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Que el régimen surgido tras la Cruzada de 1936 fue legítimo ya lo hemos tratado extensamente en anteriores publicaciones[1]. Sin embargo, vemos necesario abordar ahora la cuestión de su viabilidad en un contexto geopolítico como el actual. Por este motivo, en el artículo que nos ocupa pretendemos dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿hubiese sido posible la continuidad del Estado Nacional después de la muerte de Francisco Franco? 

Empecemos por enumerar las objeciones por las que parece que el régimen fruto del Alzamiento no hubiese sido factible después del tránsito del Caudillo. En primer lugar, algunos afirman que el Estado Nacional fue un régimen personalista ligado a la figura del Generalísimo; por tanto, muerto Franco, muerto el régimen. En segundo lugar, encontramos a los que tildan al Régimen de tradicional y, en consecuencia, incompatible con la burocracia propia de un estado moderno. Por último, otros argumentan que, debido a las presiones internacionales, un régimen como aquel no se sustentaría en una tesitura geopolítica como la actual.

Contra esto está lo que sentenció Franco en su discurso de Fin de Año de 1969: “todo ha quedado atado, y bien atado”, refiriéndose a su sucesión en la Jefatura del Estado y, en consecuencia, a la continuidad del Régimen. 

Por nuestra parte, la solución a la cuestión suscitada al inicio de este artículo la iremos vislumbrando a la vez que contestamos a las tres objeciones que se han planteado. 

A la primera respondemos diciendo que, aunque la figura de Franco fue decisiva durante la Cruzada y a lo largo de los primeros años de paz, éste se encargó de dotar al Estado de un ordenamiento jurídico sólido, sostenible en el tiempo y de acuerdo a la naturaleza de España. En el vértice del sistema normativo se encontraban las Leyes Fundamentales[2], las cuales fueron dando forma al derecho constitucional[3] español que rigió durante el Estado Nacional y que, de no haber sido por la gran traición (más conocida por el eufemismo de Transición), hubiesen servido también de fundamento para una sociedad española postfranquista. 

Dichas leyes constitucionales llegaron a ser siete: el Fuero del Trabajo, de 1938, la Ley Constitutiva de las Cortes, de 1942, el Fuero de los Españoles, de 1945, la Ley de Referéndum Nacional, de 1945, la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 1947, la Ley de Principios del Movimiento Nacional, de 1958, y la Ley Orgánica del Estado, de 1967. La conocida por algunos como octava ley fundamental fue la Ley para la Reforma Política[4]; sin embargo, esta no fue más que el Caballo de Troya que introdujeron los que, desde dentro, trabajaron para, por un lado, subvertir la esencia de España, y, por otro, destruir (cuando no vender a fondos internacionales) nuestra industria y limitar la ganadería y la agricultura, arruinando así la soberanía de nuestro país hasta convertirlo en una tierra de esclavos e hiperdependientes de un sistema mundial plutocrático, elitista, anticristiano y antinatural[5]

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Por otra parte, el sistema estaba preparado para adaptarse a los futuros contextos políticos, sin por ello tener que sacrificar su forma sustancial. Así lo explicó en 1973 el Presidente del Gobierno, don Luis Carrero Blanco: 

“El proceso de nuestro sistema legislativo es consecuencia obligada del dinamismo político que, fiel a la estabilidad que la prudencia aconseja, está abierto a todas las necesidades que el paso del tiempo plantea. […] El Gobierno se propone continuar el proceso dinámico de renovación legislativa que nuestro desarrollo exige”.[6] 

A la segunda objeción, podemos contestar afirmando que, si bien el pensamiento que marcó las líneas maestras del régimen objeto de estudio tuvo la gran virtud de ser compatible con la filosofía política tradicional[7], la estructura administrativa del Estado franquista podría competir en eficacia y en eficiencia con cualquiera de los estados contemporáneos del Occidente actual. Ergo, nada obsta a que este se hubiese podido perlongar más allá de 1975. 

Por último, nuestra réplica a la tercera objeción pasa por poner de manifiesto que el efecto de las presiones exteriores contra un pueblo es directamente proporcional a su dependencia. Sin embargo, a la muerte de Franco, nuestra patria gozaba de un sólido tejido industrial propio, de unas excelentes agricultura y ganadería, y, además, y no menos importante, de una abundancia en recursos naturales, cuya explotación y gestión eran de cuño español. A su vez, el sistema estaba diseñado para que el paro, la inflación y la deuda externa se redujeran a su mínima expresión. Esto último, el endeudamiento de un país, es el principal instrumento utilizado por el sistema financiero internacional (y, por ende, por aquellos que controlan la política mundial) para subyugar naciones enteras. De no haber sido por la gran traición, a la que ya nos hemos referido, España hubiese mantenido una soberanía material que le habría permitido resistir (y disuadir) esos embates; ataques que ya se produjeron en el tardofranquismo y que, gracias a la estabilidad e independencia del Régimen, fueron neutralizados con cierta facilidad. 

Podemos, luego, concluir este breve análisis sosteniendo que el régimen liderado por el Centinela de Occidente hubiese sido perfectamente viable más allá de su muerte y en un contexto internacional como el actual. Y no sólo eso, sino que, de haber continuado, ahora seguiríamos siendo un pueblo libre y próspero, tanto material como moralmente, y donde la amistad entre españoles alejaría las tentaciones de reescribir la historia y de reabrir las heridas ya curadas precisamente durante el Régimen del 36, aquel que nos trajo de nuevo la paz y la concordia.

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[1] Cf. Raúl Quirós Delgado, “El régimen franquista a la luz de la filosofía política tradicional”, en Javier Navas-Hidalgo y Raúl Quirós Delgado, Franco. La legitimidad de la Cruzada y del Estado nacional, Madrid, SND Editores, 2022, pp. 140-142.

[2] España, Presidencia del Gobierno, “Decreto 779/1967, de 20 de abril, por el que se aprueban los textos refundidos de las Leyes Fundamentales del Reino”, en Boletín Oficial del Estado (21 de abril de 1967), núm. 95, pp. 5250 a 5272.

[3] No debe extrañarnos que el Régimen no tuviera una única ley de leyes a modo de Constitución. Recordemos que Inglaterra tampoco la posee: el derecho constitucional británico está formado por el agregado de sus leyes constitucionales, entre las que destacan la Carta Magna, de 1215, la Petition of Rights, de 1628, la Habeas Corpus Act, de 1679, la Bill of Rights, de 1689, la Act of Settlement, de 1701, y las Parliament Acts, de 1911 y 1949, respectivamente.

[4] España, Jefatura del Estado, “Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política”, en Boletín Oficial del Estado (5 de enero de 1977), núm. 4, pp. 170 a 171.

[5] Sólo algunos supieron ver el maligno telos de esa ley y tuvieron el valor para denunciarlo. Uno de esos visionarios fue el Procurador en Cortes don Blas Piñar López, quien, en octubre de 1976, presentó una enmienda a la totalidad del Proyecto de Ley para la Reforma Política por considerarlo contrario a la Ley de Principios del Movimiento Nacional (y, por consiguiente, anticonstitucional, que diríamos hoy). Don Blas juzgó con mucho acierto que la pretendida reforma no era más que una ruptura encubierta.

[6] Declaración de don Luis Carrero Blanco en el Consejo de Ministros celebrado el 14 de junio de 1973.

[7] Cf. Raúl Quirós Delgado, op. cit., pp. 143-144.

Autor

REDACCIÓN