20/05/2024 09:19
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Seguimos con la publicación de la Segunda Parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador»,  las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.

Para «El Correo de España» es una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean.

 

EL MITO «PEGASO»

 

«¡Un caballo! ¡Un caballo!…

¡Mi reino por un caballo! «

 

Muchas y muy variadas son las leyendas que componen la Mitología griega… desde aquella primera de Cronos devorando a sus propios hijos porque sabe que uno de ellos le había de destronar hasta la de la bella e incauta Pandora que indebidamente abrió el cofre regalo de los dioses y dejó escapar para desgracia del hombre el cansancio, la pobreza, la vejez, la enfermedad, los celos, el vicio, las pasiones, la envidia… y sólo pudo retener a última hora, y por fortuna para el género humano, la esperanza. O la de Dédalo e Ícaro y su intento de volar por los aires, cosa que consigue el primero sabedor de que sus alas de cera no resistirían el calor del sol. O la de la conquista del vellocino de oro. O la de Psiqué y Cupido. O la de Dafnis y Apolo… y tantas y tantas que hacen de aquella mitología grecorromana casi un cuento interminable.

Y, sin embargo, pocas pueden compararse a la de «Pegaso», el caballo volador que «como una ráfaga de viento pasa por los aires»… hasta el punto de que más que una leyenda o una fábula es un mito: el mito «Pegaso». ¿Por qué? Quizá por ser el primer y único caballo de la Historia o la ficción que tiene alas y vuela (ni siquiera el del cuento maravilloso de «Las mil y una noches» puede comparársele)… pero también porque «Pegaso» alcanza en la Mitología el escalón de los héroes y supera a éstos y se iguala a los dioses como inquilino del «Olimpo» imaginario. Y todavía más: «Pegaso» es el primer «invento» -divino o humano- que vuela por los aires como «vehículo de transporte» y como «mensajero de noticias». En este sentido «Pegaso» es el símbolo de la velocidad y de la seguridad en marcha… (salvo que el jinete, como le sucede a Belerofonte, quiera servirse de él para sublevarse y ser «como Dios»). De aquí la popularidad que alcanzó desde su primera aparición y el respeto que le tienen siempre los dioses, los héroes y los hombres. Porque para un griego de aquellos siglos clásicos «Pegaso» era el sueño dorado inalcanzable que, de tenerlo, resolvería todos sus males.

Según la leyenda -leyenda que debió conocer Plutarco antes de escribir la biografía de Alejandro en sus «Vidas Paralelas»- cuando Filipo, rey de Macedonia, quiso premiar a su joven hijo Alejandro pidió que le trajeran de la Tesalia un caballo que fuese «como Pegaso», es decir, el más bello, el más hermoso, el más grande y sobre todo el más rápido. Ese caballo fue el que pasó a la Historia con el nombre de «Bucéfalo». Pero en este caso merece la pena leer a Plutarco:

«Trajo un tesalino llamado Filónico el caballo Bucéfalo para venderlo a Filipo en trece talentos, y habiendo bajado a un descampado para probarlo, pareció áspero y enteramente indómito, sin admitir jinete ni sufrir la voz de ninguno de los que acompañaban a Filipo, sino que a todos se les ponía de manos. Desagradole a Filipo y dio orden de que se le llevaran por ser fiero e indócil; pero Alejandro, que se hallaba presente: «¡Qué caballo pierden -dijo-, sólo por no tener conocimiento ni resolución de manejarle!» Filipo al principio calló, mas habiéndolo repetido, lastimándose de ello muchas veces: «Increpas -le replicó- a los que tienen más años que tú, como si supieras o pudieras manejar mejor el caballo», a lo que contestó: «Este ya se ve que lo manejaré mejor que nadie». «Si no salieres con tu intento -continuó el padre-, ¿cuál ha de ser la pena de tu temeridad?» «Por Júpiter -dijo-, pagaré el precio del caballo». Echáronse a reír, convenidos en la cantidad, marchó al punto adonde estaba el caballo, tomole por las riendas y, volviéndole, le puso frente al sol, pensando, según parece, que el caballo, por ver su sombra, que caía y se movía junto a sí, era por lo que se inquietaba. Pasole después la mano y le halagó por un momento, y viendo que tenía fuego y bríos, se quitó poco a poco el manto, arrojándolo al suelo, y de un salto montó en él sin dificultad. Tiró un poco al principio del freno, y sin castigarle ni aun tocarle le hizo estarse quieto. Cuando ya vio que no ofrecía riesgo, aunque hervía por correr, le dio rienda y le agitó usando de voz fuerte y aplicándole los talones.

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Filipo y los que con él estaban tuvieron al principio mucho cuidado y se quedaron en silencio; pero cuando le dio la vuelta con facilidad y soltura, mostrándose contento y alegre, todos los demás prorrumpieron en voces de aclamación; mas del padre se refiere que lloró de gozo, y que besándole en la cabeza luego que se apeó: «Busca, hijo mío -le dijo-, un reino igual a ti, porque en la Macedonia no cabes».

Y así fue, como ya es sabido, pues Alejandro salió de Grecia para hacer el imperio más grande de la antigüedad… y siempre a lomos de «Bucéfalo», el caballo tan rápido como «Pegaso», a quien le tuvo tanto afecto en su larga vida -treinta años- que cuando murió puso el nombre de Bucefalia a una ciudad junto al río Hidaspes, en la India.

Pero «Pegaso» fue y es también el símbolo del estro poético, es decir, del estímulo, el ardor y la inspiración creadora que conmueve el alma del poeta. Quizás por aquella leyenda que le representa haciendo brotar de una coz la fuente de Hipocrene, en el monte Helicón, donde iban los poetas a inspirarse… y porque nada ni nadie puede transportar los mensajes de amor como un caballo alado para quien no existen ni la distancia ni el tiempo, ni los malos caminos, ni los desiertos, ni los obstáculos físicos. Porque para «Pegaso» -como se demuestra en la leyenda de Belerofonte- la distancia es una palabra sin sentido, ya que puede volar más rápido que el viento.

Distancia, tiempo, seguridad, fuerza, empuje, belleza y velocidad… he aquí las palabras que rodean al caballo por excelencia y que constituye la base del «mito Pegaso».

Rubén Darío, uno de los grandes poetas de habla hispana, lo cantó en uno de sus versos y dijo aquello de:

 

«No se concibe

a Alejandro sin Bucéfalo;

al Cid sin Babieca;

ni puede haber Santiago en pie,

Quijote sin Rocinante…

ni poeta sin Pegaso»

 

En otro lugar (canto a «Helios») dice:

 

«Tiemblan las cumbres

de los montes más altos,

que en sus rítmicos saltos

toca, Pegaso…»

 

Pero no contento con las mil citas que hace del «caballo alado» un día le compone un soneto. Soneto que titula con el simple nombre de «Pegaso» y que dice así:

 

«Cuando iba yo a montar ese caballo rudo

y tembloroso, dije: «La vida es pura y bella»,

entre sus cejas vivas vi brillar una estrella.

El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo.

 

Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo

y de Belerofonte logré seguir la huella.

Toda cima es ilustre si Pegaso la sella,

y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo.

 

¡Yo soy el caballero de la humana energía,

yo soy el que presenta su cabeza triunfante

coronada con el laurel del Rey del día;

 

domador del corcel de cascos de diamante,

voy en un gran volar, con la aurora por guía,

adelante en el vasto azur, siempre adelante!»

 

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Mitología, poesía, historia, leyenda y religión… porque también a la religión llegó el «mito Pegaso». Como puede leerse en este revelador párrafo del libro del «Apocalipsis», escrito por San Juan:

«Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su cabeza, muchas diademas; lleva escrito un nombre que sólo él conoce; viste un manto empapado en sangre y su nombre es Palabra de Dios.

Los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco y puro, le seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera del Dios Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de Señores.

Luego vi a un ángel de pie sobre el sol que gritaba con fuerte voz a todas las aves que volaban por lo alto del cielo: «Venid, reuníos para el gran banquete de Dios, para que comáis carne de reyes, carne de tribunos y carne de valientes, carne de caballos y de sus jinetes, y carne de toda clase de gente, libres y esclavos, pequeños y grandes».

Vi entonces a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos, reunidos para entablar combate contra el que iba montado en el caballo y contra su ejército. Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta -el que había realizado al servicio de la Bestia las señales con que seducía a los que habían aceptado la marca de la Bestia y a los que adoraban su imagen- los dos fueron arrojados vivos al lago del fuego que arde con azufre. Los demás fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes.»

Es decir, un mito, el «mito Pegaso»… que de la Mitología griega y el dios Zeus pasa al cristianismo y su Dios. Pero en ambos casos un caballo blanco con alas que vuela y sirve a la máxima deidad del «Olimpo» o de los «Cielos».

Un caballo que hace de la raza equina una raza privilegiada y compañera del hombre en su largo recorrido por la Historia, pues no hay que olvidar que junto a los hombres y a las batallas más famosas de ésta estará siempre el nombre de un caballo. E incluso más allá de la Historia, en la ficción literaria o dramática, como lo demuestra el «Rocinante» del Quijote y aquel grito desesperado del rey Ricardo III en la famosa obra de Shakespeare:

 

«¡Un caballo! ¡Un caballo!…

¡Mi reino por un caballo!»

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.