12/05/2024 21:22
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Porque en ella se introdujeron las “bombas de explosión retardada” que llevan inevitablemente al enfrentamiento (con cañones o sin ellos):

  1. La Unidad de España
  2. La Monarquía
  3. Derecho a la vida
  4. La Religión
  5. La propiedad privada

Si ayer les hablé de los dos primeros Procesos Constituyentes de la España Moderna (el de 1812 y el de 1868) hoy les recuerdo los 3 más sonados  de 1876,1931 y 1978.

Pasen y lean:

Tercer «Proceso»: 1876

Está suficiente demostrado que Cánovas no quería una Monarquía restaurada por la fuerza y que todo lo tenía preparado para que Alfonso XII no tuviera que venir de la mano de los militares. Y, sin embargo, y a su pesar, es el general Martínez Campos quien se adelanta y se pronuncia a favor de don Alfonso y quien restaura la monarquía Borbónica.

Alfonso XII hace su entrada triunfal en Madrid el 14 de enero de 1875. Aunque a renglón seguido, Cánovas lo envía fuera (de visita al frente Norte donde sigue la Guerra Civil) para ganar tiempo y poner en marcha la maquinaria política de la Restauración que tan buen juego va a dar sobre todo para una de las dos Españas.

Cánovas sabe muy bien que la nueva monarquía está como cogida con alfileres y que urge apuntalar el entramado para que este no se venga abajo al primer soplo. En consecuencia, aleja la convocatoria de las elecciones y se decide a gobernar por decreto. Con lo cual se confirma otra de las constantes políticas españolas. Durante un año, todo un año, el país no conoce otra forma de gobierno que la del decreto. «¡Viva don Decreto!» exclama el pueblo llano, mientras ve cómo se recortan las libertades y sus derechos.

Porque la realidad es que en el transcurso de 1875 los españoles de a pie ven como:

–   Se destituyen todas las diputaciones, por decreto.

–   Se nombra, para sustituir a los destituidos, personas de absoluta confianza de la nueva situación, por decreto.

–   Se limita la libertad de imprenta y se cierran periódicos, por decreto.

–   Se declaran inviolables la Monarquía, la persona del Rey y la de cualquier personal de la familia real, por decreto.

–   Se prohíbe la discusión de cualquier tema constitucional planteado por el gobierno, por decreto.

–   Se disuelven todas las asociaciones de carácter político, por decreto.

–   Se declaran nulos los matrimonios civiles celebrados en años anteriores, por decreto.

–   Son puestas al margen de la Ley todas las organizaciones obreras, por decreto.

–   Son arrojados al destierro políticos que -como Ruiz Zorrilla- no comulgan con la nueva situación, por decreto.

–   Se prohíbe a los catedráticos cualquier explicación o enseñanza que redunde en menoscabo del régimen monárquico, por decreto.

–   Etc., etc., etc…

Todo ha de ser, y es, como desea Cánovas, el admirado Cánovas, el todo Poderoso Cánovas, el «monstruo» Cánovas. ¡Qué fácil es gobernar a este país desde el Poder!

Pero, la realidad muestra que a los españoles les trae sin cuidado este tejemaneje de las altas esferas políticas. De ahí las doloridas y crueles palabras de Sagasta en uno de sus discursos parlamentarios de 1876:

«Por todas partes se nota -dice- una indiferencia que hiela; todo reviste un carácter de frialdad que espanta. Fríamente se reciben las disposiciones del gobierno; con frialdad es acogido el decreto sobre convocatoria de Cortes; en medio de la mayor frialdad se abren los comicios electorales; sin entusiasmo se verifica la apertura del parlamento; frío es el discurso de la Corona; fría la contestación; fríamente se reciben las noticias de la guerra y hasta sin el debido entusiasmo se recibe la noticia de la paz».

Y es que el país ha vivido ya demasiadas cosas en lo que va de siglo para mostrarse otra vez ilusionado. Los españoles han llegado ya a la conclusión de que todo da igual, que a la postre los políticos -sean de derechas o de izquierdas; progresistas o moderados; conservadores o liberales- lo único que pretenden es el Poder; que unas veces luchan por conquistarlo y otras, casi siempre, por mantenerlo…

En líneas generales puede decirse que la Constitución de Cánovas o de la Restauración que es igual, es un refrito de todas las anteriores, y, por tanto, ni más liberal ni más reaccionaria que las otras. «En fin de cuentas -dice Eduardo de Guzmán- la Constitución de 1876 no pasa de ser una fachada liberal que oculta una de las más habilidosas y antidemocráticas maquinarias políticas«.

Si bien hay que decir en su descargo, y en el del propio Cánovas, que es la Constitución que más juego ha dado en toda la historia de España, ya que -aunque con anomalías- aguantó cincuenta y cinco años en vigor. Es decir, desde 1876 hasta 1931.

Cuarto «proceso»: 1931

Se trata, otra vez, de sustituir un régimen por otro. En este caso una Monarquía por una República.

Naturalmente porque así lo ha querido el pueblo. Quien lo niega. Si aquí todo se hace por el pueblo y para el pueblo.

EI 14 de abril ha sido como una explosión de alegría popular y democrática. El Rey se ha marchado libremente. La clase política del régimen anterior se ha cambiado la chaqueta libremente… y el pueblo ha elegido libremente… ¿Qué más se puede pedir?

Y, sin embargo, una vez más, la alegría de ayer se torna en llanto y en desilusión, y es que el «parto» constitucional no ha satisfecho a todos. Como siempre, y, como siempre, por no saber ceder todos un poquito. Porque los vencedores del 14 de abril imponen sus condiciones triunfales a los vencidos. Hoy por mí, mañana por ti.

Y España va a conocer cinco años de desconcierto, de sobresaltos, de enfrentamientos callejeros, de disturbios e incendios, de asesinatos y, por fin, la guerra civil. La más cruel de las guerras civiles. La más absurda. La más triste.

Pero, llegados a este punto no tenemos más remedio que hacer balance: y el balance lo primero y fundamental que nos dice es que los cuatro grandes «procesos constituyentes» han sufrido la guerra civil.

El de 1812 terminó, tras diversas y distintas vicisitudes en la mal llamada «Primera Guerra Carlista» de 1833-1840.

El de 1868 provoca, además del asesinato de Prim, la segunda guerra entre absolutistas y liberales, que terminó en tregua.

El de 1876 provoca otro nuevo asesinato: el de Cánovas del Castillo, y desemboca en su primera fase en la guerra de Cuba y en el desastre del 98.

El de 1931 tiene un desenlace aún más triste. Es decir, una guerra civil de tres años y un millón de muertos.

¿Quiere esto decir, sin embargo, que necesariamente todo «proceso constituyente» ha de terminar en España, en «guerra civil»?

No, por supuesto. Sería un disparate afirmarlo. Un disparate matemático y un error histórico.

Pero, como dijera Galileo Galilei: a pesar de todo la tierra se mueve. La realidad es la realidad. Y nuestra realidad, la realidad de España, es que cada vez que entramos en un «proceso constituyente» corremos el peligro de guerra civil o, en su defecto, el asesinato del jefe del Gobierno.

Según los clásicos de la política «la guerra civil es un conflicto dentro de una sociedad provocado por el intento de adueñarse o mantener el poder y los símbolos de legitimidad por medios extralegales. Es civil porque en ella están comprometidas personas civiles. Es guerra porque ambas partes aplican la violencia. La guerra civil es intrasocial y puede sobrevenir dentro de un grupo del que algunos sectores desean mantener o establecer una identidad étnica o política diferenciadas, o bien desean cambiar el gobierno».

En 1931, el decorado, sin embargo, ha cambiado tanto que parece otra obra; sobre todo, ha cambiado el apuntador (llámese el capital) o el público (la masa, ahora radicalizada a la izquierda). Por eso no sorprende que cuando el Rey se vuelve a un lado y a otro sólo encuentre una misma respuesta: el exilio. Los unos, porque en ese momento pensaban que no había más remedio que transigir para no perderlo todo, e incluso pasarse de bando y ayudar a los que llegaban para seguir dominando la situación.

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Los otros, el pueblo, porque pensaba que ya había dado a la Monarquía demasiadas oportunidades y era llegada la hora del cambio total. En esta encrucijada, al Rey no le quedó más remedio que buscar una salida airosa: el exilio. Como Isabel II. Como, de otra manera, Fernando VII.

Pero, no puede cerrarse el ciclo sin hablar de la cuestión social, tan decisiva, tan fundamental, a lo largo de todo el reinado.

Ya sé que sería tonto por mi parte pretender resumir el problema social de España en cuatro palabras, pues si hay algo que en este país ha hecho derramar verdaderos ríos de tinta no cabezuda de que ha sido esa lucha del mundo del trabajo y la clase capitalista mantenida a lo largo de años y que seguirá por los siglos de los siglos.

La cuestión social se plantea en España, de una manera clara y preocupante, con la llegada del Siglo XX, a pesar de que la Reina Regente casi la pasara por alto en el mensaje de la Corona del mes de junio de 1901. Pues este mismo año aparece en Barcelona el decenario «La huelga general», de Francisco Ferrer Guardia, y los socialistas de Pablo Iglesias ganaban sus primeras actas de concejales (27 en toda España). Si bien es verdad que las huelgas de ese año fracasan todas. Pero el tren se ha quedado, definitivamente, en marcha: los obreros han comprendido que tienen que agruparse para luchar juntos y defender sus reivindicaciones en bloque, y los patronos, que a partir de ese momento tendrán que habérselas con un «peligro real». Aunque -y como escribiera Julián Zugazagoitia en su estudio sobre Pablo Iglesias­ muchos de ellos (de los patronos) reaccionaron contra los primeros socialistas de una manera elemental: negándoles la posibilidad de trabajar, y, por consiguiente, desterrando a muchos de ellos de Madrid. Y es que -añade- en el Madrid de los tiempos bobos no había ninguna razón para exigir que los patronos fuesen muy cuerdos.

El hecho es que la pelota se ha puesto en juego y que ambos contendientes van a intentarlo todo por ganar un partido que en teoría no puede tener vencedores ni vencidos. Al empuje de unos (las organizaciones obreras), incluida la violencia en ambos casos, responderán los otros (partidos conservadores), con un torpe y tenaz empeñamiento en no retroceder ni hacer concesión alguna (aunque para ello tengan que hacer uso de la fuerza y graves represiones). Como es natural, en este enfrentamiento habría que llevar muchas veces -casi siempre- la por parte el equipo más débil… Los patronos no ceden; los trabajadores, coaccionan. Los patronos, despiden; los trabajadores se declaran en huelga. Los patronos se amparan en las leyes; los trabajadores en sus derechos intocables. «Planteado por la clase obrera en estos términos de coacción sobre el capital y la autoridad -escribe Fernández Almagro-, el problema se resolvía en contra del trabajador por la Guardia Civil, la Policía y los procesos subsiguientes».

Así se llega a 1909. Año crucial para España y para el reinado de Alfonso XIII, pues se produce la «Semana Trágica» de Barcelona que, al decir de un escritor de la época, «fue el primer rejón serio que se clavó en la Monarquía».

«España echa a andar ese año -dice Bravo Morata en su libro De la Semana Trágica al golpe de Estado– con veinte millones de habitantes, de los cuales casi doce son analfabetos. Casi un 60 por 100. En las mujeres, casi un 66 por 100. En cabeza, Málaga, con un porcentaje de analfabetismo del 79,46 por 100″.

El 28 de marzo -sigue el texto bravo-, la capital de España es escenario de una manifestación dirigida por Sol y Ortega, al grito de: «Maura, no», que sirve de antesala a lo que va a ocurrir en Barcelona. El 30 de abril se promulga un decreto sobre el derecho de huelga, cuyo artículo 1º dice: «Tanto los patronos como los obreros pueden coligarse, declararse en huelga y acordar el paro para los efectos de sus respectivos intereses, sin perjuicio de los derechos que dimanen de los contratos que han celebrado».

El 2 de mayo se celebran elecciones, y los radicales de Lerroux barren a sus oponentes. El ambiente está tenso. Sólo falta que salte la chispa, y ésta se produce en julio, con motivo del embarque de un contingente de soldados con destino a Marruecos. Los obreros barceloneses invaden los muelles e incitan a los militares a que tiren las armas y se vuelvan a casa. El 26 de julio se inicia la huelga en los talleres de la Hispano-suiza y se propaga rápidamente por toda la ciudad y por Sabadell, Tarrasa, Granollers, Manresa, etc. A continuación se declara el estado de guerra y comienza una verdadera batalla entre las fuerzas del orden y el Ejército y las masas instigadas y dirigidas por los anarquistas. Francisco Ferrer había escrito poco antes un artículo en «Huelga General», con el significativo de «Habrá sangre; sí, mucha sangre». Y sí que la hubo. El Ejército tuvo que emplearse a fondo (con artillería incluida) para dominar la situación y restablecer el orden.

Y así llega el año 1917.

Año clave, también, en la Historia de España, pues bien puede decirse que él abre las puertas del auténtico siglo XX para este país (y acaso para el mundo entero, ya que no hay que olvidar que es el año del triunfo de la revolución comunista en Rusia). Tres acontecimientos van a marcar la pauta que llevará el futuro. Tres acontecimientos que no son sino las tres caras de un mismo fenómeno: el malestar hondo en que se desenvuelve el pueblo español y la crisis irremediable que vive la Monarquía. En fin, es el año del movimiento de las Juntas Militares de defensa, la Asamblea de Parlamentarios y la huelga general revolucionaria de agosto. «Tres gritos -según Marcos Sanz Agüero- desesperados de una España incapaz de soportar más tiempo a sus anacrónicos egoístas politicastros».

Y una vez más hay que referirse a la ceguera del capitalismo español, pues de nuevo pierde la oportunidad de llevar a cabo la revolución desde arriba que detuviese la implacable marcha que a esas alturas del siglo llevaba y a la Revolución desde fuera.

Pero, no pudo ser.

Las dos Españas siguieron enfrentadas y haciéndose la guerra cruelmente. Como ayer, como hoy, como siempre.

Y el otro jefe de Gobierno que cae asesinado: es el cuarto en medio siglo. Eduardo Dato cae acribillado a balazos, como antes habían caído Prim, Cánovas y Canalejas. Indudablemente ese país es un país violento. Un país donde para muchos, desgraciadamente, la mejor razón es la razón de la metralla. «¿Por qué?, ¿hasta cuándo?, ¡basta ya!»… ¡cuántas veces habremos visto estas palabras escritas en la páginas de nuestros periódicos!, ¡cuántas lamentaciones inútiles!

En esa situación el Monarca no tiene más remedio que dar paso a la Dictadura de Primo de Rivera. El ciclo se va completando. Porque según van desarrollándose las «constantes» de guerra civil las salidas se van reduciendo.

Primero son los Gobiernos de Partido y las elecciones generales rotatorias. Después, cuando cada partido comprueba o demuestra su imposibilidad de gobernar por sí sólo, el gobierno de concentración. Después de éste, la Dictadura del Rey, la Dictadura de los militares o el exilio, con el consiguiente cambio de Régimen… Y, por último, si no ocurre un milagro, el enfrentamiento armado.

Curiosamente ese milagro estuvo a punto de conseguirlo Primo de Rivera. Porque la verdad es que en esos años de dictadura, España pareció recobrar el pulso perdido. Ya que hasta las clases trabajadoras, principalmente las socialistas, tal vez cansadas de tanta lucha, hacen un alto en el camino y prestan su colaboración. Como el capital, que por haber visto el lobo tan de cerca en los años anteriores, se vuelca en torno al general. Y el pueblo llano recobra la alegría. Sólo la clase política, incluyendo la monarquía, se mantiene en sus trece y sigue la lucha. Es esa clase la que, incluso cambiando de chaqueta, hace imposible que triunfe el «invento» y se vaya todo al garete. Todo, hasta la Monarquía; pues con la caída de Primo de Rivera caerá también el propio Alfonso XIII.

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Señores, el ciclo ha durado exactamente 29 años.

Quinto «Proceso»: 1977

En fin, volvamos a la actualidad y veamos cómo va el «proceso constituyente» que dejamos hace un rato.

¿De dónde viene este Régimen? ¿Qué queremos los españoles? ¿Qué puede pasar tras este quinto «proceso constituyente»?…

He aquí un puñado de interrogantes que, seguramente, están en el ánimo de todos.

Para unos este Régimen viene del Régimen de Franco.

Para otros, este Régimen no debe venir del Régimen de Franco, puesto que el Régimen del 18 de julio no era democrático y sólo había sido un inmenso paréntesis.

De ahí las dudas y de ahí la confusión de muchos ante dos palabras: instauración y restauración.

La Monarquía ha sido el motor del cambio, dicen unos.

La Monarquía no debe hacer política, dicen otros.

Y todavía hay quienes hasta defienden la obligatoriedad de que el pueblo se manifieste al respecto.

En unas cosas, al menos parece que hay «consenso», como se dice ahora: en que todas las fuerzas políticas (salvo raras excepciones) desean la Democracia. Una Democracia a la europea; que ampare y defienda todas las libertades y todos los derechos del ciudadano. Una Democracia en la que exista un Poder arbitral, el Rey; un Poder Ejecutivo elegido por el pueblo y controlado o vigilado por un parlamento también libremente elegido; un Ejército profesionalizado que respalde las instituciones democráticas; unos Partidos libremente organizados y varios etcéteras que doy por referidos.

Sin embrago, existe algo intangible en lo que parece no haber «consenso»: es la cuestión del ritmo. Porque mientras unos quisieran ir muy deprisa, otros lo que desean es ir muy despacio. Los primeros esgrimen razones convincentes: cuando antes se llegue a la Democracia antes se resolverán los problemas. Los segundos también afinan y dicen: mientras más rápido se vaya más riesgo tenemos; si nos precipitamos podemos echarlo todo a rodar.

Y en esta disyuntiva estamos.

Bien es verdad que cada cual saca provecho a la situación actual. Porque unos dicen: el angustioso problema económico no tendrá arreglo hasta que no se hayan democratizado todos los estamentos de la sociedad. El terrorismo es consecuencia de los «residuos» del pasado… Pero otros responden: resolvamos antes los problemas angustiosos y después seguiremos el «proceso democrático». No se puede luchar contra la inflación si no hay un «pacto» previo.

Pero así podríamos seguir diez horas más.

Es lo que les está pasando a ellos. Es decir, a los políticos. Es un círculo vicioso. O al menos así nos los están haciendo creer.

Yo mientras tanto, quiero preguntarme y me pregunto:

¿Terminará este «proceso constituyente» como los otros?

¿Están ya aquí esas «constantes» que llevan inevitablemente al enfrentamiento? De verdad, de verdad, ¿a dónde vamos?, ¿a dónde va España? ¿Cuál puede ser, va a ser, el desenlace de este «proceso constituyente»?

Y fríamente, sin catastrofismos, sin falsos optimismos, las «constantes» de cualquier guerra civil están ya presentes:

Porque los cauces de representación legal (Congreso y Senado) no están dando el juego que se esperaba. Las Cortes democráticas no han afrontado aún los problemas reales de la España real.

Porque la situación económica, sin ser aún, caótica, es tremendamente difícil y más que lo va a ser en los próximos meses, si tenemos en cuenta, sobre todo, la falta de confianza de los sectores de inversión y la bajísima productividad (hoy la más baja de Europa) del mundo del trabajo.

Porque los organismos o instituciones que son sostén del Estado padecen ya la división interna. La Iglesia, como consecuencia del Concilio Vaticano y del actual estado de cosas. El Ejército, aunque menos responsable, como consecuencia de varios e importantes acontecimientos que están en el ánimo de todos… Y los Sindicatos, como consecuencia de la desaparición del Sindicalismo Vertical y la irrupción de las diversas Centrales Obreras.

Porque los Partidos políticos no han sabido sobreponer, todavía, en mi criterio, los grandes intereses de la nación sobre sus intereses partidistas o porque todavía cada uno tiene la esperanza de hacerlo todo en solitario y es que nunca en España dio resultado una «operación de Centro». A pesar del optimismo del partido en el Poder yo creo que esta «coalición» se diluirá como el azúcar en agua en las primeras elecciones que haya.

Porque no hay duda de que en estos momentos hay «intereses internacionales enfrentados» que aspiran a controlar o dominar la Península Ibérica y sus islas. El tema Canarias puede ser a corto plazo un foco de tensión máximo.

Porque, a pesar de que se silencie, la forma de Estado no es -o no será- totalmente reconocida hasta después de un referéndum.

En segundo lugar, quiero resaltar un hecho sumamente peligroso de cara a un futuro inmediato: la cuestión de las Autonomías. Porque para nadie es secreto cómo se entienden en este país los deseos de «descentralización».

En tercer lugar, hay que hacer mención al tema del terrorismo. ¿Puede un país soportar la sangría que viene soportando el nuestro desde hace unos años? ¿Puede un país que no se siente seguro ni respaldado pensar realmente en trabajar, en trabajar en serio?

Por lo tanto, y como colofón de todo lo dicho, y a pesar de cualquier optimismo, nos esperan años difíciles. Probablemente al Poder no va a quedarle otro remedio que acudir a «soluciones de emergencia».

O sea, a un Gobierno de Concentración Nacional. Lo cual, teniendo en cuenta los otros «gobiernos de concentración que hubo en el pasado», puede ser el comienzo del fin. Pues tras un Gobierno de Concentración sólo cabe un Gobierno de Fuerza… Y eso, señores, en este país, ya se sabe lo que es: la Dictadura. Que puede ser, ello es verdad, una Dictadura de siete años; o una Dictablanda de meses… o un Régimen autoritario de cuarenta.

Y termino. Termino con una cita de mi buen amigo Ricardo de la Cierva: «Jamás una guerra civil, por ningún motivo, para ningún fin»… y trastocando las palabras del principio de mi viejo maestro Lucio Anneo Séneca. Y las trastoco, porque a pesar de todo, quiero ser optimista, porque necesito ser optimista, porque me gustaría que todos los aquí presentes también lo fuesen, porque España necesita de nuestro optimismo. Señores: «a cualquier precio, la convivencia jamás es cara».

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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Geppetto

En estos momentos el daño esta hecho
Y solo un movimiento bien dirigido y con suficiente fuerza para alimentar la esperanza d los españoles de bien, que los hay, sera capaz de poner n marcha a España de nuevo
Y estoy seguro que esta fuerza no sera, precisamente «democratica»

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