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La división categorial de la  política entre izquierda y derecha es meramente virtual, imaginaria. Responde a una referenciación ficticia de la realidad, creada artificialmente para controlar nuestra forma de ver el mundo; como forma de impedirnos ser libres en nuestra capacidad de formular un sistema de pensamiento bajo el signo de la libertad mental.

Se lleva haciendo mucho tiempo. Tanto como desde momentos de la Convención Nacional francesa, que empezó a funcionar por clubs, o colectivos de debate político. Es así como surgen los partidos, o grupos sociales que abogan por un paradigma u otro de pensamiento político. Empezó a funcionar así desde el momento en el que se termina la organización de los Estados en  función de estamentos. Los partidos romperán la unidad social, la fragmentarán, y convertirán a ésta en un ente fraccionario.

Desde ese momento surgen dos grandes grupos. Los girondinos y los jacobinos, y por su posición en la Cámara se empezaron a llamar los de la izquierda y los de la derecha. Es desde este momento en el que empieza la simplificación falsaria de la realidad política. La izquierda no era mejor que la derecha. Simplemente era una adscripción mental para catalogar las posiciones ideológicas. El centro sería una especie de tierra de nadie donde iba el resto de los no adscritos. Lo que ocurre es que la izquierda, tradicionalmente, usaba con magistral eficacia la propaganda. Y de ahí viene ese imaginario falsario de que la derecha es abominable, cuando lo que realmente lo es la izquierda desprovista de toda referencia moral.

En aquel tiempo los de derechas (girondinos y otros) eran los moderados. Los no revolucionarios violentos, los que abogaban por una transición sin sangre.  Podríamos hoy calificarlos como los más humanistas, pese a que había subgrupos realmente radicales. Por tanto, no podemos asumir que los seguidores de Robespierre eran los más civilizados, pues corrió la sangre bajo la cuchilla de la guillotina. Según la versión de la historia que se haga, analizamos la película de los acontecimientos en función de los esquemas axiológicos con los que se mire.

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De ahí viene la falsa catalogación de izquierda igual a buenos, progresistas, y la derecha los malos, los retrógrados. Es todo un montaje falaz para guiar nuestro pensamiento mediante falsos tópicos.

La verdadera visión de la política y de la fuerza moral de sus protagonistas habría de tener como referencia binaria el eje de patriotismo  o no patriotismo. Patriotismo, semantema estigmatizado por ese progresismo hueco, significa el amor a lo propio, la defensa de tu hábitat, la conservación del legado antropológico, cultural y etnográfico transmitido; la lucha por el éthos representado por la estirpe, la protección a la familia, la conservación de la cosmovisión y formas de vida reproducidos de generación a generación.

Patriotismo es la defensa de la propia casa, entendida en su dimensión extensa, tanto casa donde habita la unidad familiar como casa de naturaleza nacional del grupo, de la comunidad. Y ese patriotismo aboga para serlo por el bien común del colectivo formado por los paterfamilias que forman una unidad de interés común. La antítesis de esto es la deconstrucción de ese elemento fundamental de vida y de unidad de destino.

Los no patriotas superan hoy a los patriotas. Porque durante demasiado tiempo se ha producido toda una transformación cognitiva comunitaria mediante una reprogramación mental a través de los modificadores clásicos de la hegemonía cultural. Y, sobre todo, a partir de la corrupción del fin y el objeto del sistema educativo en su sentido genuino para convertirlo en un antro de adoctrinamiento cuya máxima expresión y fase final de descomposición absoluta está representada en la actual Ley Celáa; en proceso de debate en el más perverso formato de representación parlamentaria jamás conocido en la historia del parlamentarismo moderno.

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O entramos en una nueva conceptualización del sistema categorial en el que debe encajarse una nueva interpretación de la política como forma operativa de ejercicio de la soberanía, o estamos perdidos en una selva donde hay demasiados depredadores como para salir vivos de esa aventura.

A nadie se le ocurriría mantener en la comunidad a un demente que deja abierta la puerta del bloque de vecinos por la noche para que puedan entrar ladrones, okupas y gente de mal vivir. O que le corte el cable al ascensor para que caiga el primer vecino despistado. O que encargue el derribo de un pilar sin el cual la casa no se puede sostener. Lo primero que haríamos es llamar a la policía para que le detenga, informar a la unidad de psiquiatría más próxima, y elegir otro administrador. Y si no es posible por las buenas, por las malas. De lo contrario, la casa se viene abajo y nos atrapa.

Autor

Ernesto Ladrón de Guevara