
El humo de las fritangas se mezclaba con la luz de las lámparas. Todo el recinto rebosaba murmullo de voces y comentarios. Los camareros deambulaban detrás de la barra con prisas ajetreadas. Los vasos, unos de cerveza, otros con vino, algunos con refrescos de diversas clases poblaban aquel mostrador, sobre el cual permanecían multitud de pequeñas cristaleras, albergando en mezquina protección infinidad de bandejas con múltiples y diversos guisos.
La gente formando grupos, en uno de los cuales yo me encontraba, concluía una jornada igual a muchas de las que ya quedaron atrás, e idéntica, seguramente, a la mayor parte de las que quedaban por venir.
Lejos, en un esquinazo del bar, sola en una mesa, con la mirada perdida en la calle que al otro lado del cristal palpitaba, estaba sentada una mujer. Una mujer de cabello corto, lacio y despeinado; una mujer de cuerpo bajo, amorfo y grueso; una mujer de ojos rasgados, lagrimosos y enmarcados en el enfermizo rosado de unos párpados levemente inflamados. Su rostro redondo y abotargado adquiría la nota menos armónica en las desiguales comisuras en las que sus labios confluían, dejando, de vez en vez, escapar una gotita de saliva.
Con ademán de misteriosa confidencialidad, al mismo tiempo que con su codo golpeaba suavemente mi antebrazo, aproximó su cabeza hasta las proximidades de mi oreja uno de los que componía el grupo en el que yo me encontraba, diciéndome con voz tenue, mientras que su mirada se dirigía a la solitaria mujer, con un gesto preñado de picardía, que aquella que allí se encontraba, había tenido un hijo con su propio padre.
El comentario, a pesar de las fingidas precauciones del confidente, no pasó desapercibido por aquellos que a nuestro alrededor estaban, algunos de los cuales reclamaron, ávidos, mayor y mas profunda información, mientras otros, con modales envueltos en altiva suficiencia se declaraban, llenos de orgullo, conocedores de los acontecimientos, y prestos, cada uno, pasó a dar su peculiar y personal versión de los hechos.
La mujer, allí sola, quieta y enmudecida, a mi me daba muchísima pena.
El grupo todo era un hervidero. Los diálogos se interrumpían por los que, con los datos maliciosamente “conocidos” querían enriquecer la investigación. Las palabras, rebosantes de hipócrita conmiseración brincaban de boca en boca, haciendo momento a momento más repugnantes sus relatos. Los gestos altaneros pretendían poner distancias grandes entre los que los protagonizaban y aquella mujer triste, enferma y sola.
Al salir del bar miré a través del cristal el rostro ausente que al otro lado derramaba su mirada sin ningún objeto contemplado, y pensé que detrás de aquellos ojos, detrás de aquella boca desvencijada, había un cerebro que por enfermo quizás fuera incapaz de la calumnia; quizás, por deficiente, no albergara capacidad para la murmuración; quizás, doliente, no poseyera fuerza suficiente para la maledicencia. Y en aquel momento sentí una gran admiración por aquella mujer que, gorda, despeinada y con una gotita de saliva en su labio inferior, seguía mirando a través del cristal la calle que palpitaba.
NOTA
Vaya dedicada esta narración a los doctores don Luis de la Morena, don Mariano de Torres y don Valentín Gutiérrez en reconocimiento a los hitos científicos que recientemente han logrado.
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