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El domingo día 25 de julio de 1954, el Jefe del Estado, Generalísimo Franco, acompañado de su esposa, Carmen Polo de Franco, presentaba la tradicional ofrenda nacional al Apóstol Santiago, con motivo de la festividad del Santo Patrón de España, ganando las indulgencias plenarias del año jubilar de 1954.
La ciudad del Apóstol lucía ese día profusamente engalanada de banderas de España, de la Falange Española y de la Comunión Tradicionalista
Miles de personas, llegadas de todos los rincones de España, tomaron con su presencia las principales rúas del centro de Santiago, así como la Plaza de España, donde se encuentra la gran fachada barroca del Obradoiro de la catedral Compostelana
A las nueve de la mañana comenzaron a llegar al palacio municipal, sito en la mencionada plaza, enfrente de la catedral, las principales autoridades de Galicia y numerosas comisiones. Una hora después llegaban los ministros del Gobierno, ministro Secretario General del Movimiento, señor Fernández Cuesta; del Ejército, Teniente General Muñoz Grandes; del Aire, Teniente General González Gallarza; de Marina, Almirante Moreno; de Educación Nacional, señor Ruiz Giménez; de Justicia, señor Iturmendi; de Información y Turismo, señor Arlas Salgado, y ministro subsecretario de la Presidencia del Gobierno Capitán de Navío Luis Carrero Blanco; ministro de Defensa de Portugal, coronel Santos Costa y otras altas jerarquías y autoridades, El trayecto que había de recorrer en automóvil el Jefe del Estado y su esposa fue cubierto por fuerzas de los Regimientos de Artillería e Infantería de Zaragoza, de guarnición en Santiago.
Poco después de las diez y media de la mañana hacía su entrada en Compostela el coche que conducía al Caudillo de España y a su esposa, En otros automóviles venían los jefes de la Casa Militar y Civil, teniente general Francisco Franco Salgado y marqués de Huétor de Santillán, respectivamente.
El Jefe del Estado procedía del puerto de Sada (La Coruña), en cuya bahía se encontraba fondeado el yate ”Azor”, y al cual había llegado el Jefe del estado en la noche del día 23 por carretera, procedente del parador de Turismo de La Bañeza donde había almorzado. En él, el Caudillo pernoctaría las noches de 23 y 24 de julio.
Al paso de la comitiva por las calles, la muchedumbre tributó al Generalísimo Franco un extraordinario recibimiento que culminó en la Plaza de España, que presentaba un aspecto magnifico.
Formación en la plaza del Obradoiro de 3500 cadetes de las Falanges Juveniles de Franco, llegados en peregrinación a Santiago desde toda España.
El Generalísimo llegó a las once menos cuarto y al descender del automóvil, delante de la fachada del Obradoiro, de la Catedral, 3.500 muchachos de las Falanges Juveniles de Franco, que de toda España habían llegado en peregrinación desde Roncesvalles, para postrarse ante al sepulcro del Apóstol Santiago, y que esperaban con sus guiones en perfecta formación, lanzaron al aire sus boinas rojas y mezclaron sus gritos de ¡Franco, Franco, Franco! con las aclamaciones de los millares de personas concentradas en la gran plaza.
También se encontraban allí una representación de las Mocedades Portuguesas, una sección muy numerosa de Flechas Navales y los Coros y Danzas de la Sección Femenina de Galicia, Aragón y Granada
En el centro de la Plaza, junto a las Falanges Juveniles de Franco, se encontraba formada una sección de la Policía Urbana de Madrid, en uniforme de gala, que acababa de realizar una peregrinación ecuestre a Compostela, presidida por el teniente de alcalde, señor Primo de Rivera, y por el jefe de la Guardia, comandante Luque.
El Generalísimo Franco, tras escuchar el Himno Nacional, pasó revista a una Compañía del Regimiento de Infantería de Zaragoza, número 12, con bandera y banda de música, que le rindió los honores de ordenanza.
El Caudillo vestía uniforme blanco de Capitán General del Ejército y lucia en su pecho la Gran Cruz Laureada de San Fernando y el Gran Collar de la Orden Suprema de Cristo, que recientemente le había sido concedido por Su Santidad el Papa, Pio XII. Por su parte doña Carmen Polo de Franco se tocaba con la clásica mantilla española.
El Generalísimo saludó a los ministros del Gobierno, a varios consejeros del Reino; presidente del Consejo de Estado, señor Ibáñez Martín; delegado nacional de Sindicatos, señor Solís; capitanes generales de la región, Teniente General Ben Mizián, capitán general de la Octava Región Militar, y Almirante Regalado, Capitán General del Departamento Marítimo de El Ferrol del Caudillo; gobernadores civiles de las cuatro provincias gallegas; presidentes de las cuatro diputaciones provinciales de Galicia; presidentes de las respectivas Audiencias; directores generales y autoridades compostelanas, especialmente al alcalde, señor Otero, que le dio la bienvenida en nombre de la ciudad y al que le daba guardia de honor una sección da la Guardia Municipal de Santiago en uniforme de gran gala; los embajadores de Ecuador, Bolivia y Paraguay y numerosas representaciones de jefes y oficiales de todas las Armas y Cuerpos del Ejército, entre ellos el gobernador militar de La Coruña, general Mariñas Gallego; el jefe de, la Región Aérea Atlántica, general Frutos, y el general de Aviación, señor Rubio.
El Jefe del Estado se dirigió seguidamente al salón de sesiones del palacio municipal en cuya escalinata de honor daban guardia coraceros de la Guardia Municipal de Santiago en uniforme de gran gala. En dicho salón se celebró, una breve recepción en honor del oferente.
A las once y cinco minutos y bajo un sol de justicia y calor sofocante, la comitiva oficial cruzó la Plaza de España en dirección a la Catedral, mientras el público no cesó de vitorear al Caudillo, abriendo la Banda Municipal de Música con las notas del Himno al Apóstol Santiago.
En la puerta principal de la fachada del Obradoiro el Caudillo y su esposa fueron recibidos por el cardenal arzobispo de Santiago, doctor Fernando María Quiroga Palacios, al que acompañaban el cardenal arzobispo de Tarragona, doctor Arriba y Castro, y el cardenal arzobispo de París doctor Feltin.
El cardenal Quiroga dio a besar el Lignun Crucis al Caudillo y esposa, y a continuación, bajo palio, el Caudillo atravesó la amplia nave central de la basílica del Apóstol, dirigiéndose a la capilla mayor, mientras el órgano de la catedral interpretaba el Himno Nacional.
La gran amplitud de las naves de la catedral resultaron insuficientes para contener la enorme presencia de peregrinos y fieles de todos los países del mundo, que en esa jornada habían acudido a sumarse a la ofenda Nacional de España que al Santo Patrón iba a realizar el Jefe del Estado. La ofrenda Nacional de España al Apóstol Santiago había sido instituida en el año 1646 por las Cortes de León y Castilla, reunidas a instancias del Rey Felipe IV.
Poco después se formaba en la capilla mayor, la procesión mitrada, con el desfile de todas las autoridades y representaciones oficiales, presididos por el oferente, el Generalísimo Franco.
Además del cardenal Quiroga Palacios, titular de la sede metropolitana de Santiago de Compostela, y de los Cardenales Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, y Feltin, arzobispo de París, asistieron a la ceremonia diversos prelados españoles y extranjeros, entre los que figuraban el obispo de Madrid-Alcalá y patriarca de las Indias, doctor Eijo Garay; obispo auxiliar de Westminster (Londres), arzobispo de Cicico (Portugal), obispo de San Luis de Missouri (Estados Unidos) y obispo de Rouen (Francia), así como los obispos de las diócesis de Lugo, Órense, Mondoñedo, Túy, Oviedo y otros, hasta un total de veintitrés prelados. Formaban en la comitiva el Cabildo Catedral de Compostela, cuyos canónigos lucían, los trajes de capellanes de honor.
En lugar destacado de la procesión, como oferente, iba el Jefe del Estado, Generalísimo Franco; le seguían los ministros del gobierno, el ministro de Defensa portugués y los miembros del Cuerpo Diplomático, autoridades de Galicia y las de Santiago. En la comitiva figuraba la famosa Copa de Oro, conteniendo el producto de la ofrenda que regalaron a la Catedral de Santiago los duques de Montpensier y una bandeja de plata sobre la que iba depositado el original de la ofrenda.
En la nave de la Soledad, la orquesta y voces de capilla interpretaron un solemne motete dedicado por el que fue maestro de capilla de la Catedral de Santiago, señor Tafall, al glorioso apóstol Santiago. Durante el desfile del cortejo sonaron las clásicas chirimías.
Tras la procesión dio comienzo la Santa Misa, que ofició revestido de pontifical el cardenal Quiroga Palacios. El Jefe del Estado ocupó un sillón al lado de la epístola en la capilla mayor. La “Schola Cantorum” del Seminario y la orquesta de capilla de la Catedral interpretaron la Misa pontifical, de Perossí.
En el momento del ofertorio el Jefe del Estado se dirigió al altar mayor y, postrado de rodillas presentó la ofrenda Nacional de España al Santo Patrón, el Apóstol Santiago con estas palabras: “Glorioso Apóstol Santiago: Una vez más vengo a postrarme ante vuestro sepulcro para renovar la promesa de fe de nuestra Patria y proclamar vuestro patronazgo.
Privilegio especial es para nuestra nación el que por la gracia de Dios hayan un día arribado a nuestras costas vuestros restos gloriosos y la Santa Madre Iglesia, proclamando solemnemente vuestra presencia real y verdadera en tierras de Galicia, haya concedido a esta Santa Iglesia Catedral, donde reposan vuestros restos, el privilegio perpetuo de celebrar periódicamente el Año Santo, que permite a los católicos disfrutar de las gracias y beneficios de tan importante concesión, que sí el azar ha hecho coincidir esta vez con el Año Santo Mariano, desde hace diecinueve siglos viven unidas las dos advocaciones en el sentir de los españoles, pues si por designación de Dios hemos sido el primero de los pueblos gentiles que recibió la predicación apostólica, y que por vuestra evangelización abrazó la fe de Jesucristo, alcanzó también el honor de que fuese en sus tierras aragonesas donde la Santísima Madre de Dios viniese en carne mortal y que, por su gracia y particular designio, se levantase en ella el primer templo mariano de la Cristiandad, iniciándose la gran devoción al Pilar que persevera en nuestros días.
Así se ven unidos desde los albores de nuestra fe el patronazgo de Santiago sobre nuestra nación y la devoción a María, que se extiende a todos los lugares a los que el dominio español pudo llegar.
Vuestro patronazgo sobre nuestra Patria encierra trascendencia superior a cuanto en palabras podemos expresar, elegido por Dios para nuestra evangelización, os convirtió en padre espiritual que nos engendró en la fe redentora de Jesucristo, qué si más tarde Pablo había de continuar vuestra obra, Vos fuisteis, quien creasteis los primeros obispos y echasteis la simiente que habla de producir aquella esplendorosa floración. Vuestra corta vida y vuestra primacía en el martirio, nos permite pensar la parte que en aquel tuvo nuestra Patria, pues al llenar nuestra evangelización, harto importantísima de vuestro apostolado, habría de constituir cargo principal en el proceso de vuestra muerte, y que sin acentuarlos nos permite considerar que entre las inquietudes de la hora suprema del sacrificio, España ocuparía en vuestro pensamiento un lugar especial.
¿Y cómo dudar que habiendo constituido por la gracia de Dios, objetivo principal de vuestra misión, al ocupar el lugar que el Señor os tenía reservado para después de apurar el cáliz de vuestro martirio, pudierais olvidar al pueblo que escuchó vuestra palabra y se entregó desde entonces a la fe, con ese ardor con que los españoles abrazan desde entonces la Santa Causa, reflejo, sin duda, de aquella decisión e ímpetu que acompañó a vuestra vida y que os valió el sobrenombre de “Boanerges” (Hijo del Trueno) con que Jesucristo os designó un día?
De cómo habéis ejercido vuestro patrocinio lo pregona nuestra historia a cada paso y grabado ha quedado en piedra en el correr de los siglos, en los pórticos de centenares de templos y monasterios repartidos por nuestra geografía. Sin embargo, cuántas veces nos hemos gloriado en la Historia como méritos propios de la constancia de nuestra fe, de no haber sido nuestra Patria cuna de errores, de haber destruido los que de fuera nos vinieron, de la evangelización de un nuevo mundo, del mantenimiento de la verdad en Trento y de las gloriosas epopeyas de nuestras armas, olvidando la parte principal que en ellas tuvo vuestra capitanía y el ínclito batallar a nuestro lado. Pero, por gracia divina, no tenemos siquiera que volver la vista atrás ni indagar en lo histórico el paralelismo de nuestra fe y de nuestra grandeza, ni buscar en los archivos el tantas veces secular “Santiago Cierra España”, ni probar vuestra intercesión valiosa con códices y viejos privilegios, ni traducir la iconografía de nuestras piedras, pues bien recientes tenemos pruebas de vuestro dilecto patrocinio.
Nuestra Cruzada ha sido pródiga en hechos que pudiéramos calificar de portentosos: aquel dominio del Mar mantenido durante tres años sin barcos ni medios materiales, sólo por la fe, la decisión y la ayuda de Dios.
Aquella importantísima captura en una amanecida de los primeros meses de la guerra, cuando en los frentes escaseaban las armas y la diferencia de medios se hacía sentir más, de un barco de 8.000 toneladas cargado de material de guerra destinado a nuestros adversarios y que contenía todo cuanto nuestros ejércitos necesitaban para completar su armamento, que en forma lindante con lo milagroso llegara a nuestras manos y se privaba de él a nuestros adversarios. Y el detenerse las invasiones rojas y las explosiones de sus bombas en los dos grandes templos marianos del Pilar y Guadalupe, que como proa inexpugnable dé nuestro frente resistieron durante más de dos años el ataque de nuestros adversarios.
El Caudillo de España en momento de su ofrenda al Apóstol Santiago, Patrón de España.
Coincidencia singular ha sido también el que la mayoría de las grandes batallas se resolviesen, sin cálculo ni previsión posible, después de varios días de combate, en las fiestas de las grandes solemnidades de la Iglesia, y ante las que ocupa especial lugar el de la enconada batalla de Brunete que, después de prolongados días de durísima lucha, se resolvió en una luminosa mañana cuando las campanas de nuestros templos pregonaban la festividad del Apóstol Santiago, uniendo una vez más su intervención a nuestra victoria.
No debe extrañarnos, por otra parte, que así sucediese, pues nuestra guerra tuvo caracteres de Cruzada. Así la calificó nuestro Pontífice y así lo proclaman la pléyade de millares de mártires muertos por la Fe, sin una sola apostasía. Nos habéis ayudado en la guerra, nos seguís protegiendo en la paz y, sin duda, habéis de ampararnos hasta el fin de los siglos, mientras España persevere en la fe y en la ley de Jesucristo.
Mas el mundo es camino y la vida lucha. Por ello no podemos dormirnos en los laureles y descuidar la tarea de nuestra perfección. Cuando dirigirnos nuestra mirada al mundo, tenemos que preguntarnos: ¿Qué fue de aquel espíritu de la Europa católica, cuando las peregrinaciones de fieles venían desde lejanas tierras, pasando privaciones sin cuenta y penalidades infinitas, pura postrarse ante vuestro sepulcro e implorar vuestra protección?
¿Dónde están aquellas riadas humanas que llenaban nuestros caminos y desafiaban a la muerte en el servicio de la fe? Al contemplar en su verdadera dimensión la ola materialista que al mundo sumerge, la propagación sistemática del error y observamos el vicio y la corrupción invadiendo de arriba abajo todos los escalones de la sociedad moderna, cuando la soberbia desafía la ley divina y la crueldad caracterizan las relaciones entre los hombres, la apostasía se extiende a tantas naciones ayer católicas y comprobamos el espíritu demoníaco que caracteriza de Oriente al Occidente las persecuciones religiosas, presentimos que se aproximan días de prueba y de castigo y sentimos al temor de la justicia de Dios por gran e infinita que sea su misericordia.
La proximidad de la tormenta lo acusan el dolor renovado de nuestras Vírgenes, los portentosos milagros de sus lágrimas, los avisos providenciales.
Por ello acudimos a Vos, nuestro Patrón y protector, para que, llegado ese trance, luchéis de nuevo a nuestro lado y descarguéis el fuego de vuestro ímpetu contra nuestros comunes enemigos. Que una vez más amparéis a España y seáis nuestro valedor para el fortalecimiento de nuestra fe, para que seamos dignos de la benevolencia divina. Y que esta protección alcance a los hijos de nuestra hermana peninsular, la noble nación portuguesa, que con nosotros escuchó vuestra palabra, y a la fe en vuestro Patronazgo, en las que a Dios pedimos siga floreciendo la flor del Evangelio.
Y una protección especial os pedimos para nuestro providencial Pontífice, para los principales y prelados y para los pastores todos de nuestra Santa Iglesia.
En tus manos, Santísimo Patrón, confío la protección y el destino de nuestra Patria, Que así sea”
El cardenal arzobispo de Santiago, doctor Quiroga Palacios, contestó a la invocación del Jefe del Estado con el siguiente discurso:
“Excelencia: En vuestra invocación al Apóstol Santiago no he podido menos de reconocer la voz y el espíritu de España.
La España que él recorrió un día pon amor, anunciando la buena nueva de la redención de Cristo, y a la que quiso legar como testimonio de su predilección y garantía de su perpetua ayuda el tesoro de sus sagrados restos. Voz y espíritu de España que cree y agradece, que ama y que confía.
Fueron en otros tiempos los Alfonsos, los Ramiros, los Fernandos, los Felipes quienes expresaron estos sentimientos en nombre de la Patria, que se recobraba con esfuerzo y con dolor, que brillaba con resplandores de prosperidad y de grandeza.
Hoy sois vos, Excelencia, quien, como Jefe de Estado, venís a profesar ante Dios y ante los hombres que España conserva gozosamente la fe que la predicó el Apóstol y que quiere, de conformidad con sus principios, que se muestra amorosamente reconocida a la continua protección que por mediación del hijo del trueno le dispensó la Providencia y que espera confiada en que esta ayuda no habrá de faltarle, en lo futuro.
Razones especiales tiene España para hacer profesión por los especiales dones recibidos del Altísimo, pero en último término no es ello otra cosa que el cumplimiento del deber que incumbe a toda sociedad, no menos que a todo individuo, de reconocer a Dios como su autor su conservador, su bienhechor y su último fin, y de acatarle como al legislador y señor supremo.
Por eso no pudo menos que causar extrañeza y dolor los desafortunados comentarios que más allá de las fronteras se hicieron en estos últimos tiempos acerca de la cuestión religiosa en España. ¿No es caso una tesis teológico jurídica que debe ser sostenido por todos los que admiten el recto principio de la ética y del derecho natural y de la teología fundamental, que toda sociedad y, por consiguiente, todo Estado, está obligado a abrazar, y a profesar, y a conservar, y a proteger la verdadera religión, que sólo es la católica? ¿No recuerda Isaías el castigo que espera a los pueblos y a los reinos que no se someten a Dios y a su Iglesia?
¿No afirma San Pablo que los que ejercen la autoridad son ministros de Dios y no se deduce de ahí la clara consecuencia de que su primer deber es el de reverenciar y hacer que se reverencie al Señor a quien representan y en cuyo Nombre actúan?
No es otra ni podía ser otra la doctrina de los Santos Padres y de los romanos Pontífices los cuales, desde Gregorio XVI, pasando por Pío IX, León XIII, Pío X y Pío XI, hasta el Papa felizmente reinante, no han dejado de enseñar esta clarísima verdad.
Y cuando en una nación, como sucede afortunadamente en España, se da una unanimidad moral en la profesión de la religión verdadera, es lógica y obligada no solamente la confesionalidad del Estado, sino que debe conservarse como un tesoro preciadísimo la unidad, católica y fomentarse con el mayor interés una justa y sana colaboración entre ambas potestades.
1954 El Cardenal Arzobispo de Santiago de Compostela Fernando María Quiroga y Palacios.
Esto ha hecho el Estado español, que conservando su natural y justísima autonomía en las cosas meramente temporales y políticas deja libre a la Iglesia en las que son de su competencia. Procurando en las materias mixtas una cordial inteligencia y acuerdo que venturosamente concretó en los diversos convenios que precedieron al Concordato recientemente firmado, que ha merecido las más grandes alabanzas y ha sido propuesto como modelo de esta clase de convenciones.
Como prelado de la Santa Iglesia, yo os felicito Excelencia, por haber sido elegido por Dios para reafirmar nuestra unidad católica y para asentar en España este sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado, en las cuales y pese a las erróneas interpretaciones de los deficientemente informados y de los hombres de mala voluntad y de intención torcida se está tan lejos de una supeditación del Estado con relación a la Iglesia, que ella no quiere ni podría aceptar en asuntos que no la competen y que el Estado no consentiría jamás, como de una servidumbre o enfeudamiento de la Iglesia con relación al Estado, que este no pretende en manera alguna y que aquélla rechazaría en todo caso hasta el martirio y hasta la muerte, como lo está haciendo en tantas desventuradas naciones en que los hombres que detentan el poder no han querido darse cuenta de que, sin necesidad de coacciones y sin salirse del debido campo de su actuación, la Iglesia hace siempre de sus fieles los mejores ciudadanos, los más honestos y los más sacrificados porque les inculca de continuo el deber de conciencia que tienen de cumplir con el mayor esmero y diligencia las obligaciones del propio Estado y profesión, y les recuerda insistentemente la obligación que les incumbe de procurar por todos los medios el bien común, aún en las cosas temporales.
Bien decíais, Excelencia, que sin embargo no está todo hecho en España y que es necesario que tratemos de perfeccionarnos cada día. También esta es idea exactísima y que hemos de tener siempre presente. Hemos de sentir afán de perfeccionarnos en nuestras instituciones, en nuestro modo de cumplir las leyes, en nuestras relaciones sociales, hasta que en ellas se satisfaga toda justa exigencia y se sigan los dictados del verdadero amor y fraternidad en nuestra personal individualidad, en fin, para hacernos en todo tales como el Señor nos quiere y la Patria nos necesita.
De esta suerte el Apóstol Santiago nos reconocerá más y más por hijos suyos continuará prestándonos su poderosísimo valimiento y ayuda, esa ayuda de la que quedó constancia en todas las páginas de la historia patria y de la que vos mismos acabáis de dar fehaciente testimonio cuando os referíais a los días de nuestra Cruzada.
Y cuando pasen los siglos y otros fieles vengan aquí a venerar- al Santo Apóstol y a recordar, agradecidos, los favores que le debe la Patria, al lado de Clavijo y de Simancas, de las Navas y del Salado, sonará el nombre de Brúñete como un hito más de nuestro tiempo, en este glorioso camino de la protección de Santiago a España.
Yo me uno a vuestras oraciones. Excelencia, en súplica al Señor de que continúe bendiciendo a nuestro providencial y amadísimo Padre, el Papa, y en ruego enfervorizado de que su palabra de paz y de amor sea escuchada por todos los hombres.
Pido al Altísimo las mejores gracias para nuestro fraternal hermano Portugal y para las veinte naciones queridísimas que rezan a Dios en nuestra misma lengua; para los pueblos de Europa y América que vuelven a mirar con amor hacia Compostela y que nos han enviado gratísimas embajadas que hacen que se oigan de nuevo en esta basílica todos los idiomas de la tierra; para los eminentísimos príncipes, de la Iglesia, el ilustre cardenal Roncalli, patriarca de Venecia, que ha sido nuestro huésped, a quien ocupaciones ineludibles han obligado a adelantar el retorno a su sede, y los insignes cardenales Feltin, arzobispo de París, y Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, que nos acompañan en este acto; para los reverendísimos prelados que en tan gran número se postran hoy ante este altar; para esos gallardos muchachos de España y para esos otros procedentes de muy variadas naciones que han peregrinado con esfuerzo y con sacrificio hasta el sepulcro del Apóstol, buscando en los caminos de Compostela las rutas de la paz, que todos, como buenos hijos de la Iglesia, desean vehementemente; para Galicia, inmediata depositaría de los sagrados restos del hijo del trueno; para España, la patria amada, y para el mundo entero.
Y para vos, Excelencia, yo hago una súplica especial para que el Apóstol Santiago, en cuyas manos habéis confiado la protección y el destino de la Patria, os asista en todo momento y os ayude a forjar la España grande y justa a cuyo servicio habéis ofrendado vuestra vida. Que así sea”.
El Caudillo de España presentó la ofrenda Nacional de España al Santo Patrón Santiago.
Finalizada la ceremonia, el Generalísimo volvió a ocupar su asiento y prosiguió la Santa Misa. Finalizada ésta, el Jefe del Estado, acompañado de su esposa y de los ministros y demás autoridades, pasó al camarín para dar el tradicional abrazo a la imagen pétrea del Santo Apóstol. Mientras tanto, los miles de fieles que abarrotaban el interior de la Catedral cantaban el himno al Apóstol Santiago, acompañados por el gran órgano, mientras el botafumeiro se elevaba majestuoso en la nave principal del templo. Era la segunda vez, tras la finalización de la Guerra de Liberación Española 1936-39, que el Caudillo presentaba la ofrenda en nombre de España
Cerca de las dos menos cuarto de la tarde terminaba la brillante ceremonia. El Jefe del Estado junto a su esposa, abandonó la Catedral y descendió por la escalinata del Obradoiro, siendo acogida su presencia con vítores y aplausos de la multitud. Atravesando un amplio pasillo que formaban las fuerzas de Infantería que le rindieron honores y las juventudes de las Falanges de Franco, el Caudillo se dirigió al Palacio municipal entre constantes gritos de ¡Franco, Franco, Franco!, vivas y arribas a España, que le acompañaron hasta su entrada en el salón de sesiones, donde seguidamente se celebró una brillante recepción en su honor
El alcaide de Santiago, señor Otero, dio lectura a unas cuartillas en las que destacó lo mucho que la ciudad de Santiago debía al Jefe del Estado manifestando la gratísima alegría que Compostela sentía ante su presencia, sobre todo en un día tan memorable como el de ese 25 de julio. Después subrayó el orgullo de la población al ofrecer al Jefe del Estado la primera Gran Medalla de Oro de la ciudad del Apóstol. Asimismo ofreció a la esposa del Caudillo Carmen Polo de Franco, el primer lazo de dama de honor de la ciudad. En el momento de proceder a la imposición al Caudillo de la Medalla de Oro todos los asistentes prorrumpieron en una larga ovación. El Jefe del Estado, agradeció la atención que para con él había tenido Compostela lo mismo que para su esposa, Carmen.
La gran medalla de honor de la ciudad, entregada al Caudillo de España era de forma circular. En el anverso ostentaba en relieve al escudo oficial de Santiago y la corona y cruz de Compostela y en el borde una greca con la inscripción “Pro Compostela ciudad venera”. En el reverso figuraba una corona con hojas de laurel, y la inscripción siguiente: “Gran medalla de honor de caballero de Compostela”. Estaba realizada en oro, platino y esmalte. El Gran lazo de Dama de Honor de Compostela entregado, en el mismo acto, a la esposa del Generalísimo, doña Carmen Polo de Franco, estaba también construido en oro y platino y tenía la siguiente inscripción: “Gran Lazo de Dama, de Honor de Compostela”.
Cuando el Caudillo descendía por la escalinata de honor del Palacio Consistorial y entraba de nuevo en la Plaza de España, la muchedumbre que esperaba, a pesar del fuerte calor reinante, le saludó con grandes aplausos y gritos de ¡Franco! ¡Franco!. La comitiva oficial se dirigió al Hostal de los Reyes Católicos, donde poco después era servida una copa de vino español. En ese acto el Caudillo inauguraba de forma oficial como Parador de Turismo el Hostal de los Reyes Católicos, construido en el antiguo edificio del Hospital Real, que fundaron en 1499 los Reyes Isabel y Fernando, destinado también a hospedería de peregrinos y estaba considerado como una de las más grandiosas joyas arquitectónicas del arte plateresco, obra de Enrique Egas.
El Generalísimo Franco inaugura el Hostal de los Reyes Católicos en Santiago.
El nuevo edifico hotelero constaba de 177 habitaciones, casi todas de dos camas, varias suites y dos dormitorios colectivos. Un comedor, para ciento cincuenta comensales. Ricos tapices y alfombras, daban más lustre al valioso y variado mobiliario de diversos estilos y colorido con que había sido amueblado.
Por su gran calidad y servicio el Hostal se convirtió desde su inauguración en uno de los establecimientos de su género, mejores de Europa, anotándose un éxito extraordinario el Instituto Nacional de Industria, bajo cuya dirección y auspicios se había edificado la colosal obra, que tuvo su inicio a mediados de septiembre de 1953, trabajándose en ella tanto de día como de noche hasta el primero de julio de ese año 54, llegando a estar ocupados en plena actividad y en un solo turno dos mil obreros de todas las especialidades. Del primitivo edificio tan sólo se conservaron sus fachadas, sus patios y sus muros arquitectónicos.
El Caudillo recorrió detenidamente todas las dependencias del inmueble y dedicó grandes elogios al mismo, felicitando a los técnicos que habían intervenido en la dirección de las obras Tras el recorrido el Generalísimo, su esposa y todas las autoridades y personalidades que les acompañaban, almorzaron en el propio Hostal de los Reyes Católicos.
Hostal de los Reyes Católicos en Santiago de Compostela.
A las cinco de la tarde, el Caudillo y su esposa Carmen Polo, abandonaron el Hostal y se dirigieron, a pie, al palacio de Gelmirez, una de las joyas arquitectónicas más antiguas de Compostela. En una de las dependencias del palacio, el Caudillo visitó una gran Exposición de arte sacro en la que se exhibían obras de arte religioso procedentes de todos los templos de Galicia, y que iban desde la época medieval hasta el siglo diecinueve.
Finalizada esta visita, el Jefe del Estado subió a un automóvil y acompañado de las autoridades locales se trasladó al edificio del Instituto femenino “Rosalía de Castro” para admirar la Exposición de arte gallego, que había sido inaugurada recientemente como contribución al mayor esplendor del Año Santo compostelano.
Tras su visita a la exposición el Generalísimo Franco se dirigió al Hospital Clínico, donde le esperaban el rector de la Universidad compostelana, doctor Luis Legaz Lacambra, y claustro de profesores en pleno.
A las siete menos cuarto de la tarde, el Jefe del Estado abandonó el edificio del Hospital Clínico, tras haber recorrido sus instalaciones y de haber felicitado al rector y al decano de la Facultad de Medicina por el montaje de las mismas, se despidió de las autoridades y abandonó la ciudad.
Por su parte los 3500 afiliados a las Falanges Juveniles de Franco se trasladarían a La Coruña, desde cuyo puerto serían trasladados a sus provincias de origen por los buques de la Armada “Júpiter”, “Marte”, “Lazaga” y “Ulloa” y el mercante “Villanueva”.
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