las diminutas hojas para cubrir las vergüenzas de los personajes. Incluso en casos tan precarios. El intelectual ha pasado de ostentar un poder como el de derrocar y organizar gobiernos, de escandalizar a las masas, de remover conciencias —todo aquello que supuso el impacto del J’Accuse de Zola en 1898, cuando el término “intelectual” fue acuñado en prensa—, a ser una figura anacrónica en la sociedad que se mantiene como se mantienen ciertos protocolos en los que ya nadie cree. Ahora cualquier idiota se puede medir con el más sabio… Y hay que reconocer que los intelectuales ya no son tan sabios como siempre; ni los idiotas tienen su radio de difusión tan restringido como antes. Esos idiotas de los que hablaba tienen, en muchos casos, más repercusión que los intelectuales. Como les ocurría a ellos antaño, opinan de todo y son escuchados por muchísimas personas.

Pero ahora, en casos como los tristemente célebres influencers resulta que no saben de nada y solo reparten estulticia. Pero la reparten con gran habilidad mediática, algo que quizás —la falta de habilidad mediática, quiero decir— tiene mucho que ver con el declive de los intelectuales en nuestra sociedad. Aunque también hay mucho del inevitable devenir de los tiempos. El panorama no parece muy halagüeño, diríamos. También hay que hablar de otro fallo fundamental que proviene de los propios intelectuales: que no han sabido comunicarse como antaño. Umberto Eco, que sí supo comunicarse y nunca eludió ir él mismo a los medios, utilizarlos incluso cuando los sabía enemigos de las humanidades, escribió al término de un ensayo: “Se escribe sólo para un Lector. Los que dicen que escriben sólo para sí mismos no es que mientan. Es que son espantosamente ateos. Incluso desde un punto de vista rigurosamente laico. Infelices y desesperados, los que no saben dirigirse a un lector futuro”. La desgracia es que muchos, ciertamente, no han sabido hacerlo. Conocer la imagen pública del autor pareciera, en determinadas ocasiones, eximirnos de conocer su obra. En algunos casos es cierto, porque ambas resultan estériles. Pero no suele ser así, porque casi siempre el intelectual se ha construido una imagen pública que en absoluto se corresponde con la imagen real de su obra. George Steiner dijo de Martin Heidegger que era “el mejor de los filósofos y el peor de los hombres”. Me cuesta creer que algo así sea posible: tal y como yo entiendo el papel del intelectual creo que ambas formas de estar en el mundo —vivir y filosofar— son, en realidad, una sola.

Yo supongo que todos los hombres están condenados a padecer, primero, y lamentar, después, la estupidez de su generación. De Cicerón en adelante, ha ocurrido sin interrupción. Permítaseme incurrir en el mismo error. Mi generación, nuestra generación, es ignorante. Hay más epítetos para ella: manipulada, tonta, vive entre la más absoluta ingenuidad y la tergiversación inducida; inducida, si, por una educación mediocre, por un desaprovechamiento imperdonable de las nuevas tecnologías, por la falsa información vertida por unos medios de comunicación falaces, por un sentimiento de desarraigo cargado de prejuicios absurdos y conocimiento falseado, por una ideología de lo políticamente correcto que arrastra las masas y destruye a quienes quieren desarrollarse autónomamente en el intento y por un desaprovechamiento del tiempo generalizado que impide dedicarse al estudio. Ese progreso técnico imparable que, paradójicamente y hasta que podamos enmendarlo, va acompañado de un retroceso de las humanidades es lo que Luis Racionero ha dado en llamar con bastante acierto «progreso decadente«. Y que cristaliza en multitud de estudiantes de carreras relacionadas con economía sin idea de arte, literatura o filosofía, así como estudiantes de carreras como filosofía y similares sin ni idea de economía, lógica o teoría política. La idea de antaño de transversalidad entre las distintas áreas del saber se ha extinguido con la propia noción pública del sabio como figura de prestigio, cuando el sabio, hoy, es visto como un bicho raro más digno de compasión que de elogio.

El pensamiento de mi generación es un pensamiento de consignas, un aborregamiento generalizado, un desconocimiento irresponsable de la historia real, una falta de cohesión para un proyecto patriota con sentido común, un descreimiento en las instituciones democráticas que puede resultar muy peligroso a la postre y un desprecio por los símbolos oficiales comunes que se pasa de rosca en lo posmoderno. Mi generación vive en el vituperio generalizado contra todo aquel disidente de la ideología «oficial». Una ideología malsana que solo esconde acobardamiento y abulia ante la vida buscando un sistema que lo explique todo mágicamente en vez de conocer todos los sistemas, y escoger de ellos lo útil en contraste con la experiencia personal de cada uno. Mi generación vive resentida porque el resentimiento es un núcleo de su ideología bien pensante. Pero se verá más resentida aún cuando muchos —los más lúcidos, otros serán idiotas de por vida—, se desengañen y descubran la manipulación a la que se han visto sometidos.

Dos puntas de lanza de esa «ideología oficial» que domina mi generación son la política de géneros y la memoria histórica. La primera es una reedición de viejos totalitarismos. Con tintes religiosos pero en una concepción estulta, defiende que todos los hombres nacen con el pecado original de la discriminación hacia la mujer. En un neomarxismo evidente, crean un materialismo histórico de lucha de sexos donde la clásica superestructura económica ha dejado lugar —al parecer los neomarxistas han asumido que nadie hoy está dispuesto a renunciar a su smartphone y por eso han dejado de lado la lucha obrera—, a una superestructura que denominan «heteropatriarcal» y que supuestamente lleva siglos oprimiendo a la mujer. Por ello, ahora la desigualdad jurídica, las cuotas, las subvenciones y demás beneficios están justificados como medio para subsanar ese sometimiento histórico y así propulsar el avance para una sociedad igualitaria: fin de la historia. A muchos nos dicen que debemos dejarnos pisar los derechos elementales como parte de una “desigualdad” positiva que es solo una pamema de la que viven muchos vagos sin talento ni oficio. En cuanto a la “Memoria Histórica”, es la única ley que conozco en donde el Estado da una versión oficial de la historia reciente. Ley promulgada por un partido, el PSOE, que tomó lugar en la contienda a la que hacen referencia y que sigue tomando lugar en la contienda por el mismo bando —con el que aún se identifica— por el que lo hizo entonces. Los políticos le han robado el trabajo a los historiadores con ésta ley y a nadie parece molestarle. A mí, sin embargo, me recuerda a las peores costumbres del estalinismo inmortalizadas por George Orwell en su célebre novela 1984.

A quien no comulga con esa » ideología oficial» se le llama «facha», «ultraderechista» o «fascista». Los dos primeros son términos inexactos. El tercero, es un término muy estudiado por historiadores como Stanley G. Payne y que se utiliza sin criterio, para calumniar, y no con un verdadero conocimiento de lo que fue el fascismo —que viene de la palabra latina fascio—: un movimiento político del siglo XX hoy afortunadamente extinto. Ese llamar «fascistas» —es decir, un epíteto que cancela y silencia públicamente al oponente— a todo el que no opina como la «ideología oficial» supone es, precisamente, una de las características más indiscutibles que históricamente han diferenciado a los fascistas. Sí, me lamento por la generación a la que pertenezco y miro con envidia a esa generación de vieneses finiseculares que querían exprimir a fondo la vida. Melómanos, grandes lectores, bailarines de salón, aficionados a practicar la pintura, la escritura o la música, deportistas, conocedores de historia, cosmopolitas políglotas y viajeros incansables, burgueses sin complejas hábiles en el negocio, eruditos de gran conversación y buen humor, coleccionistas, refinamiento y culmen de una tradición milenaria que hemos dado en llamar cultura europea. Por el contrario, a nosotros no nos importa nada anterior a nuestra época: padecemos de adanismo por necios y soberbios. Ninguna prueba mayor de lo próximos que estamos a caer en los errores del pasado es, no solo desconocerlos, sino el pensar que vivimos en una época exenta de repetirlos y, por tanto, legitimada para poder ignorarlos.

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Nuestra visión de la historia es superficial y llena de tópicos. La historia de Enric Marco es una prueba de cómo la visión sentimentalista sobre la visión argumentada sobre datos para entender el Holocausto es carne de cañón para desprestigiar los hechos ocurridos con relatos falsos pero muy emotivos. Por eso tengo la esperanza de ayudar a cambiar todo aquello que desprecio de mi generación, intentando aportar un poco de reflexión personal. Por usar una metáfora fílmica, siento haber llegado a la película cuando los títulos de crédito. Peor aún: cuando las luces de las sala se acaban de encender y todo el mundo se agolpa en la salida para marchar hacia la calle. Nuestra generación es otra: nacida tras varias generaciones de descomposición, de transición, de lento nacimiento, que en las últimas décadas han cifrado el nacimiento (necesario) y la muerte (necesaria) de la socialdemocracia antes de dar lugar a un sistema nuevo, de cuyo nombre y rasgos principales aún no podemos estar seguros. Hemos nacido al tiempo que nacía un tiempo nuevo. Como será no lo podemos decir aún con certeza, y mucho menos como llegará a ser cuando alcance su plenitud. En cualquier caso, distará mucho de ese mundo europeo vienés que acabo de evocar a través de su cultura. No encuentro ninguna evidencia en nuestro presente que invite al optimismo con respecto a ello.

Quizás sí sea posible aprender de ese pasado. La gran enseñanza de la generación vienesa que me ha fascinado es una lección metafísica para vivir con serenidad al borde de un acantilado. Su época vivió al borde de un acantilado histórico porque estaba acabando. La nuestra está al borde de otro porque está empezando. Y cualquier ser humano en cualquier época, vive al borde de un acantilado porque la muerte le puede asaltar en cualquier instante. Armarse para aprender a vivir con dignidad manteniendo la mirada clavada en esa perspectiva es la máxima aspiración posible para la que nos puede preparar la cultura. Todas las épocas están en franca decadencia si las medimos al ideal al que aspiran. Pero una época decadente es aquella que no hace honor al ideal de mantener el estatus inmediatamente recibido por una sociedad pasada, que lo malogra. Según este criterio, nuestra época no sólo está en decadencia, sino que hace ya un tiempo que ha tocado fondo. Creo que lo peor de todo no es eso, sino la falta de dignidad con que esta situación se está afrontando, especialmente a través de los más jóvenes, mis coetáneos. No ya sólo porque nieguen está realidad o no sean conscientes, sino porque carecen de ideales y de educación, no tienen compromiso político ni ético y son incapaces de albergar ideas trascendentes en su cabeza. En su lugar, están entregados a las llamadas “religiones de sustitución”: el marxismo, el ecologismo, la ideología de género o el feminismo, entre otros. Todo ello enfocado a un consumo de nicho perfectamente planificado. Esto último me parece lo peor porque se puede vivir en la miseria moral, pero no aspirar a la miseria moral como tantos hacen.

Tampoco quiero dejar a un lado las otras religiones de sustitución, las más apegadas a lo terreno: el dinero y el deporte. El dinero es el viejo “becerro de oro” de la codicia que se pone de manifiesto en una economía voraz regida por un mercado sin ley en el que cada vez es mayor el abismo entre ricos y pobres. A parte de la deificación de la economía y de sus nuevos profetas, los economistas, proliferan los juegos de azar en los que se promete un rápido enriquecimiento: todo un desprecio al precio real de las cosas y a la dificultad de ganarse el pan con el sudor de la frente propia. El deporte es un mal menor y en principio no es nocivo sino todo lo contrario, pero llevado al extremo conlleva una negación de la degeneración de toda la materia, una negación de la vejez y de la muerte —que ya empiezan a ser planteadas como enfermedades que en el futuro se podrán curar— a través de la implementación constante del cuerpo en el momento presente. Por si fuera poco, los avances científicos plantean la posibilidad de una tecnificación extrema con máquinas humanoides o de la generación de individuos manipulados genéticamente en pos de un supuesto perfeccionamiento. Todo esto, que son ya suposiciones fatalistas, en un contexto que, de nuevo, incrementaría la diferencia social actual entre ricos y pobres, casi un nuevo tipo de amos y esclavos sin paliativos.

Problemas políticos como la desintegración del Estado español a causa de los problemas territoriales —especialmente el catalán, del que tanto se podría hablar y en el que poco podemos hacer ya más que preparar nuestra resignación—, derivas peligrosas como el incremento del culto a la personalidad o inmoralidades generalizadas como el egocentrismo y el desprestigio del amor, abren, entre otros muchos problemas ya citados y otros tantos que no citaremos, un negro horizonte del que nos parece muy difícil escapar… Y, además, escapar, ¿a qué precio? ¿Con el pago de dejar de ser personas y de mandar el mundo al carajo? Eso parece. Supongo que mi generación tardará mucho tiempo en reparar en sus errores y que, cuando lo haga, buena parte de ellos serán irreparables y otros muchos estarán bien asentados en lo más profundo de nuestras almas. Desde un punto de vista histórico, resulta útil detener el punto en el que estamos para hacer un balance de los daños. Quizás a nosotros nos sirva para, si no revertir la situación, si, al menos, levantar testimonio de todo lo que se ha perdido, de todo lo que se está perdiendo y de todo lo que está a punto de perderse. Habrá quien diga que algo así es sádico en la medida de inútil. Yo creo que más bien es digno para con nosotros y respetuoso para aquellos que tengan la fortuna de nacer en otro tiempo un poco menos depauperado.

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