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Basándose en las tesis de Pío Moa y Fernando Paz reputados historiadores, Moises Dominguez, Francisco Pilo Ortiz y la hija del General Yagüe han escrito para nuestra editorial tres títulos que ahondan en ello y dejan ya en negro sobre blanco, para quien quiera leerlo, que aquello no fue como nos lo cuenta la prensa y los pseudohistoriadores de izquierdas.
Así desmonta la mentira Pío Moa:
El diario madrileño La Voz, publicó al respecto, en 1936 esta versión, difundida masivamente por la zona roja y también considerablemente fuera de España. El suceso habría ocurrido el 15 de agosto: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz… hizo concentrar en la plaza de toros a todos los prisioneros milicianos y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kotska, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y mirada humilde. Y entre tan brillante concurrencia, fueron montadas algunas ametralladoras. Dada la señal –suponemos que mediante clarines–, se abrieron los chiqueros y salieron a la arena, que abrasaba el sol de agosto, los humanos rebaños de los liberales, republicanos, socialistas, comunistas y sindicalistas de Badajoz. Confundíanse los viejos y los niños. También figuraban mujeres: jóvenes algunas, ancianas otras; gritaban, gemían maldecían, increpaban, miraban con terror y odio hacia las gradas repletas de espectadores. ¿Qué iban a hacer con ellos? ¿Exhibirlos? ¿Contarlos? ¿Vejarlos? Pero pronto, al ver las máquinas de matar con los servidores al lado, comprendieron. Iban a ametrallarlos. Quisieron retroceder, penetrar de nuevo en los chiqueros. Pero fueron rechazados a golpes de bayoneta y de gumía por los legionarios y cabileños que estaban a su espalda (…) Yagüe estaba en el palco, acompañado de su segundón, Castejón. Le rodeaban, obsequiosos y rendidos, terratenientes, presidentes de cofradías, religiosos, canónigos, señoras, damiselas vestidas con provinciana elegancia. Levantó un brazo y sacó un pañuelo. Y las ametralladoras comenzaron a disparar”.
El minucioso relato parece escrito por un testigo de los hechos, pero, desde luego, no era así. Su objetivo era inducir a los madrileños a una resistencia a ultranza: “Quieren matar a cien mil madrileños (…) Por otra parte han prometido a los moros y a los del Tercio dos días de saqueo, para indemnizarles de sus fatigas y peligros actuales. En el botín, como es natural, entran las mujeres (…) Ya sabe el pueblo de Madrid lo que le aguarda, si no quisiera defenderse (…) La muerte para muchos. La esclavitud para los demás (…) Ya dejaron en Badajoz las pruebas sangrientas de que sus amenazas no son vanas”. Esta última parte se debía a que la masa de los madrileños mostraba poco entusiasmo por “defenderse”, es decir, por defender al Frente Popular; y en la batalla de Madrid, librada en noviembre del 36, participaron pocos voluntarios madrileños. De modo que había que hacerles sentirse ante una amenaza monstruosa. Las versiones por el estilo se multiplicaron, incluyendo la del toreo de milicianos en la plaza (algo que sí hicieron las izquierdas con algunos curas).
El observador escéptico puede pensar que, aunque se exagere, algo de verdad tiene que haber en el relato. Y sin embargo no hay prácticamente nada. El periodista portugués de izquierda, Mario Neves, escribía para O Seculo el día 15: “Nos dirigimos enseguida a la plaza de toros, donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos (…) Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena aún se ven algunos cadáveres (…). Todavía hay, aquí y allá, algunas bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligrosa una visita más pormenorizada”. No obstante, corrió el rumor de que allí se estaba fusilando gente (hubo algunas ejecuciones en días posteriores) por lo que Neves volvió al día siguiente, “pero la plaza no tiene un aspecto diferente del que observamos ayer, lo que nos lleva a suponer que el rumor es infundado. Los mismos automóviles destruidos y los mismos cadáveres, que tanto me impresionaron y que no han sido retirados”.
Este mero testimonio ya echa por tierra la invención. No hace falta más.Sin embargo la leyenda no salió de la minerva de los propagandistas españoles sino del useño Jay Allen, un periodista de izquierda muy comprometido con el PSOE. En su apartamento de Madrid había escondido en octubre de 1934 a Negrín, Araquistáin y otros miembros del comité revolucionario, y había participado en la campaña de denuncia de la represión de Asturias con motivo de aquellos sucesos. Dicha campaña fue un fraude muy por el estilo del de la matanza de Badajoz, como he examinado en El derrumbe de la República, pero tuvo gran importancia política para envenenar de odio el ambiente social. Pues bien, Allen publicó un sensacional reportaje en el Chicago Tribune titulado “Carnicería de 4.000 en Badajoz, ciudad de los horrores”, que alcanzó inmensa repercusión internacional. Afirmaba haber llegado a Badajoz unos días después de los hechos, los cuales conoció por haber tratado a oficiales del ejército franquista, que le habrían contado las mayores atrocidades, como el “fusilamiento ceremonial” de miles de milicianos con banda de música y toda la parafernalia y ante 3.000 espectadores. Los mismos oficiales le habrían comentado que “la sangre empapaba más de un palmo de arena en el lado más alejado del ruedo”. “No lo dudo”, remata Allen.
Así, los jefes nacionales en la ciudad se habrían prestado generosamente a abonar la propaganda más perjudicial para ellos con un periodista extranjero que ya había publicado una entrevista al propio Franco, en la cual le trataba de “enano con aspiraciones de dictador” y le hacía decir que estaba dispuesto a matar a la mitad de los españoles (cosa que Martínez Reverte reproduce como si fuera una afirmación veraz del propio Franco). Comenté en Los mitos de la guerra civil: “Realmente Allen era un periodista afortunado: Franco y los suyos parecían encantados de hablarle como él y los revolucionarios deseaban”. Lógicamente, supuse que en realidad Allen no se habría atrevido a volver a la España nacional después de aquella entrevista, y que todo lo que cuenta de Badajoz eran invenciones, ya que en la España nacional podía haber sido acogido más calurosamente de lo que hubiera deseado. Y he aquí que tres estudiosos concienzudos, Francisco Pilo, Moisés Domínguez y Fernando de la Iglesia, en su libro La matanza de Badajoz ante los muros de la propaganda, han seguido las andanzas de Allen, corroborando que, en efecto, no cruzó la frontera portuguesa.
El trabajo de Allen, propaganda bajo disfraz informativo, debe entenderse en la situación del momento. Las noticias sobre el terror izquierdista, a menudo de un sadismo extremado, y especialmente la reciente matanza de la cárcel Modelo de Madrid, se habían extendido por el mundo y desacreditado profundamente al Frente Popular. Contrarrestar aquellas noticias exigía una invención realmente “fuerte”, que demostrase que los nacionales eran mucho más bestiales en su lucha contra “el pueblo trabajador y su gobierno legítimo”.
El mito recibió un refrendo posterior, para consumo de historiadores y periodistas incautos, por parte de John Whitaker periodista amigo de Allen, y del mismo estilo. Según Whitaker, Yagüe le habría confesado en una entrevista: Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar cuatro mil rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contra reloj? ¿Suponía que iba a dejarlos sueltos a mi espalda y dejar que Badajoz volviera a ser roja? Estas frases, mil veces repetidas, no tienen pies ni cabeza en términos militares, y supuse que serían algo parecido a la “confesión” de Franco de estar dispuesto a exterminar a media España. Pero el libro de Pilo, Domínguez y La Iglesia termina de aclararlo: la confesión de Yagüe, ciertamente sensacional si fuera veraz, no apareció en ninguna entrevista de Whitaker por entonces, sino que el sagaz periodista la “recordó” seis años después en la revista Foreign Affairs. Y no hay constancia de que Whitaker hubiera entrevistado a Yagüe.
Después, el mito siguió rodando… ¡hasta hoy mismo! Se atribuye a Goebbels el dicho de que una mentira tiene que ser muy grande para ser creída. La de la matanza de Badajoz viene a ser un modelo. Un historiador himalayesco local, Justo Vila, aporta sus particulares adornos: Hubo moros y falangistas que bajaron a la arena para jalear a los prisioneros, como si de reses bravas se tratase. Las bayonetas, a modo de estoque, eran clavadas en los cuerpos indefensos de los campesinos (…) Luego abrían juego las ametralladoras. “Se calcula” que más de 4.000 personas perecieron en las tristemente famosas matanzas de la plaza de toros. Esto, escrito en 1983. Otros, como Reig Tapia, hablan de 1.200 así asesinados. Preston cuenta 2.000, otros “matan” solo a 500, etc. Está claro que la izquierda no quiere desprenderse bajo ningún concepto de la supuesta matanza, tan útil para impresionar a incautos y ganar ascendiente de efectos políticos como “representante del pueblo trabajador”, tan horriblemente ultrajado por los “criminales y cavernícolas explotadores”. El odio es una gran arma en política, y estos saben explotarla a fondo, también con su repugnante campaña de “fosas y cunetas”.
Después de libros como Los mitos, el citado de Pilo…, de los trabajos de A. D. Martín Rubio y otros, ya no es tan fácil hablar con tanta desenvoltura de la plaza de toros, por lo que, sin reconocer abiertamente su falsedad, se trata de desviar la atención sobre los cadáveres tendidos en las calles o quemados en el cementerio (para evitar epidemias, en aquellos calurosos días), etc. Así, nuestro amigo Martínez Reverte habla con cierta vaguedad de “2.000 personas asesinadas en 24 horas”. El propio Neves, quizá arrepentido de no haber aprovechado la ocasión en 1936, diría medio siglo más tarde “como alivio a su conciencia”, que él y otros corresponsales extranjeros “quedaron profundamente agraviados por la visión atroz de los cuerpos tendidos en la plaza de toros” y de los que aguardaban en los chiqueros (donde caben muy pocas personas) para ser fusilados, así como “del elevado número de milicianos fusilados en muchos lugares dispersos de la ciudad”. Todo esto es una verdad a medias: la toma de la ciudad costó numerosas bajas a las tropas de Yagüe, y por supuesto, también a los milicianos, por lo que varias calles quedaron sembradas de cadáveres, lo que tiene muy poco que ver con la masacre que se pretende.
Y hubo además fusilamientos. Debe señalarse que los milicianos no eran considerados combatientes regulares sino algo parecido a bandidos. Los nacionales recogieron un aluvión de voluntarios y los integraron rápidamente en el ejército, mientras que los voluntarios opuestos funcionaban como milicias irregulares de partidos y sindicatos. Combatientes de este tipo solían ser ejecutados sobre la marcha en las intentonas comunistas de Alemania, y Azaña había ordenado fusilar a los anarquistas a quienes se pillasen con armas en la insurrección del Alto Llobregat. No quiere decir que en la guerra civil todos fueran fusilados, ni mucho menos, pero bastantes sí lo fueron. Según avanzaban desde Sevilla, las tropas nacionales iban comprobando atrocidades espeluznantes, como familias enteras quemadas vivas, crucifixiones, castraciones, etc. Y la justicia era drástica, sobre la marcha: se ponía a los prisioneros ante la gente y se preguntaba: “Este, ¿bueno o malo?” Si los testigos le acusaban de haber participado en los asesinatos, era ejecutado, de otro modo salvaba la vida. Los crímenes cometidos por las milicias en Badajoz y aledaños fueron desde luego muy graves.
Entre los cadáveres de Badajoz es imposible distinguir los que cayeron en la lucha y los fusilados. Un corresponsal presente por aquellos días, el francés J. Berthet, habló de 1.500 ejecuciones, cifra repetida el corresponsal M. Dany y otros, aunque desde luego ninguno los contó y en algún punto concreto uno habla de “unas decenas” y otro de varios centenares. Berthet estaba ligado al servicio de propaganda comunista dirigido por el célebre Willi Münzenberg, que influía en una variedad de medios de información o deformación de tinte “progresista”, por lo que sus crónicas eran vastamente reproducidas, y aun exageradas por muchos periódicos. Los Angeles Times citaba “2.500 cuerpos apilados en las calles de la ciudad”. Según otra crónica transmitida por la Associated Press de Lisboa, “corrieron torrentes de sangre en la ciudad, de la cual no queda piedra sobre piedra”, con relatos truculentos al estilo de los de Allen. A raíz de unos datos demasiado claramente manipulados, Berthet sería expulsado de Portugal.
Por no alargarnos, quien quiera informarse con veracidad de lo ocurrido en Badajoz debe leer obligatoriamente el libro de Pilo, Domínguez y La Iglesia, que dudo pueda ser superado. En cuanto a los fusilamientos, las cifras más aproximadas las da A. D. Martín Rubio, recurriendo al registro civil de Badajoz. El total en diez años, hasta 1945, asciende a 1.080 muertes, de las que algo menos de 500 corresponden al verano y otoño de 1936. Hoy por hoy, son las cifras más fiables y comprobables. Por lo demás, los del Frente Popular asesinaban prisioneros con gran liberalidad, aparte del terror de retaguardia, cuya culminación cuantitativa lleva el nombre de Paracuellos.
En suma: la famosísima matanza de la plaza de toros no existió, la toma de la ciudad fue cruenta para ambos bandos y dejó bastantes muertos en las calles, los milicianos y otros izquierdistas habían cometido numerosas atrocidades, y los fusilados en aquel verano-otoño ascienden a medio millar aproximadamente. Y, sobre todo, no se trató de una lucha entre fascistas y demócratas, entre golpistas y defensores de un gobierno legítimo, entre “el pueblo trabajador” y los parásitos que pretendían mantener sus privilegios. Fue una lucha entre a los partidarios de disgregar España y arrasar su cultura cristiana y tantos otros aspectos de la civilización europea y los que defendían precisamente esas cosas. Lucha entre los que habían asaltado en 1934 y destruido en 1936 la legalidad republicana y los que no se resignaban a la tiranía revolucionaria.
Es evidente que falsedades como las de la matanza de Badajoz no son inocentes ni producto de una indignación moral mal informada. Se difunden calculadamente porque suponen beneficios políticos y a veces también económicos para determinados partidos y personas. Pero el coste social es enorme. La opinión pública es emponzoñada con odios y la propia política se convierte en una farsa siniestra que vuelve a amenazar nuestro porvenir. La estupidez y la canallería, como diagnosticó el liberal Marañón.
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