19/04/2025 01:26
Como tantas otras cosas cuando uno es un niño, esa palabra esdrújula de cuatro sílabas -po-lí-ti-ca-, era entonces un arcano para mí.
Recuerdo perfectamente la primera vez que la oí.
Fue el caluroso verano de 1965.
Mis padres habían alquilado un chalé a las afueras de Madrid, en Villaviciosa de Odón, y dos jóvenes reporteras de la revista ‘Ama’ vinieron en un seiscientos a entrevistar a mi madre, la esposa del flamante ministro de Hacienda.  Apenas una semana antes, el 7 de julio, festividad de San Fermín, Franco había remodelado su Gobierno.  En mitad de la distendida charla, mientras tomaban un piscolabis en el jardín a la sombra de un castaño, junto al reluciente ‘Tiburón’ Citroën familiar a bordo del cual, Rafael, un chófer enjuto y fumador, nos llevaría los cuatro años siguientes al colegio El Prado, una de las periodistas preguntó a mi madre:
-¿Te gusta la política, Amalia?
Sin titubear, a la vez que tejía unos patucos con sus largas agujas de punto para el bebé que estaba esperando, mi madre contestó con un lacónico:
– No.
– Pero si es la ciencia encaminada al logro del bien común…-insistió,  bolígrafo en ristre, la periodista.
– Si solo fuera eso…
Lógicamente, mi madre no se refería a la política ‘stricto sensu’, sino a su lado oscuro, a todas esas pulsiones que subyacen tras la cosa pública: la codicia, el arribismo, las traiciones, las intrigas, las conspiraciones…
Aunque era madrileña como mi padre -ambos habían sido vecinos en el número 13 de la calle Lagasca- todavía sentía nostalgia de los años que residieron en Barcelona, donde se establecieron, recién casados, el frío invierno del 44 en un piso de alquiler en la calle lnfanta Carlota, nada más aprobar mi padre la oposiciones de lnspector del Timbre.
– Los mejores años de nuestras vidas -suspiraba mi madre evocando el título de la mítica película de William Wyler, mientras hojeaba, con un brillo de melancolía en la mirada, los álbumes de fotos en blanco y negro de esa época…
Sin embargo, todo dio un giro inesperado cuando en la crisis de gobierno de febrero del 57, el nuevo ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, tras jurar el cargo, le propuso a mi padre, Juan José Espinosa, ser el jefe de su gabinete, lo que significó su vuelta a la capital y el salto a la política. Dos años después, en octubre del 59, fue nombrado director general del Tesoro, y el 7 de julio de 1965, ministro de Hacienda, sucediendo al propio Navarro Rubio, el artífice, junto a Alberto Ullastres, del Plan de Estabilización, que supuso un parteaguas en el Franquismo, oxigenando la economía española hasta ese momento asfixiada por la autarquía.
Pero volvamos al verano del 65. Por aquel entonces no existían las discotecas en España, y al declinar el día, mis hermanas mayores se divertían con su pandilla haciendo guateques bajo la pérgola del jardín, junto a un barreño de sangría.
Los sesenta fueron la década de la eclosión del pop español y en el tocadiscos de vinilo se sucedían los ‘singles’ de Los Brincos, Los Bravos, Los Mustang, Los Sírex y el Dúo Dinámico.
Entre las ‘lentas’, la más solicitada era una balada italiana: ‘Il Mondo’, de Jimmy Fontana. Aunque Conchita Velasco echó el resto desgañitandose con su ‘Chica ye-ye’, el éxito del verano fue sin duda alguna ‘La Yenka’, un baile naif que popularizaron dos hermanos holandeses, cuyo estribillo iba acompañado de saltitos a uno y otro lado.  La fatalidad, sin embargo, se cebó con el espigado Johnny que hubo de conformarse con alcanzar la gloria póstuma, ya que falleció esa Semana Santa -justo ahora hace sesenta años-, tan sólo tres meses antes de que la pegadiza canción arrasara en las listas de éxitos.
Yo, mientras tanto, vivía feliz en mi mundo imaginario jugando a las chapas, que se deslizaban raudas y veloces a base de papirotazos por los circuitos que trazaba arrastrando las manos sobre la tierra del jardín, con curvas serpenteantes y rectas interminables, hasta acabar con las rodillas desolladas.
Mi ídolo de entonces era José Pérez Frances, el apuesto corredor del equipo Ferrys -el ‘Rodolfo Valentino de la ruta’, lo apodaban-, que el 2 de julio protagonizó una hazaña en el Tour al fugarse del pelotón en solitario más de doscientos kilómetros.
Al mismo tiempo, la política, esa palabra entonces indescifrable para mí, asociada al mundo de los adultos, transitaba por otros derroteros.
La celebración del 18 de Julio en el Palacio de la Granja, y la ofrenda al Apóstol Santiago, con motivo del año santo jacobeo -donde mi madre asistió tocada con la clásica mantilla española-, fueron los dos primeros actos oficiales de ella acompañando a mi padre.
Los sesenta fueron años de bonanza.
Lo que se dio en llamar ‘el milagro económico español’.
– La esposa del ministro de Hacienda -le decía por aquellas fechas un banquero adulador a mi madre-, es la primera dama del país. Después de Doña Carmen, claro…
Pero ni los halagos untuosos ni el oropel del poder ni el relumbrón de la vanidad consiguieron cambiarla un ápice.
La desafección que mi madre mostró sobre la política a esas dos jóvenes reporteras de la revista ‘Ama’ cuando fueron a entrevistarla el verano del 65 a Villaviciosa de Odón, tenía algo de premonitorio.
Cuatro años más tarde, ese gobierno, enfrentado por la sucesión de Franco, saltó por los aires.
Falange versus Opus, se decía para referirse a las dos ‘familias’ más influyentes del Régimen.
Los azules abogaron por don Alfonso de Borbon, y los tecnócratas por don Juan Carlos.
Con el paso del tiempo -y ahora que ya sé de que se trata-, he llegado a la misma conclusión que mi madre acerca de la política.
A mi tampoco me gusta porque, como bien subrayó Michel Foucault, es ‘la guerra por otros medios’.
Mientras en el campo de batalla se persigue aniquilar al enemigo a cañonazos; en la política se busca asesinar civilmente al adversario.
Ha llovido mucho desde ese largo y cálido verano del 65 en el que yo me pasaba horas enteras jugando a las chapas -de Pepsi, de Mirinda, de Cinzano-, con las rodillas hincadas en la tierra del jardín, mientras fantaseaba con emular algún día la épica escapada de Pérez Frances en el Tour de Francia.
El mundo, entretanto, ha seguido girando, como en la balada de Jimmy Fontana, como esos ‘singles’ que al caer la tarde daban vueltas y vueltas en el tocadiscos de vinilo de los guateques de mis hermanas…
La política, eso sí, cada día me produce más rechazo.
Ojalá hubiera podido decírselo a mi madre, pero -ay- ya es demasiado tarde…

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
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