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Ha llovido mucho desde la calurosa noche de San Juan de 1.976 en la que durante durante la celebración de la onomástica del Rey, una tormenta cayó sobre los Jardines del Campo del Moro, obligando a los casi mil quinientos invitados, vestidos con sus mejores galas, a ponerse deprisa y corriendo a buen recaudo, entre truenos, rayos y relámpagos, haciendo saltar por los aires toda la pompa y circunstancia de la velada.
Convocados por Don Juan Carlos, se habían dado cita en el Palacio Real, además del Gobierno en pleno – todavía presidido por Carlos Arias Navarro -, representantes de la cúpula militar y del cuerpo diplomático, magistrados, banqueros, empresarios, académicos, aristócratas, artistas… y también ex Ministros de Franco.
Tal vez esa tromba de agua fuese el reflejo de la la tensión que se palpaba en el ambiente, o el preludio de los vientos de cambio que soplaban en la sociedad española, como si simbolizara el fin de una época, y el inicio de otra.
« La crisis – dijo Gramsci – se produce cuando lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no acaba de nacer ».
Y España se hallaba precisamente en ese escenario.
Aquella fue la primera vez que el joven monarca festejaba su santo, y cuando mis padres regresaron a casa, antes de lo previsto – y pasados por agua – porque se había suspendido el concierto programado esa noche al aire libre , mis hermanos y yo aún estábamos despiertos, repantingados en el sofá del cuarto de estar, viendo una película en la televisión con las ventanas abiertas de par en par y los visillos levemente inflados por una brisa fresca.
-¿Qué tal? – les preguntamos con curiosidad nada más entrar en el salón.
– ¡ Sanos y salvos ! – bromeó mi padre sonriendo – Y luego, mientras se aflojaba el nudo de la corbata, añadió – : Nos hemos calado hasta los huesos…
A renglón seguido mi madre se dejó caer en una butaca y mientras se sacaba un zapato empapado, con una mezcla de indulgencia y ternura, como si achacara a la bisoñez de los monarcas la falta de un plan de contingencia, y a la vez intentase justificar su inexperiencia, tras suspirar, murmuró:
– Son muy jóvenes…
Los Reyes acababan de regresar a principios del mes de junio de un exitoso periplo por los Estados Unidos donde Don Juan Carlos había pronunciado en un perfecto inglés un discurso muy aclamado en el Congreso abogando por el restablecimiento de las libertades en España, y apenas una semana después de San Juan, en una abrupta reunión defenestró a Carlos Arias Navarro – con quien nunca tuvo sintonía -, reemplazándolo por Adolfo Suárez, el «tapado» de aquella terna que le presentó al monarca el Consejo del Reino, presidido por Torcuato Fernández Miranda, en la cual también figuraban Federico Silva y Gregorio López Bravo.
Don Juan Carlos apostó por un hombre de su generación porque no quiso cometer el mismo error que su abuelo Alfonso XIII, quien cuando tocó a su fin la Dictadura de Primo de Rivera, nombró Jefe de Gobierno al veterano General Dámaso Berenguer dando paso a la «Dictablanda», afeada por Ortega y Gasset en su célebre artículo publicado en El Sol -« El error Berenguer» – que concluía con una frase lapidaria y premonitoria: «Delenda est monarchia».
Y así fue…
Tras el pacto de San Sebastián, sellado por los partidos antidinasticos, fueron convocados por el Almirante Juan Bautista Aznar – con carácter plebiscitario – los comicios municipales de Abril del 31 que propiciaron la proclamación de la Segunda República, y condujeron a Alfonso XIII al exilio en Roma, donde nació Don Juan Carlos el 5 de Enero de 1938 en plena Guerra Civil.
– ¡ Qué error! ¡ Que inmenso error ! – clamó Ricardo de la Cierva – no tan preclaro como Ortega – refiriéndose al nombramiento de Suárez desde las páginas de El Pais pese a que, ironías del destino, con el paso de los años terminó siendo su ministro de Cultura cuando gobernaba UCD.
Y es que la inopinada designación de Suárez despertó suspicacias, controversias y recelos, no solo por su escaso bagaje intelectual, y su discreto currículum -la política española hasta entonces se había regido por criterios de meritocracia-, sino también porque para los aperturistas no atesoraba las suficientes «credenciales democráticas» ni tenía las hechuras de lo que Areilza llamaba la «derecha civilizada».
Por eso, tanto el exquisito Conde de Motrico como el impetuoso Manuel Fraga rehusaron entrar en su Gobierno.
Pero corrían nuevos tiempos, en los cuales el carisma y la telegenia -Suarez había sido director de tve y se movía como pez en el agua en el medio – jugarían un papel determinante.
Lo cierto es que Don Juan Carlos confió en aquel joven audaz y conciliador para pilotar la transición a fin de aplacar la pulsión fratricida de los españoles.
Ese había sido el espíritu de la Ley de Amnistía del 77 : hacer tabla rasa del pasado y partir de nuevo de la casilla de salida.
La primera imagen que guardo del Príncipe Juan Carlos, siendo yo un niño, no fue por medio de la prensa ni de la televisión – donde entonces no se prodigaba – sino a través de una fotografía en blanco y negro, con un marco de plata, que reposaba sobre una repisa de la biblioteca de mi padre, junto a una jovencísima Doña Sofía, y las dos infantas: Elena y Cristina.
El actual Rey Felipe VI aún no había venido al mundo.
«A Juan José Espinosa San Martín, Ministro de Hacienda, con afecto y gratitud», rezaba la dedicatoria, fechada en Noviembre de 1.967.
– ¿ Quién én es ése? – le pregunté a mi padre señalando con el dedo a aquel «intruso».
– El Príncipe don Juan Carlos- repuso él.
Y al comprobar que yo no me inmutaba, esbozando una sonrisa, añadió:
– Será quien mande en España, después de Franco…
A continuación se asomó a la terraza, y con los ojos entornados contempló el horizonte, probablemente pensando que todavía quedaba un camino erizado de dificultades para llevar a buen término lo que en las altas esferas llamaban secretamente la «Operación Príncipe», y cuyo objetivo no era otro sino convertir a Don Juan Carlos en el heredero del Generalísimo saltándose un eslabón de la cadena dinástica: Don Juan.
En el seno del Gobierno existían entonces dos bandos muy definidos respecto a la sucesión:
Por un lado, el propio Franco, Carrero, y los tecnócratas – liberales en materia económica- abogaban por el joven Príncipe Juan Carlos; mientras los «azules» – los guardianes de la esencias del Régimen, liderados por Solís – eran partidarios de una Regencia o, en su defecto, de Alfonso de Borbón Dampierre, el Duque de Anjou, al que algunos falangistas apodaban «el Príncipe azul ».
Remota -y un tanto estrambótica – se barajaba otra opción: Carlos Hugo de Borbón Parma, que contaba con escasos adeptos.
Lo cierto es que Don Juan Carlos -de caracter infantil -suscitaba todo tipo de desconfianzas.
Los «azules» se maliciaban que el joven Príncipe, como en el cuento de los hermanos Grimm, les saldría rana, o fuese un caballo de Troya enviado por Don Juan de Borbón desde Villa Giralda; mientras que al Conde de Barcelona le quitaba el sueño que su hijo fuese fagocitado por el Régimen.
Franco era monógamo, austero y frugal, y procuró mantener al joven Príncipe lejos de la «perniciosa» influencia de su padre al que mas allá de sus ideas liberales tenía por un dipsómano, un sátiro y un ludópata.
También de la aristocracia, asociada por el Caudillo -que poseía una formación espartana- a la molicie y la pigricia; la frivolidad, las costumbres disolutas y licenciosas.
Por el contrario, creía que estaba en buenas manos bajo la tutela del Almirante Luis Carrero Blanco; el célibe López Rodo y los píos tecnócratas del Opus Dei, de quienes el Caudillo tenía un alto concepto no sólo por sus hábitos morigerados, y su eficacia -la economía crecía a un ritmo vertiginoso gracias al Plan de Estabilización y los Planes de Desarrollo- sino también por su honradez y su lealtad, como confesó a su primo -y secretario- Francisco Franco Salgado -Araújo, y éste plasmó en su diario «Mis conversaciones privadas con Franco»:
-No sé porqué os metéis con ellos -zanjó más de una conversación el Generalísimo defendiéndolos de las andanadas de los falangistas-. Son unos perfectos caballeros.
En Diciembre de 1.966, las calles de Madrid no sólo
lucían los típicos adornos navideños también estaban pobladas de vallas publicitarias con carteles demandando el sí junto a una gigantesca imagen de Franco con motivo del Referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado que recortaba levemente los poderes – casi omnímodos – del Jefe del Estado, y regulaba la figura del heredero.
Era lo que entonces se llamaba machaconamente la «Democracia Orgánica».
Hasta en el colegio, el profesor nos pidió que hiciéramos un dibujo sobre el Referéndum.
Y yo, contagiado del fervor patriótico y la propaganda de la época,
pinté en una hoja a un apuesto y acicalado joven introduciendo en una urna una papeleta con un sí mayúsculo y, a su izquierda, otro con barba, el ceño fruncido y desaliñado, votando no.
Con el nuevo año, tras la aplastante victoria del sí en el Referéndum, en plena etapa de bonanza económica – el P.I.B crecía por encima del 7% – durante un despacho en El Pardo, Franco le comunicó a mi padre que había llegado la hora de que el Príncipe – acababa de cumplir veintiocho años -, prosiguiendo con su plan de estudios, conociera por dentro el funcionamiento del Estado.
– Quiero – le dijo- que comience por su Ministerio. La Hacienda Pública es fundamental para tener una idea global de la Administración.
A lo largo de dos años, Don Juan Carlos asistió al Ministerio tres tardes a la semana, pasando por las distintas Direcciones Generales, donde mi progenitor ejerció en no pocas ocasiones de «profesor particular» instruyéndole sobre el Tesoro, las Clases Pasivas, la Deuda, el Gasto Público, etcétera.
Una de sus «primeras lecciones» versó, por cierto, sobre la diferencia entre los impuestos directos e indirectos.
¿ Quién le iba a decir entonces al joven Príncipe que sus problemas con el fisco acabarían conduciéndolo al «ostracismo»?
En aquel tiempo rara era la vez que cuando Franco se entrevistaba con su Ministro de Hacienda no aprovechara la oportunidad para interesarse vivamente por los «avances» del Príncipe y, tanto o más, por su carácter y su personalidad.
Su obsesión no era otra que dejar España en buenas manos, y cuando mi progenitor resaltaba los progresos y cualidades de Don Juan Carlos, le brillaban los ojos como a un abuelito escuchando alabanzas de su nieto predilecto.
Una tarde, en el Palacio de Ayete, al calor de una estufa de butano, mi padre se tomó la licencia de sugerir a Franco que Don Juan Carlos quizá debiera tener más presencia en la vida pública.
– Cuando yo era niño – le dijo al Generalísimo tras carraspear, consciente de que se estaba adentrando en un terreno pantanoso- acudía cada año con mis compañeros del colegio del Pilar a saludar respetuosamente a la Infanta Isabel, «la chata», en la exposición canina que se celebraba en el parque del Retiro…
Franco lo escuchaba atentamente desde la penumbra, rodeado de un rimero de papeles.
– Sería una lástima -continuó el Ministro – que Don Juan Carlos tuviera un papel similar, casi decorativo.
-¿Qué pretende que haga, Espinosa? – inquirió el Caudillo alzando el mentón a la vez que se aferraba a los brazos de su butaca.
-Tal vez podría acompañarle en sus viajes por España para que el pueblo lo fuera conociendo un poco más, o pronunciar algún discurso con ocasión de un acto oficial, y asi los españoles además de escuchar su voz se irían familiarizando con él. En fin, que deje de ser un príncipe mudo…
Entonces Franco se irguió en el sillón y le respondió con cierta aspereza.
– Al Jefe del Estado en los viajes sólo le acompañan sus Ministros. Dígale a Don Juan Carlos que no tenga prisa. Respecto a eso de hablar, todo se andara. Además, es preferible ser un Príncipe mudo que tartamudo…
Tras zanjar la conversación, ambos se pusieron en pie y, mientras se dirigían a la puerta, mi padre le aclaró que se trataba de una iniciativa suya, que Don Juan Carlos no le había propuesto nada.
El Caudillo entonces sonrió aliviado.
La cuestión sucesoria Franco la llevaba de un modo personal -casi intransferible- y no quería dar ningún paso en falso ni enseñar sus cartas.
Para que todo saliera tal y como él tenía planificado eran necesarias no pocas dosis de astucia y prudencia.
Y el Generalísimo había demostrado ampliamente en el campo de batalla que era un avispado estratega
El 30 de Enero de 1.968, la Princesa Sofía dio a luz un niño que pesó mas de cuatro kilos en la clínica de Nuestra Señora de Loreto.
Mi padre se «escapó» desde el Ministerio de Hacienda hasta la Avenida de Reina Victoria, en el castizo barrio de Cuatro Caminos, a dar la enhorabuena a los Príncipes.
Don Juan Carlos no cabía en sí de gozo.
-¡ Es un niño ! – le dijo a mi progenitor mientras fumaba compulsivamente en el pasillo con una sonrisa de oreja a oreja en medio de un trasiego de ramos de flores.
El Príncipe comenzaba a ver despejado su camino: tan solo unas semanas antes, el 5 de Enero, había cumplido treinta años, la edad requerida por la Ley de Sucesión para ser designado heredero, si finalmente el Generalísimo, como todo apuntaba, así lo decidía.
Y tenía un hijo varón…
Pero el Caudillo continuaba mostrándose impenetrable.
Hasta que Franco desempolvó la monarquía del desván de la Historia, la Institución en España no dejaba de ser una extravagancia, y los monárquicos una especie en peligro de extinción.
Por eso, para ellos, el 7 de Febrero de 1.968 se convirtió en una efeméride.
Y es que apenas una semana después del nacimiento de Don Felipe,
tras treinta siete años de ausencia, regresaba a nuestro país la Reina Victoria Eugenia de Battenberg para asistir al bautizo del infante de quien la Augusta Señora sería la madrina.
Desde primera hora de aquella desapacible tarde, fría y lluviosa, infinidad de automóviles se estacionaron en los arcenes de la autopista, junto al aeropuerto.
En Barajas, le aguardaban impacientes Don Juan de Borbón y el Príncipe Juan Carlos, arropados por la flor y nata de la aristocracia.
A partir de las tres comenzaron a llegar al concurrido vestíbulo diversas personalidades:
El presidente del Consejo Privado de Don Juan, José María Pemán; el Jefe de la Casa Real de Don Juan, el Duque de Alburquerque; el único ministro superviviente de la monarquía de Alfonso XIII, José Yangüas Mesía; la Duquesa de Alba – que ejerció de anfitriona de la Reina Victoria Eugenia en el Palacio de Liria – ; Joaquín Calvo Sotelo, Carlos Sentís, Luis María Ansón, que cubrió la crónica para el ABC, dirigido entonces por Torcuato Luca de Tena, cuyo periódico al día siguiente se hizo eco de la noticia en portada, y denunció en un recuadro la escasa cobertura dada por tve al ofrecer solo diecisiete segundos en el telediario de las nueve de la noche.
Aunque por razones de protocolo, por parte del Gobierno solo tenían que estar presentes en Barajas, el Ministro del Aire – Lacalle Larraga- y el de Justicia – Oriol -, también acudieron -para disgusto de Franco que había querido poner sordina a la visita de la Reina a fin de que Don Juan no capitalizara el acto – , el de Asuntos Exteriores – Castiella -; el de Educación -Lora Tamayo- , ambos con sus respectivas esposas; y mis padres.
A las cinco tomó tierra el avión de Air France de la línea regular Niza-Madrid que traía a bordo a la Reina Victoria Eugenia.
Su aparición, y la presencia de Don Juan en la pista, levantaron una ovación estruendosa de la muchedumbre allí congregada.
Millares de pañuelos y banderas de España tremolaron en el aire.
Al descender de la escalerilla del avión, la Reina Victoria Eugenia, tras hacer una reverencia a su hijo se fundió en un efusivo abrazo con él mientras se redoblaban los vítores y aplausos de la multitud enardecida.
Luego se dirigieron al salón de honor donde se encontraba el Príncipe Juan Carlos y demás autoridades.
En el momento que la tuna interpretó un pasodoble, la Reina no pudo contener las lágrimas.
Y a continuación, las esposas de los Ministros, le entregaron varios ramos de flores.
Fue entonces cuando mi madre tuvo la oportunidad de departir unos segundos con la Reina.
Le transmitió que para ella era un verdadero honor estar ahí dándole la bienvenida,
y aprovechó esos segundos para recordarle la tristeza que sintió cuando, siendo una niña, tras la proclamación de la República, la vio partir al exilio.
La Reina Victoria Eugenia escuchó sus palabras con los ojos vidriosos mientras asentía agradecida con la cabeza.
Posteriormente, se dirigió
al Palacio de la Zarzuela donde fue recibida por la Princesa Sofía, sus bisnietos, y la Reina Madre de Grecia, Federica.
Aunque Franco y su esposa acudieron esa tarde a tomar un té a la Zarzuela no fue hasta el día siguiente, tras la celebración del bautizo de Don Felipe, oficiado por el Arzobispo Casimiro Morcillo, cuando la Reina Victoria Eugenia, en un aparte, se dirigió a Franco:
– General -le dijo – , usted que ha hecho tanto por España… Su Reina tan solo le pide una cosa, designe Rey de España, que no sea demasiado tarde. Ya tiene tres donde escoger…
El Generalísimo le respondió:
– Los deseos de su Majestad serán atendidos…
Franco no faltó a su palabra.
Aunque la egregia Reina no lo pudo presenciar porque murió el 15 de Abril de 1.969, en Villa Fontaine, su refugio de Lausana, donde, tras el funeral, se produjo un tenso encuentro entre Don Juan y Don Juan Carlos.
Un soleado día de primavera, poco después del nacimiento de Don Felipe, mis padres almorzaron con Don Juan Carlos y Doña Sofía, mano a mano, al aire libre, en el Club de Golf La Herrería, a los pies de la carretera de Robledo de Chavela.
Custodiados por dos escoltas, en medio del silencio de ese exuberante vergel -apenas roto por el gorjeo de los gorriones- , desde donde se divisa una frondosa arboleda, y al fondo el majestuoso Monasterio de San Lorenzo del Escorial, en cuyo panteón reposan los restos mortales de tantos Reyes de España, a mi madre se le ocurrió preguntar a Doña Sofía con toda naturalidad por su «chiquitín».
Tras dar un respingo, la Princesa arqueó una ceja, y con la copa de «Vichy Catalán» suspendida a la altura de los labios, contestó con su acento extranjero.
– ¿Se refiere al Infante?
– Sí – fue la lacónica respuesta de mi madre antes de tragar saliva.
– Estupendamente. Gracias.
La conversación continuó fluyendo como si nada aunque mi madre comprendió no solo que había metido la pata hasta el corvejón – ya nunca volvió a referirse así a Don Felipe -sino algo mucho más importante: Doña Sofía tenía la firme voluntad de reinar, y para eso era necesario ir haciéndose respetar…
Oficio no le faltaba.
Era hija de Reyes y hermana de Rey.
Y recientemente dos acontecimientos de signo diverso habían marcado su existencia:
El nacimiento de Don Felipe, y el incierto panorama de su hermano Constantino, que tras el Golpe de los Coroneles en Grecia, se había visto obligado a desalojar el Palacio de Tatoi, el paraíso perdido de su infancia, donde transcurrió su niñez, y en cuya memoria aún permanecía viva la brisa embalsamadada del perfume de los eucaliptos, y los ciervos trotando entre los riscos.
No hacía falta ser muy perspicaz para saber que Franco no designaría heredero jamás al Conde de Barcelona, y si los Príncipes pretendían reinar algún día indefectiblemente tendrían que pagar un oneroso precio: la ruptura con Don Juan.
Pero estaban dispuestos a ello.
En 1.969, Franco ya había cumplido 76 años y presentaba cada vez más síntomas de vejez llegando incluso a dar alguna cabezada en los Consejos de Ministros.
Los tecnócratas sutilmente insistían al Caudillo para que dejara cuanto antes resuelta la acuciante cuestión sucesoria.
Sin embargo, los disturbios y algaradas que se habían producido entonces en el País Vasco obligaron a decretar el Estado de Excepción.
En el Consejo de Ministros del 21 Marzo, ante la proximidad del trigésimo aniversario de la Victoria, por fin se levantó.
Se acercaba la hora de la verdad…
Y Franco lo hizo a su manera : lanzando una flecha al aire con la certeza de que daría en la diana.
A principios del mes de julio, durante una audiencia en El Pardo, el Caudillo le confió al entonces alcalde de Jerez -y sobrino de José Antonio- , Miguel Primo de Rivera, su firme decisión de designar en breve a Don Juan Carlos sucesor a título de Rey, rogándole, eso sí, la máxima discreción pero persuadido de que se lo filtraría al Príncipe de quien era íntimo amigo.
Y así sucedió.
Aunque antes de lo previsto.
Nada más salir del Pardo aquella calurosa mañana de verano en su vehículo, Miguel Primo de Rivera pisó con fuerza el acelerador, miró una y otra vez por el espejo retrovisor para cerciorarse de que nadie lo seguía y, tras dar un volantazo, embocó el camino que le conducía a la Zarzuela donde encontró al Príncipe jugando con sus perros en el jardín
En cuanto le comunicó la buena nueva, los dos saltaron de júbilo y aunque Miguel Primo de Rivera llevaba puesto el chaqué de rigor para las audiencias en el Pardo, ambos se tiraron vestidos a la piscina.
Don Juan Carlos, eufórico, al fin supo que un día no muy lejano sería Rey de España pero a buen seguro
al salir del agua con la ropa empapada un pensamiento cruzó su mente como un nubarron ensombreciendo el sol: su padre.
Era como si aflorase con toda su crudeza el dilema «hamletiano» que le había atormentado toda su vida: Franco o Don Juan.
Aunque sus vacilaciones ya estaban disipadas no podía evitar que en su corazón chocaran sentimientos encontrados.
De felicidad, por un lado, pero también de compasión hacia quien le había dado la vida.
Don Juan Carlos probablemente trató de ordenar las ideas que bullían en su cerebro para justificarse.
Al fin y al cabo -pensaba- fueron Franco y Don Juan quienes el verano del 48 acordaron sobre la cubierta del Azor, anclado en las aguas de la bahía de San Sebastián, que viniera a estudiar a España cuando apenas contaba diez años.
Fue Don Juan quien se pegó un tiro en el pie al enemistarse con Franco, que tenía la sartén por el mango.
Y residía en la Zarzuela a cargo del presupuesto del Estado.
Si le decía no a Franco, su primo Don Alfonso de Borbón ocuparía su lugar, o Franco nombraría un Regente.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Conocía sobradamente por su padre – y por otras monarquías europeas, volátiles e itinerantes – lo penosa que era la experiencia de un Rey en el exilio, sin trono ni reino, sin cetro ni corona.
De su futilidad y su patetismo, viviendo en ocasiones de la caridad de la aristocracia.
Don Juan, en el fondo, era el espejo en el que no quería mirarse.
El Caudillo había ido hilando pacientemente una tupida tela de araña, y cuando Don Juan Carlos se dio cuenta ya estaba atrapado.
Ese era exactamente el plan que había urdido Franco.
Y la pregunta que se formulaba a sí mismo el Príncipe no podía ser más retórica:
¿Qué prefería ser, un don nadie, o el Rey de España?
Cuando unos días después el Generalísimo le hizo saber a Don Juan Carlos en El Pardo su decisión, sus dudas estaban totalmente aclaradas y, como era previsible, aceptó.
Al heredero solo le faltaba una cosa por hacer, la más dolorosa : comunicárselo a su padre.
Y lo hizo a través de una carta que le entregó personalmente en Estoril el Marqués de Mondejar.
Tal vez lo que más le escoció de la misiva a Don Juan fue la despedida que se le clavó como una daga en el corazón.
Por primera vez su vástago no firmó como «Juanito» – así lo conocían familiarmente – sino como Juan Carlos.
Años más tarde, Don Juan reconoció a Luis María Ansón que si llega a saber que su hijo acepta la Corona directamente de Franco nunca le hubiera permitido venir a España.
O Cesar o nada…
Lo que prueba la contumacia de Don Juan, y la astucia de Franco.
El Generalísimo quería que Don Juan Carlos fuese su sucesor, y eso pasaba por no enseñar sus cartas.
De ahí su hermetismo, y también el «mutismo» que reclamaba a Don Juan Carlos : «Es preferible ser un Príncipe mudo que tartamudo».
Sin esos «silencios», tanto el de Franco como el del Príncipe, muy otro – nunca sabremos cuál – hubiese sido el devenir de la Historia de España.
Una mariposa batiendo las alas puede desatar un huracán…
Lo que si se infiere de esa confesión del Conde de Barcelona al que fuera su consejero aúlico durante tantos años es que si Don Juan Carlos se ciñó un día la Corona de España no fue por su padre biológico, Don Juan; sino por su padre putativo, Franco.
Y ese «pecado original» de su reinado es el que algunos todavía pretenden que expíe.
El 15 de julio, justo el mismo día que el Príncipe remitió la carta a Don Juan, Carrero Blanco citó a mi padre por la mañana en su despacho de Castellana 3.
– Sientate – le dijo rebosante de alegría mientras apartaba unos papeles de la mesa -. Esto te va a gustar…
Tras calarse las gafas, el Almirante le leyó íntegro el texto de la Ley de Sucesión mientras el Ministro de Hacienda lo escuchaba atentamente al tiempo que se le iba iluminando la cara.
Al concluir le felicitó.
Carrero se había batido el cobre en defensa del joven Príncipe.
Y para ambos era un momento muy emocionante e histórico que llevaban tiempo persiguiendo.
A continuación, el Almirante le pidió que preparase el nuevo presupuesto del «Príncipe de España», eso sí, «personalmente» -enfatizó-, guardando la máxima reserva
Lo que se había dado en llamar la «Operación Príncipe» se encaminaba a su desenlace.
Habían transcurrido veintidós años desde que fue promulgada la Ley de Sucesión, en julio de 1.947, que convertía España en un Reino, con el trono vacante, y a Franco en su Regente, facultado para designar heredero, y revocar su decisión, si así lo estimaba pertinente.
A partir de entonces comenzó el baile de pretendientes, y Don Juan Carlos había sido el elegido.
El 18 de julio, mi padre realizó un viaje relámpago a Washinghton para firmar con Robert Mac Namara, Presidente del Banco Mundial, un préstamo para la Ganadería.
En el aeropuerto le recibió el Embajador Merry del Val – que acababa de despedirse de Castiella – , y le preguntó si sabía algo acerca del nombramiento de Don Juan Carlos como sucesor porque el rumor había corrido como la pólvora -en el Palacio de la Granja, el 18 de Julio, no se hablaba de otra cosa – pero se vio obligado a morderse la lengua.
Castiella, el Ministro de Asuntos Exteriores ni siquiera estaba al corriente.
Lo que certifica el secretismo con que Franco había llevado la Operación.
El viernes 21 de julio, tras el Consejo de Ministros se hizo pública oficialmente la noticia, pocas horas antes del alunizaje del Apolo XI.
Al día siguiente tuvo lugar otra jornada histórica.
Alrededor de las siete de la tarde, en medio de un calor asfixiante, compareció Franco en el hemiciclo con uniforme blanco, seguido de don Juan Carlos, y sus Ministros, que se dirigieron a sus asientos en el banco azul mientras los procuradores puestos en pie tributaban una atronadora ovación.
Franco en su discurso se cuidó muy mucho de subrayar el origen de ésa monarquía.
– El Reino que hemos establecido nada debe al pasado – dijo el Generalísimo interrumpido por el clamor de la Cámara -, nace de aquel acto decisivo del 18 de julio de 1936…
Al concluir su intervención, el Presidente de las Cortes, Antonio Iturmendi, anunció que se iba a proceder a la votación.
Los primeros en alzar la voz fueron los Ministros que tras ponerse en pie, fueron emitiendo su voto afirmativo, aunque es probable que en su fuero interno más de uno dijera no – Solís a última hora intentó que la votación fuese secreta pero Franco desestimó la propuesta -.
Acto seguido hicieron lo propio los procuradores.
El recuento final arrojó 491 votos afirmativos, 9 abstenciones, y 19 noes, entre ellos, el director de ABC, Torcuato Luca de Tena, de acrisolada lealtad a Don Juan.
Un día después se reanudó la sesión.
En medio de un denso silencio, el Príncipe hincó las rodillas sobre un cojín de terciopelo granate.
– En nombre de Dios y los Santos Evangelios – preguntó solemnemente el Presidente de las Cortes – jurais lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional, y demás Leyes Fundamentales del Reino.
– Si, juro…- repuso el Príncipe enérgicamente con su mano posada sobre la Biblia.
– Si así lo hiciereis que Dios os lo premie, y si no, os lo demande – sentenció el presidente de las Cortes.
El final del juramento fue rubricado por los aplausos de los Ministros, los procuradores, y los más de trescientos invitados entre quienes se hallaba una radiante Princesa Sofía, y las dos infantas.
A continuación Don Juan Carlos pronunció un discurso con la voz trémula y los ojos empañados que arrancó así:
– Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado, la legitimidad política surgida del 18 de Julio de 1936 en medio de tantos sufrimientos pero necesarios para que nuestra patria encauzara de nuevo su destino…»
Tras levantarse la sesión, el Generalísimo, el Príncipe, y los Ministros se dirigieron a la sala reservada al Gobierno donde todos felicitaron a Don Juan Carlos por lo bien que había leído al tiempo que bromeaban con su nuevo tratamiento: Alteza Real.
Muy lejos de allí, también coincidió en que había leído muy bien el Príncipe, su padre, Don Juan, tras presenciar las imágenes por televisión desde un pequeño pueblo de pescadores, en Coimbra, acodado en la barra de una taberna, junto a una botella de whisky terciada con la que a buen seguro el viejo lobo de mar trató de aplacar el amargo sabor de la derrota y la «deslealtad».
Se ha dicho muchas veces que Don Juan Carlos traicionó a Don Juan, aunque tal vez fue el propio Don Juan quien se traicionó a sí mismo.
O cuando menos erró el cálculo no midiendo sus fuerzas, al subestimar, como tantos otros, a Franco.
Al poco de estallar la Guerra Civil, Don Juan se ofreció a los nacionales por partida doble.
Primero a Mola, en Burgos, en Agosto del 36, hasta donde se desplazó en un Bentley conducido por su chófer seguido por una caravana de monárquicos; y posteriormente a Franco, cuando ya era Generalísimo, en Diciembre de ese mismo año, a fin de ennrolarse en la tripulación del acorazado Baleares ; siendo en ambas ocasiones rechazado.
Cuando el buque fue torpedeado tiempo después por la armada republicana, tiñendo de sangre las aguas del Mediterráneo, el Caudillo murmuro:
– Debería estarme agradecido…
Al finalizar la contienda, Don Juan escribió a Franco felicitándolo efusivamente por la Victoria, y concluyó la misiva con un falangista,
« ¡Arriba España! »
Solo al ser doblegadas las potencias del Eje por los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, Don Juan tuvo a bien redactar el célebre manifiesto de Lausana «exigiendo» a Franco de manera ventajista unas elecciones libres en España cuando aún supuraban las heridas de la Guerra Civil.
El Generalísimo no se planteó ni por asomo devolver la oportunidad de gobernar a quienes había derrotado tras la cruenta batalla que se había librado en nuestro país.
¿ Lo hubieran hecho ellos ?
Si después de llevar más de cuarenta años muerto, la izquierda lo ha sacado de su tumba con escarnio, ¿qué hubiesen hecho con él vivo?
Tras las Conferencias de Yalta y Potsdam, donde Stalin trató de someter a España a un bloqueo internacional, Don Juan creyó que Franco tenía las horas contadas pero no contaba con su «baraka»…
Los Estados Unidos, al inicio de la Guerra Fría, hallaron en el Caudillo un firme aliado contra la URSS, y con eso les bastaba.
Franco, además, había sido el único líder mundial capaz de derrotar el comunismo, y no podían evitar mirarlo con cierta simpatía.
La visita del General Eisenhower a España, en 1959, el año del Plan de Estabilización, fue el espaldarazo definitivo.
Don Juan, como todo el que se enfrentaba a Franco, había perdido…
La «Operación Príncipe» tocaba a su fin.
Sin embargo, no todo estaba hecho para Don Juan Carlos.
El primer contratiempo fue la politización de lo que parecía una serpiente de verano : «el caso Matesa», un ajuste de cuentas de los «azules» con los tecnócratas, los principales valedores del Príncipe.
En realidad, a Solis y Fraga el asunto les estalló en las manos pero se llevaron por delante al ministro de Comercio, Faustino García Moncó, y a mi padre, cuya carrera política terminó con su cese en Octubre del 69.
– La verdad es que la política juega malas pasadas, mi General – le decía a Franco, en su carta de dimisión, quien fue su Ministro de Hacienda durante cuatro largos años. – Y, más adelante, añadía -: He procurado en todo momento servir con la mayor lealtad a V.E, correspondiendo a la confianza que en mi ha depositado, confianza que siempre será para mi, y para los míos, un motivo de legítimo orgullo. Le ruego, mi General, que comprenda mi postura, que no es de abandono. Mi firme decisión de ser sustituido en el cargo, quiero que sea interpretada por V. E. como un acto más de servicio en bien de la Nación. Queda, como siempre, a sus órdenes, Juan José Espinosa San Martín ».
Cuando Isabel Fonseca, la eficiente y leal secretaria de mi padre, con la que había trabajado codo a codo tantos años en el Ministerio de Hacienda, dejó de teclear su vieja olivetti verde tenía los ojos empañados de lágrimas.
Mi padre conoció por Carrero la reacción del Caudillo con quien despachaba en el momento de leer la misiva.
– ¡ Es un caballero ! – exclamó el Generalísimo con la voz quebrada.
La crisis -la más amplia del franquismo- se saldó con el llamado «Gobierno monocolor del Opus», del que los falangistas fueron orillados.
En 1972, la boda de Alfonso de Borbón, Duque de Anjou, con la nieta de Franco, Carmen Martínez Bordiu, a Don Juan Carlos le causó no poca inquietud.
El Marqués de Villaverde, además, le profesaba una profunda antipatía.
La puntilla fue el misterioso asesinato del Almirante Luis Carrero Blanco, la eminencia gris de Franco – y uno de los principales apoyos del Príncipe, como ya se ha dicho – perpetrado por la ETA el 20 de Diciembre de 1.973 haciéndo saltar por los aires su Dodge Dar en la calle Claudio Coello.
– Le debo todo a él… – le dijo don Juan Carlos a su viuda, Carmen Pichot, cuando acudió a darle el pésame.
Al día siguiente del brutal magnicidio, una tarde gélida y plomiza, en un gesto que siempre le honrará, el joven Príncipe, a modo de homenaje póstumo, haciendo caso omiso de las recomendaciones de los Servicios de Seguridad, caminó por el Paseo de la Castellana sin chaleco antibalas, al frente de la comitiva fúnebre, con paso firme y el porte erguido, en medio de una gran tensión.
El nombramiento como Presidente del Gobierno de Carlos Arias Navarro, le hizo temer lo peor.
Don Juan Carlos por vez primera desde que fue ungido sucesor tuvo la sensación de no tocar pie.
Por si fuera poco, meses después, Laureano López Rodó, en el último recodo de lo que él mismo llamó «la larga marcha hacia la monarquía» salió del Gobierno, y fue enviado de Embajador a Viena.
Negros nubarrones se cernían sobre su horizonte.
A medida que Don Juan Carlos iba perdiendo apoyos, la salud de Franco flaqueaba.
Algunas voces se alzaron pidiendo al Caudillo que revocara la decisión – no se fiaban de Don Juan Carlos-.
Don Jaime, el hermano mayor de Don Juan de Borbón, sordomudo, renunció en su día a sus derechos dinásticos, pero cuando lo hizo aún no tenía descendencia…
Sin embargo, a Don Juan Carlos solo le tranquilizaba una cosa : Franco era un hombre de palabra.
Por eso desoyó aquellos cantos de sirena.
Y se negó, como algunos pretendían, a perpetuarse en el poder a través de su sangre pese a que lo tuvo a su alcance.
Tras una larga agonía, el 20 de Noviembre de 1975, Franco murió en la cama, porque así lo quiso la mayoría del pueblo español.
Aunque algunos se empeñen en reescribir torticeramente la Historia, sólo desde la enajenación ideológica se puede negar que millones de españoles consintieron – expresa o tácitamente – esa suerte de «mandato vitalicio».
De igual modo es irrefutable que tras aquellas luctuosas jornadas, una parte considerable de la sociedad española se miraba en otros países de nuestro entorno.
Franco era el primero en saber una verdad de Perogrullo: que el franquismo no era posible sin él.
Don Juan Carlos tras ser coronado levantó el dedo mojado, e indicó el camino que señalaba el viento : la democracia.
Fue el artífice de la transición, y durante años se convirtió en el mejor Embajador de España.
Sin embargo, ¿ qué ha pasado para que los mismos que antes inclinaban la cerviz en su presencia, lo lisonjeaban untuosamente, y reían sus ocurrencias a mandíbula batiente ahora le dan la espalda ?
Se ha dicho no pocas veces que la vida de Don Juan Carlos reúne todos los ingredientes de los dramas de Shakespeare, donde anidan las bajas pasiones humanas.
Disputas entre padres e hijos, rencillas familiares, luchas por el trono, intrigas palaciegas, dilemas morales, ambición, codicia, celos, traición, deslealtad, infidelidades…
Solo le faltaba una caída que le hiciera perder la Corona, como la que sufrió Ricardo III en la Batalla de Borsworth, inmortalizada por el bardo inglés.
– ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi Reino por un caballo! – clamó el malvado monarca, giboso y contrahecho, blandiendo su espada, pie en tierra, a merced de los soldados del Conde de Richmond cuando lo cercaban.
Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda, Ricardo III fue
el último monarca de la Casa de York y de la dinastía de Plantagenet.
Su derrota en la Batalla de Borsworth en 1.485 rubricó la Guerra de los Treinta Años, igualmente conocida como la Guerra de las Dos Rosas- la blanca de los York , y la encarnada de los Lancaster- y supuso no sólo el advenimiento de la dinastía Tudor sino también el final de la Edad Media en Inglaterra.
Su historia fue llevada a las tablas por Shakespeare.
Aquella mañana, Ricardo III se preparaba para la batalla más trascendental de su vida, acosado por el Ejército de Enrique Tudor, Conde de Richmond y pretendiente a la Corona de Inglaterra.
Tras ordenar a su sirviente que le ensillara el caballo inmediatamente, el herrero ahormó a toda prisa las herraduras con una barra de hierro.
Pero al llegar a la cuarta pata, advirtió que le faltaba un clavo para completar la tarea.
Y entregó el équido con esa herradura suelta.
Tras el choque de los ejércitos, en el fragor de la batalla, Ricardo observó que sus soldados reculaban ante las acometidas del enemigo.
Entonces para arengar a los suyos espoleó los íjares de su caballo.
En ese momento, se soltó la herradura, ambos rodaron por el suelo, y perdió el casco en la caída.
El corcel, tras levantarse, huyó despavorido abandonando a Ricardo a su suerte, y rodeado por sus enemigos fue abatido con dagas, espadas y alabardas mientras clamaba desesperadamente por su caballo, y por su Reino perdido…
A Don Juan Carlos – decíamos – solo le faltaba una caída para que su biografía fuese completamente Shakespeariana , y la sufrió en 2012, en Botswana, un 14 de Abril -como si se tratase de una broma cruel del destino- al descender de un bungalow de madrugada durante aquella sonada cacería de elefantes a la que asistió en compañía de su amante, la Princesa Corinna Larsen.
Con esa aparatosa caída no solo se rompió la cadera también empezó el declive de su reinado…
« El amor por Don Juan Carlos ha derivado en una gran amistad », le dijo la Reina Sofía a Pilar Urbano en una entrevista.
Tal vez a eso se refería Oscar Wilde cuando por boca de Lord Henry – su cínico y refinado «alter ego» en « El retrato de Dorian Gray »- afirmó:
«La diferencia entre un capricho y un amor para toda la vida, es que el capricho dura un poco más»
El propio Oscar Wilde lo experimentaría años más tarde en sus propias carnes con Lord Alfred Douglas quien tras un tortuoso proceso lo arrastró a la cárcel y la ruina.
Y es que lo verdaderamente misterioso no es lo que no se ve, lo que permanece oculto, sino lo visible, lo que salta a la vista, es decir, la belleza, como nos advierte el maestro del epigrama y la paradoja en su loa a la juventud.
Porque la belleza no solo turba los sentidos, perturba también el juicio.
Nos trastorna, nos altera -de «alterare», convertirse en otro – transformándonos en un ser distinto e irreconocible capaz de cometer cualquier desvarío,
incluso un delito, y hasta un crimen.
«Cherchez la femme».
Alejandro Dumas fue quien acuñó el término en su novela «Los mohícanos de París».
La literatura y el cine negro están plagados de casos.
Y es que tras la conducta anómala de un hombre no pocas veces hallamos la silueta de una mujer.
En «El Angel Azul», la obra maestra de Josef Von Stenberg que lanzó al estrellato a Marlene Dietrich en los años treinta asistimos al descenso a los infiernos del venerable profesor Rath – encarnado por Emil Jannings – que sucumbe al irresistible magnetismo de Lola, la «vedette» de piernas largas y torneadas con la que se topa fortuitamente en « El Ángel Azul », el cabaret al que acude a reprender a sus rijosos y díscolos alumnos del liceo.
La deslumbrante «femme fatal» no sólo le hace perder el juicio al viejo profesor, también su reputación y, más tarde, su empleo para acabar sus días actuando de payaso en un circo convertido en el hazmerreír del público, cruel metáfora de hasta donde puede llegar la degradacion de un hombre subyugado por el cuerpo de una mujer.
Nada más evidente, y a la vez más misterioso e inefable.
En 1975, precisamente el mismo año que Don Juan Carlos fue proclamado Rey, John Houston dio forma a un viejo sueño: llevar a la pantalla la novela de Rudyard Kipling «El hombre que pudo reinar».
El largometraje no se estrenó en España hasta el verano del 76, donde yo lo ví recién cumplidos los diecisiete años en el cine Capitol, sólo unos días después de la accidentada celebración de la onomástica del Rey con la que arrancan estas líneas.
La película narra la aventura de dos intrépidos suboficiales del Imperio británico destacados en la India -Danny Davrot y Pearchy Carnahan, interpretados respectivamente por Sean Connery y Michael Caine – que se lanzan con un cargamento de armas a una misión imposible : la conquista del Reino de Kafigistan, un lugar remoto al nordeste de Afganistán, entre escarpadas montañas, hasta donde solo había conseguido acceder en el siglo IV antes de Cristo, Alejandro Magno.
Sin embargo, tras no pocas vicisitudes, la realidad superará todas sus expectativas.
Danny Davrot – Sean Connery – no sólo llega a reinar sino que debido a una serie de equívocos acabará siendo tenido por un dios en Kafigistan.
La flecha que se clava en su bandolera durante una batalla hará creer a los nativos -al no sangrar- que es inmortal.
Y la medalla que cuelga de su pecho les llevará a suponer que se trata de un descendiente del Rey heleno.
Obsequiados con un tesoro de incalculable valor, oculto en una bóveda subterránea, Danny Davrot, y Pearchy Carnahan – su fiel amigo y compañero -, tan solo tienen que aguardar la llegada de la primavera, cuando los gansos surcan el cielo, para partir a Inglaterra con los bolsillos repletos de oro, rubíes y piedras preciosas, sin embargo Danny, ebrio de poder, sufre delirios de grandeza – llegando, incluso, a pedir a su viejo colega que le haga la reverencia- , y tras encapricharse de una exótica nativa la pide matrimonio.
El día de la ceremonia nupcial se aproxima a su prometida para besarla pero ella creyendo que Danny al ser un dios esta hecho de fuego, atemorizada, lo muerde con fuerza, brotando de su rostro unas gotas de sangre.
El pueblo se percata de que es de carne y hueso, y lo acaba arrojando al vacío desde lo alto de un puente colgante.
Los dioses no pueden tener debilidades humanas…
La enseñanza de Kipling es clara y diáfana:
Cuando uno deja de ser consciente de que lo que separa la gloria del fracaso es una delgada línea – esos dos impostores a los que alude en su archiconocido poema «If» – , el poder puede llegar a trastornarnos, a endiosarnos hasta el punto de que nos olvidemos de nuestros orígenes, y perdamos el contacto con la realidad…
Es fácil imaginar al Rey Emérito, en Abu Dhabi, adonde se ha retirado, achacoso y cansado, igual que un viejo elefante.
Probablemente más de una noche de insomnio reflexione en voz alta sobre las luces y las sombras de su reinado, como si fuese un personaje de Shakespeare atormentado, intentando exorcizar sus demonios interiores y familiares.
Atrás quedan los días de vino y rosas en España, a donde le trajo, cuando era un niño, Franco, para entregarle las llaves de uno de los Reinos mas antiguos y legendarios de Europa, aunque él las perdió durante una cacería de elefantes en Botswana.
«Cherchez la femme»
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