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Aunque parezca mentira, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, la lobotomía fue considerada un hito en el campo de la medicina. 
Su historia es digna de una película de Quentin Tarantino. 
Todo empezó el verano de 1935 durante el II congreso internacional de Neurología celebrado en Londres, donde el fisilógo de la Universidad de Yale, John Fulton, mostró sus experimentos a través de una película que se proyectó en la sala donde se apreciaba como había logrado aplacar los estallidos de cólera de su chimpancé Becky tras extirparle los lóbulos frontales del cerebro.
Al simposio asistieron los profesores de Neurología, Antonio Egas Moniz, de la Universidad de Lisboa -que años más tarde sería galardonado con el Nobel de medicina-, y Walter Freeman, de la George Washington. 
Altamente impresionado con la metamorfosis de Becky -convertida en una dócil mona de peluche-, Egas Moniz regresa a Portugal firmemente decidido a experimentar con seres humanos. 
En noviembre de ese mismo año, se lanza con una paciente sexagenaria que sufre alucinaciones, aunque quien realiza la intervención es su discípulo, Pedro Almeida Lima, puesto que Egas Moniz tenía las manos deformadas por la gota. 
Tras abrirle dos orificios en la frente, Almeida, siguiendo las indicaciones de Egas Moniz, inyecta alcohol puro en el cerebro de la anciana y logra aliviar sus tormentos. 
Años más tarde, Egas Moniz da otra vuelta de tuerca inventándose un artilugio cilíndrico, el leucotomo, con el que logra succionar porciones de la masa blanca del cerebro.
Aunque la mayoría de sus pacientes experimentan cierta mejoría, no todos quedan satisfechos. 
Uno de ellos, paranoico, se presenta hecho un basílico en su consulta con una pistola y le dispara ocho tiros a bocajarro. 
Aunque el doctor salva la vida milagrosamente, una bala se aloja en su espina dorsal, dejándolo parapléjico, y condenado a ir en una silla de ruedas el resto de sus días. 
 
Entretanto, al otro lado del Atlántico, Walter Freeman -que también asistió al célebre congreso de Neurología de Londres-, sigue con atención las publicaciones del médico luso hasta que descubre una nueva vía para entrar en el cerebro sin trepanar el cráneo: la cuenca del ojo. 
Sus útiles de trabajo no pueden ser más rudimentarios: un picahielo -el orbitoclasto- y un martillo; de los que se vale para cortar las conexiones entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. 
Se trata de un método sencillo y rápido -puede realizarse en apenas diez minutos- que él mismo compara con la extracción de una muela: la lobotomía transorbital. 
Sobrepasado por el éxito, Walter Freeman 
comienza a recorrer la América profunda -como quien vende melones-, en una autocaravana, el «lobotomóvil», en cuya parte trasera realiza las intervenciones.
No se precisa anestesia.
Basta con noquear a sus pacientes con una máquina de electroshock portátil y salen de la operación tan relajados como si hubieran pasado un mes en remojo en las aguas termales de un balneario. 
Extravagante, alopécico, con lentes redondos, una luenga perilla, sombrero trilby y provisto de un bastón, Walter Freeman, apodado el «doctor picahielo», se convierte en un showman y pone de moda la lobotomía en Estados Unidos.
Invita a la prensa a sus intervenciones que adquieren tintes cuasicircenses, opera a troche y moche -hasta una veintena de personas en un sólo día-,
y va ensanchando cada vez más su círculo de pacientes: ansiedad, depresión, trastornos varios, niños malencarados o desobedientes, una simple mirada desafiante, es motivo suficiente para hincarles el punzón metálico.
Tampoco los homosexuales, a los que promete curar su «desviación», se libran del estilete. 
Incluso Joseph Kennedy, el patriarca del clan, confía en Freeman para que opere a su hija Rosemary, que tiene una discapacidad mental -le faltó oxígeno al venir al mundo- y padece arrebatos de ira. La intervención fue un fiasco y la joven sufrió una regresión a la infancia. 
Ciertamente, Freeman apaciguaba a los enfermos, facilitando su manejo, pero anulaba la personalidad. 
Acusado de contravenir el juramento hipocrático, los familiares de algunos pacientes, a los que dejó  secuelas graves o en estado vegetativo, se pusieron en pie de guerra contra él. 
La lobotomía era una ruleta rusa… 
En 1967, tras la muerte de una de una mujer a causa de una hemorragia cerebral, a Walter Freeman le retiraron la licencia médica.
 
En cuanto a Antonio Egas Moniz, el otro protagonista de nuestra rocambolesca historia, todavía conserva una estatua frente a la Universidad de Medicina de Lisboa, si bien diversas asociaciones han solicitado que se le retirara el premio Nobel. 
Hoy en día, la lobotomía se considera uno de los crasos errores de la medicina moderna. 
 
Sin embargo, cuando todo esto parecía felizmente superado, como si de una reviviscencia del «doctor picahielo» se tratase, aparece Pedro Sánchez,  presto y dispuesto a lobotomizar a todo bicho viviente.
A fin de cuentas, ¿qué es la Ley de la Memoria Democrática sino una ablación del cerebro sin rebanarnos los sesos?Obstinado en legislar contra el pasado, nuestro Presidente del Gobierno, en vez de acometer los retos acuciantes del presente, pretende amputar de nuestra mente aquellos capítulos de la historia reciente que a la izquierda le resultan particularmente incómodos, por obscenos e indecentes:
La Revolución de Asturias, es decir, «la primera batalla de la Guerra Civil»; las frases incendiarias pronunciadas por Largo Caballero antes de las fraudulentas elecciones del 36 apelando a no acatar el veredicto de las urnas si les era desfavorable; el asesinato de José Calvo Sotelo a manos -las sucias manos- de la  Motorizada de Indalecio Prieto; el expolio del Tesoro del Banco de España, que el heliogábalo doctor Negrín, entonces ministro de Hacienda, entregó a Rusia a cambio de armamento, tanques y aviones y Stalin festejó con un banquete pantagruélico; la salvaje, horripilante y cobarde persecución religiosa, el mayor genocidio católico desde los tiempos de Diocleciano, que empezó al poco de proclamarse la ll República y acabó costando la vida a más de seis mil religiosos, entre ellos, trece Obispos, víctimas del anticlericalismo rampante y el terror rojo; sacerdotes quemados vivos, frailes torturados, monjas violadas…
-Blood, blood, blood- exclamó Winston Churchill al tiempo que se negaba a estrechar la mano del flamante embajador del Frente Popular en Londres, Pablo de Azcárate. 
Por algo sería…
Sabíamos que «el futuro ya no es lo que era», como afirmó Paul Valéry, pero ignorábamos que el pasado fuese aún más impredecible e inquietante.
Ahora resulta que el lobito era bueno y lo maltrataban todos los corderos…
Decía Jean Cocteau que la historia está hecha de verdades que tarde o temprano llegarán a ser mentiras y la mitología de mentiras que con el paso del tiempo llegarán a ser verdades. 
La izquierda lo tiene muy claro. 
Por eso se afana en reeescribir un relato a su medida, pro domo sua. 
Homenajea a sus líderes históricos y erige estatuas en su honor: Largo Caballero, el «Lenin español»; Indalecio Prieto, como si no hubiese tenido bastante recompensa con su «dorado» exilio mejicano; hasta un personaje de la catadura moral de Juan Negrín, expulsado en su día del PSOE por filocomunista, ha sido blanqueado por la insoportable levedad de Zapatero. 
Mientras tanto, el Partido Popular, víctima de sus complejos y su pusilanimidad, está a verlas venir…
Hace justo ahora veinte años, en 2002, y un 20 de noviembre, para más inri, con mayoría absoluta en el parlamento, condenó aquella rebelión que libró a España de caer en las garras de Stalin. 
«La verdad es la realidad de las cosas», dijo  Balmes. 
Y la Guerra Civil estalló porque la izquierda se echó al monte. 
Ya lo advirtió Ortega en el diario Crisol el año 31 cuando las iglesias empezaron a ser pasto de las llamas: «la República no funcionara mientras no se destierre la palabra revolución que tanto seduce a los izquierdistas». 
Pero no le hicieron caso…
Franco, como la mitad de los españoles de su tiempo, no se alzó contra una democracia sino contra lo que Thomas Carlyle hubiera llamado «el caos provisto de urnas electorales». 
De la ll República -secuestrada por los esbirros de Stalin que aspiraban a implantar en España la dictadura del proletariado- abjuraron incluso sus padres espirituales, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, cuyos vástagos se enrolaron en las filas del bando nacional, acaso para expiar los pecados de sus progenitores.
-¡No tenemos perdón!- le escribió Marañón a Ortega-. Me avergüenzo de haber sido amigo de tales escarabajos. Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido adueñarse de España. 
Por su parte, Ramón Pérez de Ayala, desde las páginas del Times, en plena contienda, proclamó su adhesión a Franco.
Y Ortega, el ideólogo de la Agrupación al Servicio de la República y la cabeza más importante del siglo XX en España, celebró con «alborozo» la entrada del Caudillo en Madrid.
La democracia no la trajo el Partido Socialista, que brilló por su ausencia aquellos años. 
Ni el PCE, que pretendía liberarnos de un régimen autoritario para conducirnos a otro totalitario. 
Tampoco los miembros del consejo privado de Don Juan de Borbón que conspiraron desde Villa Giralda contra el Generalísimo, limitándose a salpicarle el uniforme con una pistolita de agua. 
Y, todavía menos, los estudiantes que lanzaban adoquines a los grises en una suerte de asesinato del padre freudiano.
 -¡Figli di papa!- clamó Pasolini contra los universitarios que en la batalla campal de Valle Giulia apedrearon a la Celere, en cuyos rudos rostros se reconoció. 
Con toda seguridad, el cineasta boloñés opinaba lo mismo de quienes actuaron así en nuestro país. 
La democracia -y eso es lo que más les duele- la trajeron a España los procuradores franquistas que se hicieron el harakiri, disolvieron las Cortes y se marcharon a sus casas, entre ellos, los ponentes de la Ley para la Reforma Política, Fernando Suárez, el único ministro vivo de Franco, y Miguel Primo de Rivera -sobrino del fundador de Falange-, cuyo padre fue asesinado en la matanza de la cárcel Modelo de Madrid en agosto del 36 por los milicianos del Frente Popular junto a otros treinta políticos conservadores.
Fueron los vencedores de la Guerra Civil los que apostaron por la concordia y la reconciliación, tendieron la mano a quienes la perdieron, y ahora ellos les traicionan retorciéndoles el pescuezo.
Eso, es decir, la revancha póstuma de los derrotados, es lo que persigue sañudamente la Ley de la Memoria Democrática que no es sino una ley de la amnesia histórica o de memoria selectiva y, sobre todo, de los recuerdos distorsionados y los deliberados olvidos. 
 
Sensibilizado por las secuelas que había dejado a su hermana la lobotomía, Tenesse Williams escribió, ambientada en la Nueva Orleans de 1937, su obra maestra «De repente, el último verano», que se estrenó en 1958 en Broadway y fue llevada un año después a la pantalla por Joseph Leo Manckiewicz, con guión de Gore Vidal.
Violet Venable, una viuda millonaria y excéntrica -a quien da vida Katherine Hepburn-, ofrece una inyeccion financiera a un hospital psiquiátrico que opera con medios precarios a cambio de que su especialista, el joven doctor Cruckowitz (Montgomery Clift), se avenga a practicar la lobotomía a su hermosa  y atormentada sobrina Catherine (Elizabeth Taylor).
En realidad, la propuesta esconde turbios motivos:
Catherine ha sido testigo del asesinato de su primo Sebastian, un poeta exquisito y homosexual -al que acompañó como señuelo el último verano en un viaje por Europa-, a manos de una turbamulta de adolescentes harapientos y famélicos que practicaron con él un sexo mercenario.
Oficialmente, él ha muerto de un ataque al corazón porque Violet Venable no desea que nada ni nadie mancille la memoria de su idolatrado hijo Sebastian. 
-¡Quieren arrancarme la verdad del cerebro!- chilla desesperada Elizabeth Taylor en una secuencia de la película. 
Y su grito desgarrador es el mismo que brota de quienes nos negamos a comulgar con ruedas de molino, e intenta acallar Pedro Sánchez con su maniquea Ley de la Memoria Democrática,  amenazándonos con multas cuantiosas y hasta penas de cárcel por no compartir la Historia Oficial. 
Asimismo, la arcádica ll República, no es más que una ensoñación de la izquierda, como la de Violet Venable haciendo creer a los demás que su hijo era un ser de intachable pureza y castidad. 
    
En todo caso, siempre habrá espíritus libres que nos animan a plantar cara, como Randle Mc Murphy, el protagonista de «Alguien voló sobre el nido del cuco.»
Sometido por la autoritaria enfermera Ratched a una lobotomía-
el único modo de cercenar sus irrefrenables ansias de rebeldía-, se transforma en un zombi pero representa un soplo de aire fresco que contagia al resto de los enfermos del psiquiátrico su amor por la libertad. 
El que no marca el paso, es porque oye otro tambor…
 
Miguel Espinosa García de Oteyza. Escritor.  
Autor del libro «Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares». 

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REDACCIÓN