21/11/2024 10:16

El barranco empieza en las montañas de Buñol con dirección a Chiva y continúa por el término de Cheste, cruza el llano de Quart junto a la venta del Poyo, pasa después por las cercanías de Torrent y de Catarroja, y desagua en la Albufera de Valencia. Su profundo y ancho cauce siempre está seco, salvo en las avenidas cuando corre tan furiosamente, que destruye cuanto encuentra. En Chiva, sorprendió a media noche sus vecinos, asolando un número considerable de edificios, esparciendo en varios kilómetros los tristes despojos y los cadáveres de los pobres que no pudieron evitar la muerte.

El párrafo anterior, que bien pudiera describir la reciente catástrofe registrada en los alrededores de Valencia, corresponde a un episodio mucho más antiguo, narrado por el ilustre naturalista Antonio José Cavanilles hace ya dos siglos y medio. No es más que una simple muestra de las numerosas inundaciones que vienen asolando la costa mediterránea desde tiempos inmemoriales. Entre 1321 y la actualidad, se han contabilizado 26 riadas en Valencia (excluyendo esta última de 2024), casi cuatro riadas por siglo. El alcance de muchos de estos episodios ha quedado registrado en placas o azulejos fijadas a los muros en muchas localidades ribereñas, donde una marca horizontal señala el nivel que alcanzaron las aguas.

Es muy importante señalar que la mayor parte de esas 26 riadas se produjeron durante un período de frío generalizado conocido como la Pequeña Edad de Hielo. En la gráfica adjunta, la línea azul representa la evolución de la temperatura desde el año 1200 hasta la actualidad, mientras que los círculos rojos señalan el momento en que se produjeron dichas riadas Es destacable la continuidad con que aparecen estas catástrofes, tanto en los momentos en que la temperatura es ascendente como descendente, aunque hay una tendencia a que se concentren preferentemente en los periodos en que desciende la temperatura (18 versus 6).

Complementariamente, la figura siguiente corresponde a una ampliación de la gráfica anterior, donde se muestra como las grandes riadas de los años 1944, 1957 y 1982 en Valencia y también la de 1962 en Barcelona, se produjeron también durante un periodo de enfriamiento. Cabe recordar que, en aquellos momentos, se creía que nuestro Planeta se abocaba a una nueva glaciación.

Por otra parte, la pluviosidad de este último episodio de 2024 ha sido muy inferior a la que se registró en 1982. De acuerdo con esos datos, no puede invocarse al calentamiento global como responsable del recrudecimiento (tanto en frecuencia como en intensidad) de unos fenómenos que, con similar violencia, se vienen repitiendo sistemáticamente desde mucho antes de la época industrial y de las emisiones de CO2 antropogénico a la atmósfera.

Cabe preguntarse entonces por qué, disponiendo de la experiencia acumulada durante siglos, y teniendo a nuestro alcance la capacidad tecnológica de herramientas de control para implementar medidas preventivas (como por ejemplo el SAIH, Sistema Automático de Información Hidrológica), no ha sido posible evitar esta dramática catástrofe. Como ocurre con frecuencia, las razones son múltiples.

En primer lugar, la propia naturaleza, el comportamiento de nuestra atmósfera, tremendamente complicado y difícil de parametrizar a pesar de las potentes herramientas informáticas que tratan de modelizarla. Esta limitación introduce serias dudas sobre los modelos climáticos, que si no son capaces de pronosticar correctamente lo que va a ocurrir en un futuro inmediato, ¿ qué fiabilidad pueden tener las predicciones catastrofistas para un futuro lejano?

En segundo lugar, la carencia de infraestructuras adecuadas. Esta riada de 2024 ha puesto en evidencia las trágicas consecuencias derivadas de su ausencia. El nuevo cauce del Turia, terminado en 1969, ha sido capaz de salvar a la ciudad de Valencia de una destrucción segura. Del mismo modo, el embalse de Forata, también terminado en 1969, ha permitido laminar la crecida del Río Magro, disminuyendo sensiblemente el impacto de la riada en las poblaciones de la Ribera Baja del Júcar. Pero esa infraestructura, un embalse de laminación, no existe en el Barranco del Poyo, a pesar de que su construcción estaba planificada desde hace años.

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En tercer lugar, debe mencionarse la situación de los cauces. La falta de actividades de limpieza y la prohibición vigente de cortar cañaverales, han afectado a la capacidad de drenaje, formándose tapones por la vegetación arrancada, que, al ser desbordados generan olas que elevan rápidamente el nivel del agua. Así puede explicarse, al menos en parte, la diferente mortandad entre la riada de 1982 (8 fallecidos) y la de 2004 (aproximadamente 300, entre muertos y desaparecidos) porque la mayor velocidad de ascenso del agua impidió a mucha gente ponerse a salvo a tiempo. Además, la vegetación arrastrada por el agua, tapona los ojos de los puentes, llegando a derribarlos en algunos casos. No debe olvidarse que los puentes están calculados para permitir el paso de agua para las avenidas más grandes registradas durante los últimos centenares de años, pero no para resistir los esfuerzos horizontales de una masa de agua, barro y vegetación que se desplaza a gran velocidad. Durante la reciente riada, han sido 26 los puentes destruidos.

En cuarto lugar, deben mencionarse los cambios drásticos en el uso del suelo, que en las últimas décadas se han transformado en áreas urbanas, ciudades – dormitorio en el entorno metropolitano de Valencia, polígonos industriales y centros comerciales, llegando a construir aparcamientos subterráneos con capacidad para miles de vehículos. Pero esta transformación no ha ido acompañada por las infraestructuras preventivas imprescindibles para minimizar los efectos de las avalanchas de agua. Tampoco se ha prestado atención a la delimitación de zonas inundables, edificando masivamente y de forma insensata en el entorno inmediato de los cauces.

En quinto lugar, debe mencionarse la falta de eficiencia de los diferentes organismos oficiales, tanto en las medidas preventivas como en la gestión de la crisis, que han fallado estrepitosamente a todos los niveles y desde todos los puntos de vista. Cabe preguntarse si los mecanismos de control y de alerta han funcionado adecuadamente y si se ha advertido a la población con la anticipación que hubiese podido evitar muchas muertes. La falta de coordinación entre los gobiernos central y autonómico ha sido palmaria, enfrentados desde el momento en que se empezaba a vislumbrar la catástrofe y más preocupados en señalar la paja en el ojo ajeno que en aportar soluciones eficaces.

Pero tampoco hay que perder de vista lo ocurrido en las décadas anteriores, en lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer y que podría haber evitado centenares de muertes y miles de millones en pérdidas materiales. Habiendo como había numerosos estudios y cartografías delimitando las áreas de riesgo, ¿por qué los municipios (con la vista gorda de las autoridades autonómicas y nacionales) han permitido la edificación en zonas inundables? También, se hace indispensable una revisión seria y profunda de la normativa medioambiental que prohíbe la limpieza de los cauces, al menos en los tramos próximos a la costa mediterránea que atraviesan poblaciones, donde de forma reincidente y sistemática aparecen este tipo de fenómenos meteorológicos. Y, por último, ¿por qué no se han construido las infraestructuras necesarias, ya planificadas y diseñadas, si existía la capacidad técnica y económica para su construcción?

Durante los últimos años, el Ministerio de Transición Ecológica ha mostrado mucho más interés en destruir infraestructuras existentes que en construir nuevas y nuestro país es líder destacado dentro de la Unión Europea en la demolición de obstáculos fluviales. En algunos casos, se trata de acciones justificadas por la obsolescencia o la inutilidad de las estructuras, pero en otros sólo parece deberse a una obsesión ideológica, carente de sentido práctico, similar a la que se ha aplicado para justificar las voladuras de varias centrales térmicas para la generación de generación de electricidad mediante carbón. Mientras tanto, ese ministerio tiene pendientes de ejecutar desde 2009 obras dirigidas, precisamente, a evitar inundaciones en la cuenca del Barranco del Poyo, y son numerosas las obras hidráulicas pendientes de ejecución en el conjunto de España desde hace 15 años. Es decir, que el gobierno ha centrado su interés en proteger la fauna y flora fluvial relegando a un segundo la seguridad de los ciudadanos.

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Desde una perspectiva temporal más amplia, no pueden cargarse todas las responsabilidades sobre los gobernantes actuales. El gobierno nacional del PP, que estuvo en el poder entre los años 2011 y 2018, tampoco se esforzó en la construcción de las infraestructuras requeridas. Ahora, los dos partidos dominantes se tiran los trastos a la cabeza por la gestión de la crisis, intentando que pase desapercibida la incompetencia exhibida durante los últimos lustros. Porque todos los problemas descritos tienen un denominador común, tanto la carencia de infraestructuras como la limpieza de los cauces y la urbanización del suelo en lugares inadecuados, son atribuibles a errores políticos de gestión o de falta de control.

Esta reflexión lleva indefectiblemente a una pregunta inevitable: ¿Tenemos los mecanismos adecuados que estimulen y faciliten el acceso de las personas idóneas a los puestos de responsabilidad? En nuestro régimen partitocrático, las entidades del poder del estado (incluyendo los parlamentos) se han convertido en simples transmisores de las decisiones adoptadas por los partidos, que se han constituido como una oligarquía que controla la soberanía efectiva. Al llegar al poder, el partido de turno asigna y reparte puestos de responsabilidad en función de criterios políticos, a militantes y simpatizantes, independientemente de la capacidad, conocimientos y experiencia. Esta práctica se ha extendido hasta niveles muy bajos, donde la responsabilidad debiera ser estrictamente técnica, bajo el eufemismo de los puestos de libre designación. Y así, como hemos visto repetidamente a lo largo de los últimos lustros, puestos en ministerios, secretarías de estado, consejerías, direcciones generales o grandes empresas públicas, son adjudicados a personas sin ninguna experiencia o conocimientos de los sectores que deben gestionar. Mientras tanto, los verdaderos expertos, los funcionarios que verdaderamente conocen la problemática en profundidad, quedan relegados al papel de meros asesores mientras las decisiones son adoptadas, salvo honrosas excepciones, por personas sin experiencia (y a veces sin los conocimientos más elementales) que, además, tienden a priorizar los aspectos ideológicos o políticos sobre las cuestiones técnicas. Sólo así, en el caso que nos ocupa, puede entenderse que existan deficiencias acumuladas a lo largo de los años, que se retrasen decisiones urgentes, o que se utilice el escenario de una crisis como campo de batallas políticas. Y encima, aún tienen la desfachatez y el cinismo de intentar ocultar su incompetencia con el inasumible argumento del cambio climático.

Una versión más extensa de este artículo puede leerse en Riadas, gotas frías y DANAs: breve recorrido por la desmemoria y los despropósitos climáticos – www.Entrevisttas.com

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