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Durante mucho tiempo, estableciendo un paralelismo entre la Medicina y el Arte, se decía que la Medicina tenía por objeto curar el cuerpo, mientras que el Arte servía para cultivar el espíritu, aliviando los males del alma a través de la belleza. Un lugar común que, en el caso de las artes, estaba por encima de la temática representada, pues un motivo desagradable podía ser bello por su ejecución virtuosa y tan edificante o enriquecedor como un idílico paisaje o una bucólica escena de amor.
La vigencia de esta idea –en lo referente al poder sanador del Arte– fue puesta en entredicho por las vanguardias hace ya más de un siglo y en la actualidad no rige en absoluto. Y, por supuesto, no me refiero a los sandios y farsantes que imparten “innovadores” cursos sobre “arte terapéutico”, que no son más que estafadores oportunistas.
Pero, ¿por qué el arte ha perdido su antigua cualidad? –se preguntará todavía algún incauto–. Pues porque el Arte ha seguido, en definitiva, el camino inverso al seguido por la Medicina.
Para comprenderlo mejor analizaremos algunas diferencias principales en la evolución del Arte y la Medicina, empezando por entender el término “evolución” en un sentido de estricta progresión cronológica y no necesariamente vinculado a una mejora.
El avance de la Medicina se debió, en gran medida, a la voluntad de saber y el atrevimiento de anatomistas como Vesalio o Ambroise Paré para contradecir a los clásicos. La contumacia en seguir a Hipócrates o a Galeno había significado la reiteración durante siglos de errores fatales para la salud de los pacientes, y el estudio experimental impulsado por los citados, junto a la audacia de Miguel Servet o William Harvey, superaron una visión anquilosada que impedía el avance de la Ciencia.
La “evolución” –si se puede llamar así– del Arte propiciada por las vanguardias a principios del siglo XX supuso también un rechazo o, más bien, una condena del arte precedente; y más concretamente, del clasicismo, de la belleza ligada a la proporción y la armonía, de la forma con la naturaleza como referencia, y de la pericia técnica en la representación. Las ideas sobre la función de las Artes de Aristóteles y Platón fueron sepultadas, y el abandono de la mímesis y la figuración clasicista dio paso a una regresión a formas primitivas, desproporcionadas, hasta la supresión total de lo inteligible. La abstracción disolvió la forma en el color, la mancha o el gesto, hasta la desaparición final de éstos en la “idea”, el “concepto” o la “intención”. Si la Medicina floreció una vez liberada de la prisión de sus clásicos, el Arte murió por renegar de los suyos.
En paralelo, también se ha producido un retroceso en el estatus social del artista. No hace tanto que ambos, tanto el artista como el médico, gozaban del respeto de la comunidad y podían disfrutar de una posición acomodada, acorde a su mérito y reconocimiento social. Hoy, en cambio, el crédito y popularidad de los artistas, por sus propios deméritos, no pueden estar más bajos. Y por supuesto, no me refiero a la popularidad en términos cuantitativos. Es evidente que la publicidad, las redes sociales y el imparable crecimiento demográfico han disparado las cifras de seguidores de casi cualquier “artista”. Pero lo que es innegable es que el propio término “artista” se ha devaluado sin remedio. Se llama artista a cualquier pintamonas y el vocablo se ha hundido aplicado a raperos, gritaores y actores sin la menor cultura.
Es cierto que hubo una época en que la Medicina estuvo paralizada por la ignorancia y muchos de quienes la profesaban actuaban más como chamanes que como científicos. Pero como bien plasmó Alain-René Lesage en su Gil Blas de Santillana (1715), ya entonces los charlatanes eran objeto de burla y a los curanderos incompetentes se los denostaba e incluso perseguía.
El prestigio social de los médicos, respaldado por su labor, es, hoy en día, indiscutible. La Medicina aglutina el esfuerzo de muchas personas inteligentes en todas las ciencias y recibe, entre sus estudiantes, a muchos de los mejores. Así mismo, la Ciencia y la tecnología impiden –o al menos obstaculizan– los comportamientos negligentes y limitan sus daños.
Por otro lado, hubo también un tiempo en que los artistas tenían, además de una vasta cultura, una formación teórica y práctica consistente, disciplina, voluntad y una capacidad indiscutible. Tal vez las escuelas artísticas no proporcionen en la actualidad una formación demasiado exigente, o tal vez no reciban los discípulos más selectos. En todo caso, en estas escuelas se ha institucionalizado la enseñanza de una serie de contenidos y autores de referencia cuyo valor no radica sino en la fe que se deposita en ellos, derivada de sus opiniones políticas. Un credo profesado uniformemente por los enseñantes, a los que se exigió en su momento para entrar en la Universidad y que, en buena lógica, actúan antes como predicadores de una religión que como transmisores de conocimiento. Generaciones enteras de estudiantes se afanan en complacer a los brujos de la tribu y antes que cualquier otra cosa, son depositarios de una fe sectaria, configurando un panorama homogéneo en la mediocridad e irremediablemente acrítico.
La feria madrileña de arte contemporáneo ARCO, celebrada este año del 7 al 11 de julio, y viva muestra de lo apuntado en estas líneas, al menos ha tenido una virtud: la brevedad.
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