18/05/2024 04:25
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Día sí y día también nos vemos sacudidos por sucesos espeluznantes perpetrados con una  frialdad y crueldad que hace que nos avergoncemos de pertenecer al género humano. Ahora bien, cuanto mayor es el sadismo del suceso, cuanta más sangre es derramada y más aversión concita, mayor es la atracción que suscita en la sociedad; nos encanta el morbo y regodearnos en la desgracia ajena a veces incluso con un interés malsano aunque no lo reconozcamos. El no va más, lo más mediático por antonomasia son el parricidio y sobre todo el filicidio: cuando la madre o el padre acaban con la vida de sus hijos.
Es este último sin duda alguna el crimen más abominable que se pueda cometer y que mediáticamente alcanza una cota insuperable de difusión dependiendo de la profesión de la o del filicida. Nadie puede negar que si el delito lo perpetra, digamos, una peluquera, un cartero o una cajera de supermercado, el titular de la noticia aparca este dato, es algo secundario e insignificante, no vende; mas si el perpetrador viste un uniforme se añade un agravante y el morbo alcanza cotas inimaginables sin tener en cuenta que son una persona más, que el uniforme desgraciadamente no les vacuna contra la comisión de los más atroces crímenes.
A veces uno se malicia que enfatizar, hacer hincapié en la profesión del delincuente es un mensaje subliminal para distraer e inculcar el descrédito y denigrar a algún colectivo. Si así fuera, nos encontraríamos ante una vileza descomunal. Todos somos personas, independientemente que vistamos buzo, chaquetilla, bata, uniforme o ropa corriente; la vestimenta, la uniformidad, no nos convierte ni en mejores ni en peores.
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