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«Las grandes mentes discuten ideas, las mentes mediocres debaten sobre los acontecimientos, las mentes pequeñas hablan de los demás«, dijo Eleanor Roosevelt. Y no andaba desacertada. Cuando falta altura intelectual se cae en los lodos personales.

Por desgracia, la tendencia a descalificar a los demás cuando no se tienen argumentos sólidos por parte de los dirigentes de izquierda es cada vez más común en todas las esferas de nuestra vida social, una tendencia que pone en peligro nuestra capacidad para llegar a un entendimiento porque va destruyendo puentes a su paso. Esa tendencia se conoce como falacia ad hominem.  

Somos testigos prácticamente a diario de la falacia ad hominem por parte de los dirigentes del PSOE y PODEMOS. Podemos verla en los medios de comunicación o las redes sociales, cuando las partes defienden argumentos contrarios y estos intentan desacreditar a la otra recurriendo a argumentos irrelevantes para el tema.

La falacia ad hominem es la tendencia a atacar al interlocutor, en vez de rebatir sus ideas. Quien la utiliza, descalifica los argumentos del otro a través de ataques personales dirigidos a menoscabar su autoridad o fiabilidad.

Se puede recurrir a los insultos personales, la humillación pública o incluso sacar a colación errores que esa persona cometió en el pasado. También es común que ataquen características personales del interlocutor que, aparentemente, entran en contradicción con la posición que defienden. Y no falta quienes recurren a la mentira o exageran supuestos defectos del otro para devaluar sus ideas.

El objetivo principal de esta falacia consiste en desacreditar a quien defiende una idea redirigiendo el foco de atención hacia un aspecto irrelevante que nada o poco tiene que ver con la situación en cuestión.

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A lo largo de la historia se han producido y se siguen produciendo muchos ejemplos de falacias ad hominem. Arthur Schopenhauer, por ejemplo, era misógino, pero eso no significa que muchas de sus ideas filosóficas no fueran extremadamente interesantes. Ayn Rand era una férrea defensora del capitalismo, pero eso no implica que no podamos encontrar valor en su objetivismo.

Como apuntara el político García Damborenea: «Es comprensible que la idea puede desagradar, pero si Hitler afirmara que dos más dos son cuatro habría que otorgarle la razón«. A fin de cuentas, hasta un reloj parado dice la verdad dos veces al día. Si no aceptamos esa realidad simplemente nos cerramos a la diversidad y complejidad que existe en el mundo. Y probablemente nos perdamos la oportunidad de crecer, quedándonos atrapados en las ideas de quienes piensan como nosotros y comparten nuestro sistema de valores, auto fagocitándonos mutuamente.

La falacia ad hominem suele ser el resultado de la falta de argumentos y la frustración. Usar esta estrategia es como cuando un futbolista no logra alcanzar la pelota y le pone la zancadilla a su adversario para que caiga. No es un juego limpio. Y, sin duda, dice mucho más de la persona que ataca que de quien es atacado.

Cuando no se tienen ideas sólidas, se recurre a las descalificaciones y la humillación. Esos ataques pueden llegar a ser extremadamente virulentos y llegar al plano personal ya que tienen como objetivo que el otro se avergüence y guarde silencio o que pierda su credibilidad ante los demás.

Sin embargo, los ataques personales descalifican también al atacante, ya que muestran su irracionalidad y su pobreza argumental. Quien no puede batirse en el plano de las ideas, pero quiere ganar a toda costa, arrastrará a su interlocutor al plano personal.

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Si alguna vez estamos en medio de un debate y nos vemos tentados a atacar de manera personal a nuestro interlocutor, es conveniente que nos detengamos un segundo a pensar qué emoción nos está empujando a hacerlo. Es probable que sea la rabia o la frustración. En su lugar, debemos pensar que un debate constructivo no es aquel donde se declaran ganadores y vencidos sino aquel en el que se produce un crecimiento.

Ser víctimas de este tipo de ataques también puede ser muy frustrante. Por eso, lo primero es contener el impulso de contraatacar y llevar el conflicto al plano personal. Jorge Luis Borges contó una anécdota en «Historia de la eternidad» en la que a un hombre le arrojaron a la cara un vaso de vino en medio de una discusión. El agredido, sin embargo, no se inmutó. Se limitó a decirle al ofensor: «Esto, señor, es una digresión; espero su argumento».

Autor

REDACCIÓN