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El gobierno es el órgano superior del poder ejecutivo de un Estado o de una comunidad política, constituido por el presidente y los ministros y consejeros.
La misión del gobierno es fortalecer el Estado, proporcionar justicia, armonía social y desarrollo. Para ello, el gobierno tiene funcionarios, que son las personas que desempeñan un empleo público; claro que, para desempeñarse apropiadamente en el empleo, se necesitan ciertas características personales: conocimiento de la materia correspondiente, experiencia y honestidad; el puesto público debe ser una distinción a la que deben acceder solamente los más probos y capacitados.
Entonces, ¿porqué llamamos funcionario a cualquier mamarracho (o mamarracha, claro), sin prenda alguna para desempeñar el puesto de gobierno asignado?
Para que un gobierno lo sea realmente, necesitamos que sea funcional, es decir, que sirva y sea eficaz en los propósitos señalados antes, y dé solidez a la nación.
Pero, en la tesitura en que nos encontramos, es un atrevimiento soez llamar funcionario a quien no funciona (si no es para llevar al abismo a la nación con su maldad y torpeza); en todo caso, deberíamos llamarles “disfuncionarios”, pues disfuncionales son para la gestión encomendada. Una burla canallesca.
Y esta es la gran trampa de la tan reputada democracia liberal (coronada o sin corona), donde todos los votos valen igual, donde no se valora la calidad, sino que simplemente se cuentan las opiniones, al fin, un voto es una opinión.
Los Ministerios, y los distintos órganos de gobierno, deben ser estrictamente los necesarios, y cada puesto, por bajo que sea o parezca, debe estar sustentado por la honestidad y conocimientos del funcionario.
Necesita también el gobierno, y el Estado todo, un sustento inmaterial, conceptual, filosófico moral, y lúbricos y no firmes son los principios del liberalismo, sostén de nada, aceptador de todo, trampa de embusteros para ingenuos. Debemos, por tanto, buscar principios sólidos, que obliguen a la persona, que la perfeccione y fortalezca, que la dirija al recto comportamiento.
La celada perversa de la hipertrofia, de la hinchazón enfermiza del sentido del derecho frente al ordenado sentido del deber, nos ha llevado, en una sociedad largamente adoctrinada en la inmundicia moral, a la pérdida del criterio, al caos que hoy vivimos, que hoy padecemos.
En un mundo vacío de aquellos principios fuertes, permanentes, tradicionales, que antes servían de referencia y guía social e individual, hemos creado una sociedad débil, egoísta y autodestructiva, desarraigada de lo propio.
Cuando volvamos a encontrar la senda pródiga y natural del honor, que es el alto sentido del deber, de nuestra grandiosa y única tradición moral, habremos entrado en el camino de la recuperación de España.
Y que nadie se engañe, en esta estructura de Estado y sus consecuencias, todos son culpables; todos son cómplices de la degradación de España, de alguna manera, nosotros también.
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