13/05/2024 14:33
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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Vencedor», el caballo de Roncesvalles y  el caballo blanco de Santiago.

 

«VENCEDOR«

EL CABALLO DE RONCESVALLES

Pero cuando Carlomagno y sus más de cien mil hombres llegan a Roncesvalles el campo de batalla es ya un mar de sangre y un infierno, pues los sarracenos han pasado a cuchillo a todo ser viviente y de la retaguardia mandada por el capitán Roldán y los doce pares de Francia no queda sino un revoltijo de restos humanos esparcidos por doquier. Una visión dantesca que provoca el llanto de todo el ejército y el desvanecimiento de los más sensibles, e incluso del propio emperador.

 

«¡Ay, Francia, Francia, qué desierta quedas! ¡Tanto es mi dolor que no quisiera vivir! -grita Carlos con los ojos arrasados en lágrimas-… ¡Ay, amigo Roldán. Dios tenga piedad de ti…, porque jamás vio nadie tal caballero en justar y concluir grandes batallas!… ¡Mi honor ha iniciado su decadencia!»

 

Canto CCVI del poema 

Y, sin embargo, es entonces cuando en el gran ejército surge el espíritu de venganza y la decisión unánime de aplastar a los que han puesto fin a los héroes y han mancillado el honor de Francia… cuando Carlos monta lleno de rabia en su alazán (de nombre Vencedor) y al galope dirige a sus hombres contra los infieles, a quienes vence y aplasta en las mismas orillas del Ebro. Porque entonces hasta el sol se pone a sus órdenes….

«Dios obró un milagro muy grande por Carlomagno, pues el sol se quedó quieto. Los paganos huyen: bien los francos los persiguen. Los van alcanzando en Val tenebrosa: hacia Zaragoza los persiguen atacando; los van matando a golpes vigorosos y les copan las vías y los caminos mayores. Queda ante ellos el río Ebro; es muy profundo, terrible y rápido, y en él no hay barca, nave ni balsa. Los paganos invocan a uno de sus dioses, Tervagán, y luego se precipitan dentro del río, pero no tienen salvación. Los que llevan armadura son los más pesados: cayeron al fondo algunos de ellos: los demás van flotando a la deriva, y los más afortunados han bebido tanta agua que se han ahogado en terrible afán…» Después, sólo entonces, se pone el sol y Carlos echa pie a tierra, se postra y da gracias al cielo, sin olvidarse de sus hombres y sus caballos. «Tiempo es de acampar -dice-. Es tarde para volver a Roncesvalles; nuestros caballos están cansados y rendidos. Quitadles las sillas, los frenos que llevan en la cabeza y dejadlos refrescar por estos prados.»

Pero no termina ahí la Chanson de Roland, ya que tras esta fatal derrota el rey Marsil de Zaragoza se encierra en la ciudad y llama en su auxilio al emir de Babilonia, Baligán, quien sin pérdida de tiempo se echa a la mar con tan grande ejército que el Ebro queda pequeño para las cuatro mil naves, bajeles, esquifes, barcas y galeras pesadas que un día veraniego llegan a Zaragoza… (en total treinta cuerpos de ejército de unos veinte mil hombres cada uno y una caballería que sobrepasa los cincuenta mil jinetes, según la leyenda).

Después, claro está, el poema narra la gran batalla entre moros y cristianos, entre los treinta reyes que acompañan al emir y toda la nobleza francesa y europea, entre el emperador de Oriente y el emperador de Occidente (Baligán y Carlomagno)… entre la media luna y la cruz… y con el espíritu del héroe conde Roldán de por medio. Naturalmente, es una lucha a muerte, sin cuartel, sin tregua, tremenda y sangrienta, donde la fortuna sonríe alternativamente a los dos bandos y hace que la Victoria guiñe su ojo de mujer ya a los cristianos, ya a los sarracenos. Pero es también el choque de dos razas de caballos; la del centro de Europa y la del desierto. Los caballos normandos, wurttembergueses, oldemburgueses, hannoverianos, mecklenburgueses, holstein, einsieller, bávaros, gelderland, frisios, etcétera, contra los caballos persas, los berberiscos, los turcomanos, los libios y los «árabes». ¡Algo increíblemente bello y curioso! Porque, si unos tienen la fuerza y la resistencia, otros tienen la velocidad y la valentía. Los de unos, los cristianos, enjaezados y acostumbrados a soportar gran peso, van al choque con la cabeza y como un elefante de piedra; los de los otros, los árabes, vuelan saltando obstáculos como pájaros y ganan diez centímetros en cada metro, pero no entran al choque brutal sin espuelas…

Como se demuestra en cuanto montan en sus corceles los dos caudillos, Vencedor, el buen caballo que Carlomagno conquistó en los vados de Marsuna cuando derribó a Malpalín de Arbona, es un caballo «alemán», probable antecesor de los buenos caballos de Westfalia y la Baja Sajonia…, es decir, un caballo con la cabeza aplanada, la cara recta, los ojos inteligentes, cuello fuerte, amplia cavidad torácica, cuerpo poderoso, ijares resistentes y cuartillas cortas y fuertes, patas cortas y corvejones bajos, de movimientos directos y ostentosos y espíritu inquieto, valiente y buenas maneras, pero por encima de todo sólido como una roca. De color rojizo, aunque con crines y cola negras y manchas blancas en las patas.

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Frente a él aparece un caballo bayo (al que algunos llaman Relámpago y otros Victorioso) montado por Baligán («El emir viste una cota cuyos paños son jaldes, ata su yelmo gemado de oro y luego se ciñe la espada Preciosa en el costado izquierdo; se cuelga al cuello un gran escudo ancho cuya bloca es de oro y listado de cristal, y la correa es de buena seda rodada. Sujeta su lanza que llama Maltet, cuya asta es gruesa como una maza y con sólo su hierro se podría cargar un mulo… ¡Dios, qué barón, si tuviera cristiandad!… [dice el poema en el canto 227] Aguija el caballo y le brota sangre muy clara; emprende la carrera y salta un foso que bien podría medir cincuenta pies…»). Es un animal relativamente pequeño, de un metro y medio escaso de altura, pero lleno de fuego y bravura, espectacular en sus movimientos y de ojos centelleantes, que vuela al encuentro de Vencedor en cuanto su dueño localiza al gran Carlos en medio de la batalla, con una simple presión de rodilla y un ligero toque de bridas.

Bueno, y el resultado ya se sabe: Baligán muere a manos de Carlomagno (entre otras cosas porque con el cristiano está el Dios verdadero; el héroe Roldán en espíritu; la espada Montoya, la que lleva incrustada la punta de la lanza de Gólgota y la Cruz de la Cristiandad) y éste entra en Zaragoza montado en Vencedor, al igual que antes y después habían entrado y entrarían siempre los «capitanes invictos» en las ciudades conquistadas. Lo que no dice la leyenda, ni el poema, es que en aquella ocasión los franceses y demás «europeos» se llevaron consigo miles de caballos árabes como el mejor de los «botines»…, además de la bella reina Braminonda, la mujer del rey Marsil de Zaragoza.

 

 

EL CABALLO BLANCO

DE SANTIAGO

He dicho en algún lugar de estas páginas, y lo recalco ahora, que esta obra no es una «Historia del caballo», y que la «Historia del caballo» está por escribir y que alguien tendrá que hacerlo, aunque sólo sea por demostrar la influencia decisiva que este animal tuvo en el devenir de los tiempos (¿alguien se ha parado a pensar en el hecho cierto de que el ascenso o descenso de los pueblos primitivos y las grandes civilizaciones están íntimamente relacionados con el uso o no uso de la caballería y el mejor dominio del caballo? ¿Y no están las grandes gestas militares de todos los tiempos unidas al noble animal objeto de este libro? ¿Acaso no son «grandes cabalgadas» el imperio de Alejandro Magno, o el de Gengis Khan, o el de Roma, o el de Mahoma y sus árabes, o el de España en Europa y América, o el del Oeste americano, etcétera.?).

Bueno, pues vamos a hablar del «caballo blanco» de Santiago, entre otras cosas porque Santiago sigue siendo el patrón de España y porque su caballo («¿a que no sabes cómo es el caballo blanco de Santiago?»), aunque irreal, fue el paladín de aquel «¡Santiago y cierra España!» con el que se hizo la Reconquista y más tarde la Conquista de América. El caballo de los «milagros» y las grandes hazañas.

Claro que antes conviene decir algo sobre la presencia del apóstol Santiago en España. O mejor dicho, de su «polémica» presencia, pues en esto -como en tantas otras cosas- los historiadores no se ponen de acuerdo. ¿Estuvo o no Santiago en España? ¿Eran realmente sus restos los que aparecieron en aquel monumento sepulcral que se descubre en Compostela hacia el año 847 y durante el reinado de Alfonso II el Casto? Según el Breviarium apostolorum, de comienzos del siglo VII, sí; pues ahí se dice que «Santiago, hijo de Zebedeo, hermano de Juan, predicó en España y regiones de Occidente». Según otras fuentes y otros historiadores (Sánchez Albornoz entre ellos), Santiago nunca estuvo en España, o al menos nadie pudo demostrarlo fehacientemente.

Pero el «hecho» es que la España de la Edad Media (Alta y Baja) y toda Europa dieron por válida la presencia de Santiago y que sin el Camino de Santiago no puede escribirse la historia de muchos siglos. También es verdad que el «mito Santiago» y el encumbramiento de Compostela cobran toda su fuerza (de la mano de don Diego Gelmírez, en cuyo tiempo pasó la sede metropolitana de Mérida a Compostela, y del papa Calixto II, casualmente hermano del conde de Galicia, Raimundo) cuando la Cristiandad se enfrenta al «peligro mahometano» y vive en pleno espíritu de «cruzada». Es decir, cuando el «orbe cristiano» más necesita del asidero de la fe para salvarse de los «infieles» que «a uña de caballo» amenazan peligrosamente por el sur y el este.

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Según la leyenda, la primera aparición de Santiago se produjo durante el transcurso de la batalla de Clavijo (para unos el año 845 y para otros el año 859) y reinando Ramiro I de León u Orduño I. En el siglo XIII habla de ello el obispo Rodrigo Jiménez de Rada y años más tarde el mismísimo Alfonso X el Sabio, en su Crónica general de España, cuenta como Ramiro I de León, viéndose en gran aprieto por haberse negado a pagar «el tributo de las cien doncellas» (curioso tema para una tesis doctoral), invocó a Santiago en demanda de auxilio y cómo el apóstol se le apareció en sueños y le dijo:

 

«Quiero que sepas que Nuestro Señor Jesucristo partió a todos los otros apóstoles, míos hermanos, et a mí, todas otras provincias de la tierra, et a mí solo dio Espanna que la guardase et la amparasse de manos de los enemigos de la fe. Et por que non dubdedes nada en esto que yo te digo, veer medes cras andar y en la lid, en un caballo blanco, con un senna blanca et grand espada reluzient en la mano.

Et vos luego por la gran mannana confessarvos hedes. Et pues que esto hobiéredes fecho, non dubdedes de ir ferir en la huste de los bárbaros, llamando a ¡Dios, ayuda, et Sant Yague!»

 

Y de ahí nacieron el grito de guerra que en adelante hicieron suyo los ejércitos españoles: «¡Santiago y cierra España!», y el mito del «caballo blanco» con los que aquella España logró echar de sus tierras a los árabes y más tarde conquistar el gran imperio de América, pues no hay que olvidar que al grito de «¡Santiago y cierra España!» tomaron México los soldados de Cortés y conquistó Pizarro el Perú.

Y ¿por qué eligió el apóstol un caballo blanco o por qué lo soñó así Ramiro I de León? Quizá por lo mismo que blanco es también el caballo de san Jorge: ¡porque lo toman de la Biblia!, y más concretamente de san Juan, o sea, el hermano de Santiago, que dice en su Apocalipsis («… Y vi cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos y oí que uno de los cuatro vivientes decía como con voz de trueno: «¡Ven!». Y miré, y he aquí «un caballo blanco», y el que montaba tenía un arco, y se le dio una corona, y salió venciendo y para vencer…»). Para mí no hay otra explicación. Es la idea de la Victoria -victoria del bien sobre el mal- hecha realidad: la del creyente venciendo al infiel. Acaso la misma que llevó a muchos monarcas de este mundo a montar «caballos blancos» en sus días triunfales.

Pero así son las leyendas y así se escribe la Historia. Aquella historia de la «caballería andante» que a caballo entre la fantasía y la realidad nos lleva tras los pasos del rey Arturo, el Santo Grial, las Cruzadas, los templarios, etcétera, y hasta nuestro Don Quijote. Y por ahora basta, aunque es una pena no poder hablar de las trece etapas que los peregrinos a caballo tenían que hacer para llegarse hasta la tumba de Santiago, en Compostela.

 

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.