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Conste que ni la monarquía ni la república son per se ni problema ni solución, ni buena la una ni mala la otra, ni viceversa. Su eficacia o inutilidad depende de quiénes y cómo las lleven a la práctica. Ni hay que sacralizar o amar la primera, ni denostar o temer la segunda, ni viceversa.
La izquierda sigue soñando con una república sólo porque su odio a la monarquía es tan visceral e irracional como el que profesa a la propia España. El problema es que la república con la que sueña sólo la entiende revolucionaria, totalitaria y antinacional. Por eso destruyó la oportunidad que supuso la Segunda; de la Primera mejor ni hablar.
Por su parte, la derecha intenta defender una monarquía de nuevo aquejada gravemente de una de las dos enfermedades terminales de toda monarquía: la vaciedad; la otra, el absolutismo, está erradicada. El emérito fugado se encargó de vaciar a la monarquía “El rey reina, pero no gobierna” creyendo que la blindaba para siempre al hacerla irresponsable (inocente); y además echándola en manos de sus enemigos seculares, la izquierda. Qué gran error. Lo que hizo fue dejarla hueca, sin raíces, ajena, incomprensible, injustificable y, por ello, prescindible sobre todo para las nuevas generaciones. Por eso defenderla, como intenta la derecha, es muy difícil; y en justicia imposible a tenor del ejemplo tan nauseabundo como destructivo, personal e institucional, de tal personaje. Su hijo ha heredado, por lo tanto, un trono virtual restringido al papel couché.
España debió acabar con la monarquía en 1814 no dejando regresar el rey felón por su traición manifiesta o en 1931 tras la huida cobarde de Alfonso XIII. En ambas ocasiones debió implantarse la república como inmunización contra la enfermedad borbónica, dinastía que tanto mal nos ha prodigado. El problema en ambos casos fue que la izquierda sólo entendía la república antinacional y revolucionaria, mientras la derecha se empeñó en hacerse cómplice de la monarquía en vez de corregirla y sanarla para consolidarla como piedra angular única, verdadera e insustituible de la unidad, soberanía e independencia de la Patria.
El periodo de gobierno del Caudillo fue una providencial y perfecta simbiosis entre monarquía y república. Monarquía por tuvo a su frente una cabeza, un “monarca”, y república presidencialista por coincidir la jefatura del Estado con la presidencia del gobierno en él; asistido además por una “aristocracia” imbuida de sus mismos valores e ideales, contando con el apoyo unánime del pueblo al cual se consultó, democráticamente, en lo esencial. Aquella etapa fue la materialización hasta lo humanamente posible de la mejor fórmula de gobierno defendida por Santo Tomás de Aquino; incluido el hecho de que las leyes fueron en lo posible inspiradas en la doctrina social y moral de la Iglesia. Sus resultados de todo tipo son incuestionables; por eso se vilipendia tan desaforadamente. Ahora bien, porque fue etapa providencial, tanto en la persona del “monarca” y “presidente republicano” como en las circunstancias de todo tipo, es irrepetible.
El problema actual sigue siendo el de siempre. La derecha, siempre egoísta y cobarde, se empeña –o se ve obligada– en intentar defender una monarquía vacua, sin arraigo, desacreditada, prescindible, que pende de un hilo, en vez de corregirla, la cual es, por ello, fácil blanco de la izquierda que esgrime contra ella una república utópica fácil y atractiva de vender como panacea y solución mágica de todos nuestros males, ocultando que en realidad sería el paso intermedio a la verdadera: totalitaria, opresiva, antinacional, destructiva de la nación y de la Patria, así como de la libertad, soberanía e independencia del pueblo español; en el colmo de la incoherencia, pretende una república en la que el presidente asuma el mismo vacuo papel que ahora el rey –gastos incluidos—, lo que sería sustituir al uno por el otro, o sea, cambiarlo todo para que todo siguiera igual… o peor aún, si imaginamos lo que sería una república presidencialista en la que un socialista desempeñara al tiempo la jefatura del Estado y la del Gobierno: una terrible dictadura. Así pues, la monarquía caduca por haber incumplido su principal papel, defendida injustamente por la derecha, no tiene alternativa republicana porque la izquierda sólo la entiende totalitaria y antinacional, y la derecha ni quiere oír su nombre.
España se encuentra de nuevo en la tesitura de sufrir una monarquía inane o caer en una república dictatorial. Y es que ni izquierda ni derecha serían capaces de llegar a un acuerdo sobre la implantación de una república nacional verdadera que sustituyera a la monarquía porque, aunque lo hicieran, la izquierda no tardaría en empujar a dicha república hacia la dictadura, proceso que la derecha no sabría ni sería capaz de neutralizar.
PD.- Volvemos entonces a mirar, como siempre también, a las Fuerzas Armadas, sólo que esta vez parecen más ausentes que nunca, y peor aún: sin personalidad ni categoría para asumir el deber y la responsabilidad de enderezar la autodestructiva deriva nacional.
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