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Cuentan que un día, tras publicar “San Manuel bueno”, su última novela, le preguntaron a Don Miguel de Unamuno por qué si él era por encima de todo un filósofo escribía novelas y el bueno de “Don Miguel” respondió:

Mire, joven, cuando yo empecé a escribir, ¡hace ya muchos años! de lo primero que me di cuenta es que el español no lee para aprender, que lee para entretenerse… y eso me llevó a la novela. Porque también me di cuenta enseguida que los lectores no pasaban de las primeras páginas cuando abrían un libro de pensamiento y, sin embargo, si esos mismos pensamientos se los dabas en boca de un personaje ficticio se los tragaba y llegaba hasta el final. Incluso en estos días he comprobado, a pesar de gozar de esta la “República de las Letras” como dicen que el lector pasa de página en cuanto no ve diálogos. ¿Sabe usted que mi “Niebla” ha sido la obra que más se ha vendido de todas las mías? Pues, ya lo sabe. Novelas, teatro, cuentos, relatos cortos… o poesía… y allá a lo lejos, muy lejos, el pensamiento.

Pues, seguramente, este fue el gran pecado de Ramiro de Maeztu, el escritor que menos escribió de los hombres del 98. El pensador más profundo y el que más influyó en el mundo de la inteligencia del primer tercio del s. XX.

El caso de Maeztu, además, es supercurioso y su vida bien puede dividirse en dos partes totalmente diferenciadas. Una primera de máxima rebeldía, radical e incluso iconoclasta (como puede demostrarse en su obra “Hacia otra España”) y una segunda, de conservador a ultranza, rayando en un radicalismo de Derechas. Sin términos medios. O tal vez con el paréntesis que fueron para él los 15 años que pasó en Inglaterra (1905-1920). Nació, literariamente hablando, con un articulito ciertamente explosivo:

POR EL JAPÓN

“Hace dos días,  nos eran tan indiferentes rusos y japoneses como dos desconocidos que pasan por la calle. (Bueno, conviene recordar que por esta fecha Rusia y Japón se han lazado a una guerra violenta.) Pero los desconocidos han comenzado a darse cachetes en medio del arroyo, los transeúntes hacemos corro en torno suyo y advertimos de pronto que nuestra indiferencia ha desaparecido. Ya estamos divididos los espectadores en partidarios de Rusia y partidarios de Japón; ya leemos en voz alta las noticias que nos dan los periódicos…

¡Qué estado más quebradizo del espíritu es el de la indiferencia!

Por mi parte, anhelo ardientemente la confirmación de la noticia  relativa a la derrota de la escuadra rusa, anhelo ardientemente el triunfo definitivo de Japón.

Porque el Japón representa el sistema moderno de organizarse un pueblo, el último sistema, mientras Rusia es un imperio que sólo se parece al que quiso fundar en la Edad Media Carlomagno, y YO DESEO LA DERROTA Y LA MUERTE DE CUANTO SEA TRADICIONAL E HISTÓRICO, de una tradición y de una historia que arranca en la Edad Media. QUIERO VER DESTRUIDAS CUANTAS INTITUCIONES, MONUMENTOS E IDEAS RECUERDEN LA PÁLIDA EDAD MEDIA.

Y sí no era suficiente con su “anarquismo” nada más llegar a Madrid hizo amistad con “Azorín” y Baroja, otros anarquistas en su juventud (bueno, Baroja moriría siendo anarquista), e hicieron famoso el “Grupo de los Tres”, cuyo “Manifiesto”, entre otras cosas decía:

Hay que romper la vieja tabla de valores morales, como decía Nietzsche

En España (…) hay un gran número de hombres jóvenes que trabajan por un ideal vago. Esta gente joven no puede unir sus esfuerzos, porque no es posible que tenga un ideal común. Dada la pereza intelectual del país, dada la pérdida nacional del sentido de moralidad, lo más lógico es presumir que, de estos jóvenes -siguiendo el camino de la mayoría de los hombres de la generación anterior-, los afortunados engrosarán los partidos políticos, vivirán en la atmósfera de inmoralidad de nuestra pública, y los fracasados irán a renegar constantemente del país y de los gobiernos en el rincón de una oficina o en la mesa de un café.

¿Se puede creer que esta fuerza de toda esa gente es inútil, sin aplicación, que no tiene nada aprovechable? No. La cuestión es saberla aplicar, la cuestión es encontrar algo que canalice esa fuerza, algo que sirva de lazo de unión entre todas esas energías dispersas y sin rumbo.

No puede servir de base (…) ni siquiera el ideal democrático, porque si muchos creen en la virtualidad de la democracia, otros la consideran como un absolutismo del número, que no ha producido ni producirá liberación de la Humanidad, sino una especie de nuevos privilegios a favor de los más audaces y de los más indelicados.

Sin embargo, de esta disparidad de ideas y sentimientos, hay entre todos los jóvenes (…) en todos los que consciente o inconscientemente no están inmovilizados en el cielo de Zarathustra, un deseo altruista, común, de mejorar la vida de los miserables.

Y ese mejoramiento sólo lo puede dar la ciencia (…)

Aplicar los conocimientos de la ciencia en general a todas las llagas sociales (…) Poner al descubierto las miserias de las gentes del campo, las dificultades y las tristezas de millares de hambrientos (…) Y después de esto, llevar a la vida las soluciones halladas (…) no mostrarlas fríamente, sino propagarlas con entusiasmo, defenderlas con la palabra y con la pluma (…)

Y él, Maeztu, por su propia cuenta escribe también estas cosas:

“Rápidamente se fue dibujando ante nuestros ojos el inventario de lo que nos faltaba. No hay escuelas, no hay justicia, no hay agua, no hay riqueza, no hay industria, no hay clase media, no hay moralidad administrativa, no hay espíritu de trabajo, no hay, no hay, no hay… ¿Se acuerdan ustedes? Buscábamos una palabra en que se comprendieran todas estas cosas que echábamos de menos. «No hay un hombre», dijo Costa; «No hay voluntad», Azorín; «No hay valor», Burguete; «No hay bondad», Benavente; «No hay ideal», Baroja; «No hay religión», Unamuno; «No hay heroísmo», exclamaba yo, pero al día siguiente decía: «No hay dinero», y al otro «No hay colaboración» (…) Al cabo ha surgido una pregunta. Al cabo, España no se nos parece como una afirmación ni como una negación, sino como un problema. ¿El problema de España? Pues bien, el problema de España consistía en no haberse aparecido anteriormente como problema, sino como afirmación o negación. El problema de España era el no preguntar. (“Hacia otra España”, 1899)”

O esto otro:

Este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos, no quiere verse en esas yermas llanuras.., donde viven vida animal doce millones de gusanos, que doblan el cuerpo, al surcar la tierra con aquel arado que importaron los árabes…

No se ve en esas provincias.., despobladas como estepas rusas.

No se ve en esas fábricas catalanas, edificadas en el aire, sin materia prima….

No se ve en esas minas de Vizcaya de donde salen toneladas de hierro, que pagan los ingleses a cuatro o cinco duros, para devolvérnoslas en máquinas, cuyas toneladas pagamos nosotros en miliares de pesetas.

No se ve en esas ciudades agonizantes.

No se ve en esas universidades de profesores interinos; en este Madrid hambriento; en esa prensa de palabras hueras.

Mirase siempre en la leyenda, donde se encuentra grande y aprieta los párpados para no verse tan pequeña.

Otro día se inventa a un tal Señor Raventós, una metáfora de lo que en ese momento es el pensamiento doctrinario de Maeztu. Un pequeño propietario catalán, a quien presenta así: “El Señor Reventós no es político, ni torero, ni actor en chico ni en grande, ni criminal, ni siquiera comandante de una escuadra yanqui. El Señor Reventós es un labriego honrado y trabajador”.

“El hombre que olvidado trabaja, vota, por lo común reza, pero siempre paga, sobre todo, paga. No busca un puesto en la administración, su nombre no aparece en los periódicos excepto cuando se casa o se muere. Es asiduo al trabajo. Es halagado en tiempo de elecciones y se siente patriota. Se acude a él siempre que hay que hacer un trabajo. Puede que levante la voz a su mujer y familia, pero no es un bocazas de taberna. Consiguientemente, es un hombre olvidado, un don nadie.

No da problemas, no provoca admiración. No es un héroe, ni tampoco un problema como los marginados. No es famoso como los criminales ni digno de compasión corno los pobres. No es una carga como los sin techo, ni objeto de protección como esos animales en trance de extinción, ni un individuo que requiere los servicios de un profesional como los analfabetos, ni alguien sobre quien los economistas y los políticos pueden verter sus nobles sentimientos como los vierten sobre los parados. Consiguientemente, es un hombre olvidado, un don nadie sobre el que caen todas las cargas del Estado.”

Biografía y obras

Pero, antes de pasar al segundo Maeztu, el de su madurez, digamos unas breves palabras sobre su biografía y su obra. Ramiro de Maeztu y Whitney nació el 4 de mayo de 1874 en Vitoria y fue hijo del ingeniero Manuel de Maeztu Rodríguez, un hacendado cubano de origen navarro que conoció a su madre, Juana Whitney hija de un diplomático británico en París, y con la que se casó cuando ella sólo tenía 16 años. Del matrimonio nacieron 5 hijos: Ramiro, el mayor, Ángela, Miguel, la pedagoga María de Maeztu y el pintor Gustavo de Maeztu. La familia se estableció en Vitoria. Pero muy pronto murió  el padre y se hundieron los negocios que tenían en Cuba y entonces para hacer frente a la dura realidad la madre decidió irse a Bilbao.

Ramiro, para ayudar a la familia, se marchó en busca de trabajo a París y luego a la Habana, donde su afición por las letras le llevó al periodismo. En 1897 se traslada a Madrid y por su “ideas nuevas” muy pronto empezó a escribir en “EL País”, “La España moderna” y “El socialista”. Es en ese momento cuando conoce e inicia su amistad con Azorín y Baroja, con quienes forma el “Grupo de los Tres”, una bomba en medio de un periodismo trasnochado que pone patas arriba las aguas quietas de la política española y propone una “Revolución europeísta”.

En 1905 cuando ya son famosos los tres, Maeztu se marcha a Londres como corresponsal del “Nuevo Mundo” y el “Heraldo de Madrid”. Como periodista viajó por Francia y Alemania y fue corresponsal de guerra en Italia durante la I Guerra Mundial. Son los años del “cambio”, porque en Londres se enamora de las instituciones británicas y se topa con la Democracia, una democracia verdadera, aunque al profundizar en la Democracia se enfrenta con la autoridad y la libertad, uno de los grande problemas de la sociedad moderna: ¿Cómo hacer compatible la autoridad y la libertad? Y este sería su caballo de batalla el resto de su vida. Al volver a España, tras la Guerra, comienza su evolución política, del anarquismo y el socialismo de su juventud y de su liberalismo pasa a un tradicionalismo católico, ya que estudiando la Historia de España se convence de que las raíces españolas son cristianas y católicas y que España fue grande y poderosa cuando creció y se sostuvo en esas raíces. Quizás por eso no sorprendiera que simpatizara con la dictadura de Primo de Rivera y hasta aceptase ser miembro de la “Asamblea Nacional Consultiva” (sustituta de las Cortes liberales). Primo de Rivera acabaría nombrándole Embajador en Argentina, donde permanece justo hasta la caída del dictador, porque ese mismo día dimite y se vuelve a España. Eso sí, en Buenos Aires conoció y trató al jesuita Zacarías de Vizcarra y su idea de la “Hispanidad”, idea y término que Maeztu asumió como propios y abanderó desde ese momento, defendiendo hasta su muerte los valores católicos y las tradiciones hispánicas.

La obra de Maeztu prácticamente se reduce a tres libros: “Hacia otra España”, “La crisis del humanismo” y “Defensa de la hispanidad”, porque el último, “Defensa del espíritu” se publicó cuando ya había muerto. Entre sus ensayos de carácter literario figuran “Don Quijote, Don Juan y la Celestina” y “La brevedad de la vida en la poesía lirica española” (este fue su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1935).

El pensamiento político

Sería como querer meter el agua del mar en una botella. El pensamiento de Maeztu es tan profundo y tan complejo que intentar describirlo desde fuera es cosa imposible. Por ello me van a permitir que lo sintetice con sus propias palabras, a sabiendas de que algunos lectores pasarán pagina – como decía Unamuno – al no ver diálogos y ser, ¿por qué no decirlo?, paginas pesadas. Así que si quieren saber cuál es la esencia del alma del mundo occidental (EEUU, España, Alemania, Inglaterra y los países hispanoamericanos) no tendrán más remedio que leerlas.

Primer artículo: La crisis económica

Parecerá extraño que la mejor explicación de la crisis económica del mundo la haya dado un portugués, cuando se piensa que Portugal es uno de los pueblos que menos habrá padecido por ella, salvo en lo que le hayan afectado la disminución de sus exportaciones y de los giros que recibe de sus emigrantes al Brasil. Pero D. José Pequito Rebello, delegado del Gobierno lusitano en el Instituto Internacional de Agricultura en Roma y miembro de la Delegación portuguesa en la Conferencia Económica de Londres, tuvo la ocurrencia de examinar la crisis a la luz de la filosofía, y el resultado, recogido en su libro, en francés “La Conférence de Londres et la crise mondiale”, puede enseñar algo importante a los economistas que lo lean.

Esta es una crisis espiritual, «una crisis del pensamiento económico», ha dicho el Sr. Oliveira Salazar, jefe del Gobierno portugués, y consiste, según el Sr. Pequito Rebello, «en que el espíritu no logra dominar y organizar la economía». El mundo económico debiera ser gobernado por el espíritu, ya que no tiene otro objeto que satisfacer las [64] necesidades de la vida. Pero nos hemos materializado, lo que quiere decir que el espíritu se ha dejado caer en un ideal materialista. Hemos visto, seguimos viendo en la materia un fin en sí mismo, y no mero instrumento. El resultado es que la materia nos desborda. No podemos, no sabemos organizarla. Hay un exceso de producción y un déficit de organización, y aunque la sobreproducción parece que debiera ser excelso de riqueza, como la única riqueza que adquiere el valor que le es propio es la orgánica, es decir, la que satisface, sin perturbaciones, las necesidades humanas, el resultado de aquel exceso inicial de productos es una paralización del trabajo, que implica la pobreza para mucha gente.

Verdadero signo de la crisis es el desequilibrio entre los precios agrícolas, que se hunden, y los industriales, que logran mantenerse. Se produce porque en tiempos normales, el ahorro acude más a la industria que a la agricultura, porque le atrae la mayor posibilidad que hay en la industria de multiplicar indefinidamente la producción, con la esperanza de que exista un personaje mítico, un consumidor no productor, capaz de absorber cuantos artículos se lancen al mercado. Así aumenta la suma de productos superfluos. No tardan en advertir los industriales que lo superfluo no puede expenderse sino a cambio de productos necesarios, cuya masa utilizable no aumenta indefinidamente, porque se trata de alimentos y de trabajo humano. Claro que también podrían cambiarse algunos artículos sobrantes por otros igualmente innecesarios, pero en pequeña escala, porque nadie desea poseer grandes cantidades de mercancías que no puede vender. Cuando esta circunstancia traza un límite a la colocación de artículos innecesarios, se viene abajo toda la especulación. El productor de mercancías superfluas no puede defenderse más que restringiendo la producción y dejando sin trabajo a los obreros. El agricultor, en cambio, no puede abandonar [65] su cultivo, salvo donde se practica la agricultura en grande escala y por métodos industriales, y lo que hace es vender a menos precio sus productos. Así, pues, el desequilibrio de los precios entre los frutos de la tierra y los artículos de la industria surge del hecho de que, al llegar la crisis, el industrial o el minero cierra la fábrica o paraliza la mina, mientras que el labrador tiene que vender sus productos por lo que quieran darle.

El corolario filosófico de Pequito Rebello es que el materialismo económico hace perder al hombre el fundamento de su personalidad, con la que, «fiel a su espiritualidad, se muestra investido de su realeza sobre sí mismo y sobre las cosas». La paradoja y el problema económico que hay en este hecho dependen de que el hombre pierde la capacidad de manejar las cosas precisamente por no haberse preocupado más que de almacenar el mayor número posible de cosas. No se ha empeñado más que en multiplicar la producción, para librarse a toda costa de la posibilidad de escaseces y, en efecto, consigue acumular montañas de algodón, de lana, de trigo, inmensos frigoríficos llenos de carne, enormes depósitos de automóviles, de montañas de carbón y de mineral de hierro, astronómicas cifras de disponibilidades en los bancos, suficiente número de ingenieros y obreros expertos para triplicar las industrias, y todo le sobra: dinero, técnica, mano de obra, productos. Y no hay manera de cambiar el trigo sobrante en la Argentina por el carbón que sobra en Gales, porque lo que esta de más, esta de más.

Las cuatro quintas partes de las chimeneas industriales de Occidente han estado apagadas durante los años de la crisis. ¡Qué espectáculo el que ofrecía en 1934 la vasta provincia industrial de Westfalia! ¡El mismo que los condados abandonados de Inglaterra, donde no suelen quedar otros vecinos que los desocupados que viven de las caridades [66] oficiales! Es, quizá, un economista inglés, Mr. J. A. Hobson, quien mejor ha explicado el mecanismo económico de las crisis. Las gentes se dedican a ahorrar y a invertir sus sobrantes en los bancos, en vez de recrearse y gastarlos, como quisiera Mr. Hobson. Con esos ahorros se construyen nuevas fábricas, y al venir la parálisis no se sabe lo que hacer con la enorme cantidad de maquinaria acumulada, hasta que en la hora de la crisis se convierte en chatarra. Cualquiera de los grandes países industriales del mundo tiene herramental suficiente para tejer toda la tela, fundir todos los rieles, moler toda la harina y construir todos los automóviles que necesiten los demás.

Lo decisivo es que el gran fracaso proviene del gran éxito. La modernidad se ha propuesto acabar de una vez con las escaseces que padeció la humanidad en otro tiempo. Hace cincuenta años soñaba con poblar los desiertos de la Argentina, del Canadá y de Australia, llevando a ellos las multitudes sobrantes en Europa. Después pensó que no tendría tiempo para trasladar de territorio a tanta gente e inventó la manera de cultivar los desiertos por medio del arado tractor y de la segadora trilladora, sin necesidad de poblarlos previamente. Así obtuvo con facilidad relativa exceso de productos. Pero lo que no se ha averiguado es la manera de llevar los alimentos sobrantes a las bocas que los necesitan, como no sea por medio de cantidades que degradan y desmoralizan a quienes las reciben. A ellas apelan los países más adinerados, como Inglaterra y los Estados Unidos, pero los parados no se satisfacen, porque no son meramente bocas, sino espíritu. Necesitan pan, pero también propiedad e interés en el trabajo, cariño y cultura, fe, esperanza y caridad. Y donde no hay capitales acumulados que distribuir a los obreros sin trabajo, parece que los pueblos tienen que elegir entre organizarse en dictaduras, para hacer frente a la revolución, o [67] abandonarse a la codicia y a los resentimientos de los agitadores

Segundo artículo: El espíritu del capitalismo

Los Estados Unidos hacen frente a la crisis concertando empréstitos enormes y distribuyéndolos entre los desocupados en forma de subsidios o de obras públicas. Se encontraron hace algunos años con que les sobraba la mitad de la población, a causa de la inmensa maquinaria que habían acumulado, y para mantener a los millones de desocupados se está gastando el Tesoro sumas ingentes, sólo comparables al coste de una guerra. Pero, ¿cómo habían acumulado los Estados Unidos tan grandes capitales? No se trata meramente de su riqueza natural. El Brasil acaso sea tan rico naturalmente como los Estados Unidos. Se trata de un espíritu capitalista cuya formación y desarrollo han estudiado en estas décadas tres hombres, sobre todo: Max Weber, Warner Sombart y Troeltsch, con el resultado de invertir la cadena causal que el marxismo había establecido. En vez de atribuir el espíritu del capitalismo al hecho capitalista, como quiso Marx, se busca el origen del capitalismo en cierto espíritu creado por causas no económicas, y principalmente por la Religión.

En este sentido puede asegurarse que el ensayo que Max Weber publicó en 1905 sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, marca época en la historia del pensamiento occidental. Max Weber empezó por preguntarse la razón de que en los países donde se mezclan los hombres de diversas confesiones sean generalmente más pobres los católicos que los protestantes y los judíos, y desempeñen posiciones inferiores.

Se lo explicó al darse cuenta de que para la moral católica [68] el trabajo del hombre en el mundo, aunque ordenado por Dios y fundamento natural de la vida de fe, es en sí moralmente indiferente, como el comer y el beber. En cambio sostiene Max Weber que el trabajo entre los protestantes ha venido a adquirir el valor religioso que tienen los sacramentos y la vida ascética entre los católicos.

La conciencia en el trabajo es necesaria para la prosperidad de las industrias. Según Weber, es una de las razones de la superioridad industrial de los países del Norte de Europa sobre los del Sur. También es necesario que los obreros se sacudan el «tradicionalismo», por cuya palabra entiende Weber la costumbre que tienen en algunos países de cesar el trabajo en cuanto han ganado lo bastante para la satisfacción de sus necesidades habituales. Pero lo fundamental es el hecho de que al abandonar los protestantes, y particularmente los calvinistas, el sistema sacramental y ascético de la iglesia, tuvieron que preguntarse de qué modo encontrarían la «certidumbre de la salvación», que es decir la posesión de la gracia, y como a Calvino no le bastaba con el sentimiento de tenerla, sino que quería signos objetivos, se les ocurrió a los calvinistas que la gracia y la salvación se conocerían en el desempeño del oficio o vocación. Esta es la razón de que en los pueblos donde imperaba el calvinismo pusieran las gentes particular empeño en escalar las profesiones superiores (nunca ha habido un país de tantos graduados universitarios como la Nueva Inglaterra, en la primera generación de su existencia), y de que se añadiera en ellos el motivo religioso al económico en el ejercicio de la profesión. Puede decirse que en los tiempos de más fe calvinista, un relojero ginebrino no sólo ponía conciencia en su trabajo por razones económicas, sino para cerciorarse del favor divino. Hablamos de los siglos XVI y XVIII; en la actualidad, en las grandes fábricas, una buena inspección del trabajo ha venido a sustituir al móvil religioso. [69]

Añádase a ello que el trabajo era considerado como el medio ascético por excelencia y que los teólogos calvinistas abominaban de la contemplación, para preconizar exclusivamente la acción como medio de santificación, que al mismo tiempo condenaban todo lujo, todo gasto superfluo, toda satisfacción de la sensualidad, al punto que hasta hace poco tiempo los millonarios norteamericanos vivían en casitas de madera y sin criados, siglos después que se habían arruinado las grandes casas españolas por sostener millares de sirvientes, y el resultado de todo ello nos explicará plenamente la acumulación de las grandes fortunas de Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos, así como la superioridad inicial de estos países, en los comienzos de la era del gran capitalismo, en punto a recursos con que establecer industrias, líneas de navegación, empresas coloniales, institutos bancarios, ferrocarriles, &c. así como el éxito de su vida económica.

Debo decir que la tesis de Max Weber, aunque corroborada después por otros investigadores, ha sido objeto de serías críticas. Mr. H. M. Robertson ha podido mostrar, en El auge del individualismo económico, que el espíritu capitalista es anterior al protestantismo y que la Iglesia católica ha favorecido el enriquecimiento de los pueblos, atemperando a las necesidades del comercio sus propias enseñanzas, como hizo San Antonino a principios del siglo XV al decir que no se apartarían mucho los tratantes del «precio justo» cuando lo hicieran por el libre consentimiento de ambas partes o como toda la Iglesia cuando, después de haber prohibido durante siglos el préstamo de dinero a interés, ha acabado por consentirlo, al punto de que ningún católico considera pecaminoso invertir sus ahorros en valores que rentan intereses. No cabe duda, de otra parte, de que hay regiones católicas, como Bélgica, la Liguria italiana, algunos departamentos franceses, Vizcaya y Guipúzcoa en España, que en nada [70] ceden a los países protestantes en punto a adelantos económicos. Tampoco la hay de que actualmente en todos los países tienden a ser más ricas las gentes religiosas que las escépticas, lo que se debe a la disciplina moral que va implícita en la religiosidad.

Con todo, algo hay en la tesis de Max Weber que ha de resistir a los embates de la crítica. Quien conozca con profundidad los pueblos de Inglaterra y España percibe que en Inglaterra veneran el éxito hasta los más creyentes, mientras que en España adoran la Cruz hasta los descreídos. El español desconfía del éxito antes de averiguar si es o no merecido. El inglés lo respeta. El español ha exigido en todo tiempo a sus políticos el desinterés y hasta la pobreza. El inglés ha preferido durante siglos que le gobernaran los ricos. Y mientras el inglés suele encontrar insoportable la existencia sin la prosperidad, y desdeña el fracaso y lo considera como un signo de inferioridad moral, los espíritus observadores que desde fuera nos contemplan dicen de los españoles, como «Gabriela Mistral», que somos «buenos perdedores», o como Cunninghame Graham, que conservamos la personalidad, porque estamos acostumbrados a fracasar en cuantos asuntos emprendemos, y aunque no podría aceptar estos juicios como dogmas de fe, comprueban el hecho de que existe una relación íntima, aún no bien aclarada, entre el espíritu y el poder, por la que se produce la paradoja de que unos pueblos busquen la gracia y encuentren el poder, y luego, por exceso de poder, padezcan crisis de falta de poder, por lo que acaso tuviera razón León Blois cuando decía que el dinero es un misterio, aunque la verdad es que el misterio se esclarece cuando se afronta sin prejuicios. [71]

Tercer artículo: El poderío militar

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Si en el dinero hay un misterio, en el poderío militar también lo hay. Media historia universal, cuando menos, viene a ser la historia de la guerra. No se ha logrado con ello ni siquiera limpiar de contradicciones la actitud del hombre normal ante la guerra. Todos la aborrecemos y todos gloriamos la victoria. Habrá algunos fanáticos de la paz o de la guerra que amen la paz y aborrezcan la victoria; otros que amen la victoria y menosprecien la paz. Serán siempre seres excepcionales. Los demás veneramos igualmente la paz y la victoria. Y lo que sucede a los individuos acontece a los pueblos. Cuanto más pacifistas, y nunca lo fueron tanto como ahora, mayores ejércitos preparan, y jamás fueron más potentes que los de hoy en día.

En vano demostró sir Norman Angell que la guerra no es negocio. No lo es, en efecto. A consecuencia de la gran guerra tienen que declararse en bancarrota, uno tras otro, todos los grandes pueblos de la tierra. Ello no obsta para que mantengan y acrecienten sus ejércitos. Y es que la perspectiva de la guerra implica una tensión, una vigilancia, un «cuidado», que diría Heidegger, una «angustia», que diría Kierkegaard, que también necesitan las sociedades que quieren conservarse. La perspectiva de la guerra es necesaria para que los pueblos mantengan el culto del valor, del honor y del heroísmo; y el valor, el honor y el heroísmo son, a su vez, necesarios para ganar las guerras. Y no ha de creerse que estamos cayendo en un círculo vicioso. Nada de eso; no seguimos a Nietzsche cuando decía que una buena guerra justifica una mala causa. Lo que sucede es que las buenas causas [72] se encuentran siempre en peligro de perderse, cuando no son capaces de defenderse con una buena guerra.

La razón de que las buenas causas estén siempre en peligro es que siempre habrá hombres capaces de arrollar toda justicia para realizar sus ansias de poder, y que a estos hombres no les importará que la realización de sus designios no sea negocio para la comunidad, porqué siempre lo será para ellos. Si esos hombres se apoderan del gobierno de un pueblo impartirán probablemente a la política exterior el mismo espíritu de rapiña y de violencia con que escalaron el Poder. Así se forman en la historia algunas de las potencias que, por antonomasia, merecen llamarse militares. Otras veces, al contrario, es un legítimo espíritu de propia defensa el que ya formando ese espíritu militar. Pero es un hecho que cuando el ansia de poder prevalece sobre la de Justicia, a la corta o a la larga encuentra su Némesis, porque las naciones militares se gastan en la guerra.

En ellas se consume su sangre generosa. Espero que bastarán estas palabras para que sus lectores evoquen el recuerdo de todas las naciones militares que se debilitaron en las mismas guerras en donde ganaron sus timbres de gloria. El destino de Esparta había sido ya el de Persia, y fue luego el de Roma, en escala mayor. En nuestros días hemos visto consumirse el Imperio otomano. A los Tercios Viejos de España, compuestos de hidalgos, sucedieron los Tercios Nuevos, cuyos soldados buscaban más en ellos el pan que no la gloria. En la última gran guerra, que fue tan grande que los años en ella contaban como décadas de otros siglos, vimos debilitarse tan deprisa el tipo físico del soldado europeo, que cuando llegó el armisticio puede decirse que no había más ejército de hombres robustos que el norteamericano.

La mera vocación nos muestra la paradoja que hay en este problema del poder militar. Su creación y mantenimiento [73] dependen de un estado de espíritu en que las almas más generosas estén siempre dispuestas a sacrificarse por la patria, y el sacrificio de los mejores es funesto para ella. De otra parte, si falta este espíritu de sacrificio en un momento dado, la consecuencia puede ser la esclavitud de un pueblo durante muchos cientos de años. Un día se descuidó «el blando bengalí», y los ingleses fundaron Calcuta. Ahora cuenta Benoy Kumar Sarkar, en su libro El futurismo de la joven Asia, que la fe actual de la juventud india se expresa en una jaculatoria que dice: «¡Te mando, oh mundo, que vengas y te postres a mis pies!»

Cuando se empieza a examinar esta cuestión de la virtud guerrera se pregunta uno si ha de considerarse como valor instrumental o final, como virtud de los medios o de los fines. Si se ve en el coraje un fin en sí, se corre el peligro de caer en la soberbia de la matonería. Si se le considera como valor meramente instrumental, se ha de resignar el pueblo que así lo haga a que sólo los espíritus de segunda categoría, los instrumentales, se dediquen al oficio militar, con lo que será indefectiblemente derrotado por el país vecino, donde se considere la virtud guerrera como virtud suprema y se dediquen a cultivarla las almas superiores.

La solución de este dilema, y del conflicto fundamental que el problema del poder militar nos plantea, consiste en considerar la virtud guerrera como una de las esencias del espíritu, pero ha de entenderse bien que no subsiste si se la aparta de las otras, sino que en ella han de entrar las otras dos esencias del espíritu, que constituyen al mismo tiempo sus valores: el saber y el amor. Sólo así se esclarece la paradoja aparente de que el cultivo del valor y del poder sean necesarios a la vida del hombre y de los pueblos y que su cultivo excesivo sean funestos. Si el espíritu del hombre, como imagen de Dios y soplo de su espíritu, es también de naturaleza [74] trinitaria, y ello lo han sostenido algunos de los teólogos más eminentes, guardando por supuesto las distancias que median entre el Creador y la criatura; si es nuestro espíritu, desde el origen, unidad de poder, de saber y de amor, en su progreso y desarrollo ha de continuar siéndolo y tan funesto ha de serle el descuido de alguna de estas esencias, como el cultivo de cualquiera de ellas, a expensas de las otras; y aun el cultivo de cualquiera de ellas ha de hacerse de modo que envuelva también el de las otras, si hemos de esperar un progreso positivo y estable.

Esta es la razón de que no duren gran cosa los imperios puramente militares. Y no es otra la de que en la virtud militar entren también las del saber y el amor. En igualdad de otras circunstancias, vencerá el ejército servido por la técnica más perfecta y compuesto de regimientos cuyos soldados sepan mayor número de canciones en común. Esencia del espíritu, el poder debe distinguirse del saber y del amor, pero no podrá separarse de estas otras esencias sino a su propia costa.

Cuarto artículo: La ciencia del poder

Es curioso que no haya apenas libros dedicados a tratar derechamente del poder. Hay una inmensa literatura dedicada a asuntos de poder: las ciencias económicas, las militares, la inmensa mayoría de los libros de historia, la de los tratados de derecho, hasta las Encíclicas sociales, &c., e indirectamente todas las ciencias físicas y naturales, que no se proponen otra cosa que aumentar el poder del hombre, según el principio de Lord Bacon: «Saber es poder» (Knowledge is power). Lo que sea el poder lo dan por conocido [75] todas estas ramas del saber humano; pero aunque el tema en sí es estrictamente filosófico, no sé de ningún filósofo que directamente lo haya estudiado.

Benedetto Croce estuvo a punto de abordarlo al distinguir en su Filosofía de la Práctica, la acción «económica» de la «ética»; pero en su economía mezcló las actividades de poder con las de placer, uniéndolas en una sola forma de actividad referente a las condiciones de hecho en que el hombre se encuentra, y a la hora actual no sé de otro libro dedicado a La Ciencia del Poder que el así titulado por Benjamín Kidd, que no era precisamente filósofo, sino sociólogo, aunque haya pensado algunas de las cosas más importantes y profundas que se hayan dicho en estas décadas. Kidd definió el poder diciendo que «en su más alta expresión es la ciencia de organizar el espíritu individual en servicio del universal», y ya en esta definición hay una conexión inescindible del poder con el saber, puesto que el poder es definido como ciencia, y con el amor, puesto que se trata de poner al servicio del universal el espíritu individual, y excuso decir que con el espíritu, puesto que en ella se habla de espíritu individual y universal. Es verdad que en ella sólo se define la «expresión más alta» del poder. Hay también para Kidd otro poder, que consiste meramente en la capacidad de utilizar la fuerza o energía de la naturaleza; pero este poder es meramente individual. En las sociedades, el poder consiste, como hemos visto, en la ciencia de organizar el espíritu individual en servicio del universal.

Todo el pensamiento de Mr. Kidd está dominado por una oposición, que supone absoluta, entre la finalidad que persiguen los individuos y la social. Las sociedades necesitan que los individuos se sacrifiquen por ellas, lo mismo en el campo de batalla que en el lecho de la maternidad. Sin soldados que las defiendan y sin madres que las perpetúen, las [76] sociedades perecen. Pero no hay sanción racional posible para el sacrificio de los jóvenes y de las mujeres. No se inventará nunca la manera de hacer que a las mujeres les convenga tener hijos y a los soldados morir en la trinchera, antes que desertarla. Luego la sanción del sacrificio individual tiene que ser ultrarracial, y esta es la función que desempeñan, según Mr. Kidd, los edificios de torres puntiagudas que hay en todas las ciudades de Occidente. Las iglesias dan una sanción ultrarracional al necesario sacrificio del individuo. Esta es su función. Ninguna otra institución puede substituirlas. Pero como el sacrificio de los individuos es esencial para el progreso de las sociedades, Mr. Kidd concluye sentando la necesidad de la religión para el progreso, que es también la tesis que defiende, aunque con otros argumentos, un pensador católico, Mr. Christopher Dawson, en su libro Progreso y Religión.

Mr. Kidd supone que la razón es egoísta y no sirve más que para proporcionar argumentos al individuo que le conduzcan a la propia conservación. En cambio, existe otra facultad espiritual, a la que llama Mr. Kidd «la emoción del ideal», por la que se empuja al individuo al necesario sacrificio. Es posible, según Mr. Kidd, que el talento racional se trasmita por herencia, pero aunque así fuera no se mejoraría la raza sino muy lentamente. En cambio, la emoción del ideal se trasmite de un espíritu a otro con rapidez evidenciada repetidamente, y por ella se han efectuado verdaderos milagros históricos. Mr. Kidd cita, entre otros ejemplos, las rápidas transformaciones realizadas en estos tiempos por el Japón y por Alemania. Ahora podría añadir la de Italia. Desgraciadamente, estas transformaciones rápidas no han solido realizarse sino con fines guerreros, pero no hay razón para que no se aplique la emoción del ideal a cualquier otro fin, como pudiera ser, por ejemplo, la resolución [77] de los problemas sociales. «Dadnos los jóvenes», acaba diciendo, «y crearemos un nuevo espíritu y una nueva tierra en una sola generación».

En lo esencial estoy de acuerdo, pero no puedo estarlo con el menosprecio de la razón, ni con la idealización del fin social sobre el individual. Ni la razón es tan egoísta como supone, ni la sociedad tan idealista. El individuo es social. La sociedad puede ser egoísta. Cuando se habla, por ejemplo, del «sacro egoísmo nazionale» hay derecho a preguntarse, y muchos hombres se han preguntado, si es legítimo sacrificar al individuo en aras de esos Molochs nacionales. El individuo es social por naturaleza. Hay algo esencial que se cercena en su alma si deja incumplidos sus deberes. El soldado puede desertar su puesto de peligro, pero no envidio la conciencia del desertor. La mujer puede dejar de tener hijos. Llegarán años en que los eche de menos. La sociedad, en cambio, ha de procurar el bienestar y la realización de los fines del hombre. Sólo entonces tendrá derecho a exigir su sacrificio, en caso de peligro colectivo. De otra parte, el poder del individuo no se aumenta únicamente con la razón egoísta. Lo que puede pedirnos el egoísmo es que disipemos nuestra energía y nuestro caudal de la manera más alegre posible. Max Weber ha observado también que un bazar árabe muestra un espíritu adquisitivo mucho más crudo y repugnante que un almacén moderno a precio fijo, lo que no impide que el almacén moderno, por su racionalización y regularización de la ganancia, sea generalmente mucho más provechoso que un bazar de Bagdad o del Cairo.

La oposición entre la utilidad y el deber no es oposición entre el individuo y la sociedad. Es oposición que puede surgir entre dos amantes si se pasean a la orilla del río y uno de los dos se cae al agua. ¿Qué hace el otro? Si se tira a salvarle puede ahogarse. Si no, entristecerse hasta la muerte. [78]

La razón puede hallar argumentos para la cobardía, pero también para el sacrificio. Si la emoción del ideal no se puede sancionar racionalmente, tampoco la cobardía y el egoísmo. En realidad, la razón está por encima de las razones. Por todo lo cual ha de utilizarse la esencia de lo que Kidd nos dice y especialmente su entrelazamiento del saber y del amor, en la definición del poder, pero hay que ordenar estos elementos de otro modo, si hemos de salir de nuestro apuro.

Quinto artículo: La Hispanidad

En todas las instituciones y en todos los rasgos característicos de la Hispanidad va implícita la creencia en la supremacía del espíritu. El alma espiritual del hombre se alza sobre la naturaleza entera, sobre el mundo, sobre cualquier objeto. Si en nuestros días ha podido escribir el Padre Arintero que «No hay proposición teológica más segura que esta: a todos, sin excepción, se les da –proxime o remote– una gracia suficiente para la salud», es porque piensa que en todos los hombres existe un espíritu que puede sobreponerse al mundo ya la naturaleza. Si en el Concilio de Trento mostraba Diego Laínez, con el ejemplo del torneo, que todos contamos con «buen caballo, buenas armas y todos los medios necesarios para que, a punta de lanza, puedas ganar la joya», la joya de la eterna salvación, la razón es que supone en cada hombre un espíritu inmortal capaz del triunfo, con ayuda de las armas que la Iglesia le facilita. Y si Alonso de Ojeda había dicho a los indios de las Antillas, ya en 1509, que ellos y él procedían de la misma pareja, no era [145] precisamente porque se sintiera orgulloso del parentesco, sino porque un dogma de su fe le enseñaba que aquellas pobres criaturas que se le presentaban desnudas bajo las palmas antillanas, eran tan capaces de unirse a Dios, si se les mostraba el camino, como el más grande de los santos.

¡Cuántas veces tuvieron que resistirse a creerlo así los españoles!

Solórzano Pereira llama repetidamente a los indios criaturas «miserables» y dice de ellos que son de «más miserable y baxa o despreciada condición que los negros y todas las demás naciones del mundo». A pesar de la convicción firme de que todos los hombres somos hijos de Adán, ¿Cuántas veces no tuvieron que pensar nuestros abuelos que los indios eran bestias o, cuando menos, ineptos para toda educación religiosa y moral? Pero no fue esta idea la que prevaleció, sino la que ya llevaban cuando embarcaban para las Indias, y así escribe Solórzano en su Política indiana, lib. IV, cap. XV:

«Porque de verdad ningunos hay tan bárbaros que no sean capaces de ella (la Fe y Religión cristiana), si se la supiesen enseñar, como conviene, con paciencia y perseverancia, y más con abstinencia y buenos ejemplos de la vida y modo de proceder de los que los doctrinan, que con castigo, aspereza y severidad. La qual opinión y doctrina siguen, prosiguen e ilustran latamente Juan Matienzo, Antonio Posevino, Fray Tomás de Jesús, D. Fray Agustín Dávila, Juan Botero, Don Fr. Bernardino de Cárdenas, meritísimo Obispo del Paraguay y de Popayan y otros muchos autores, probando que por rudos y bárbaros que sean los indios y otros qualesquier infieles, tenemos obligación de enseñarlos y sobrellevarlos, y que la falta de su poca medra más consiste en nuestra floxedad o malicia que en su ignorancia y rudeza.»

Creo más importante el testimonio de Solórzano que el pensamiento del Padre Vitoria, porque Vitoria habla a priori y [146] antes de que se haya hecho con tiempo bastante la experiencia de educar a los indios. Si Vitoria supone en los indios una humanidad idéntica sustancialmente a la de los españoles, lo hace porque su fe religiosa se lo dice; pero Solórzano habla después de las muchas discusiones que la miseria material y moral de los indios ha suscitado y de haberse intentado capacitarles para el sacerdocio y frustrado la experiencia. Las ilusiones que en la hora del Descubrimiento habían puesto los españoles en los indios, como futuros soldados de la Cristiandad frente al Islam, se habían apagado o desvanecido. Pero la fe resistió al desengaño. Acabamos pensando que lo que no se había conseguido en un siglo se lograría en dos, y el camino que señaló Solórzano, que no fue otro que el de inducir, poco a poco, a los indios a constituirse en familias monogámicas y el de ir adecentando su modo de vivir, por medio del matrimonio, fue, en efecto, el que levantó de su abyección a la raza indiana, allá donde hubo de seguirse.

Del Padre Vitoria ha dicho el Sr. Fernández y Medina que era «la conciencia de España». Lo que quiere significar con ello el diplomático uruguayo es que Vitoria llegó a tener conciencia clara de lo que sentían los españoles respecto de la humanidad de los indios, de sus derechos, de las leyes de la guerra, del derecho de gentes y aun de las materias teológicas mas intrincadas. Pero esta claridad de conciencia del Padre Vitoria no era meramente el resultado involuntario de su gran talento, sino un propósito deliberado y permanente de comunicar íntegramente sus ideas a quien quisiera escucharlas, para lo cual se esforzaba en exponerlas con una diafanidad insuperada. El Padre Getino ha dicho sobre Vitoria: «Hombres de su talla había tenido la nación y los tenía entonces; lo que no tuvo nunca fue un maestro de sus prendas, un pedagogo tan genial, tan organizador, que pusiese todas sus energías al servicio de la enseñanza». Por eso no se [147] descuidó de editar libros, y sólo escribió «lo que necesitaba para clase, lo que reclamaban las inteligencias de sus alumnos, que se encargaron después de publicar aquellos apuntes en que relampaguea a cada paso la llama de su genio».

Con su Santo Tomás a la derecha, su San Agustín a la izquierda y los Santos Evangelios en lo alto, corno estrella del Norte, el pensamiento del Padre Vitoria avanza, seguro y rápido, por el campo infinito de la Teología, mientras los enjambres de discípulos le siguen extasiados. Probablemente fue Vitoria el hombre más inteligente que España ha producido. De cierto, el más claro. A Vitoria, dice el Cardenal Ehrle, debe Salamanca «el ocupar, en el siglo XVI, un lugar como el que obtuvo París en la segunda mitad del siglo XIII; fue él quien la transformó en cuna de la nueva escolástica». Menéndez y Pelayo había escrito: «Un abismo separa toda la teología española de la que él enseñó y profesaba; y los maestros que después vinieron valen tanto más o menos cuanto se acercan o se alejan de los ejemplos y de su doctrina. Todo el asombroso florecimiento de nuestro siglo XVI, todo ese interminable catálogo de doctores egregios que abruma las páginas del Nomenclator Litterarius, de Hurter, convirtiéndole casi en una bibliografía española, estaba contenido en germen en la doctrina del Sócrates alavés; su influencia está en todas partes.»

El Padre Getino ve en Vitoria el originador de las distintas escuelas españolas respecto de la gracia, pues «si los dominicos elogian a Báñez, los jesuitas a Mancio y los agustinos a Juan Vicente, los tres son profesos, estudiantes y profesores de San Esteban; Mancio, discípulo de Vitoria; Báñez, de Mancio; Juan Vicente, de Báñez». El Padre Arriaga dice de Vitoria «que despertó los ingenios dormidos de los españoles y animólos al estudio». Erasmo, el protegido de todos los monarcas europeos, pudo darse cuenta de que ese despertar era [148] Completo, porque Vitoria, que tuvo que juzgar de sus escritos, supo comprenderlos y condenarlos. Y en otra parte he escrito yo que el Imperio hispánico duró mientras sus gobernantes se educaron en las disciplinas y en el espíritu del Padre Vitoria.

Si Vitoria dejó en su aula de Salamanca una estela de luz es porque creía en el valor de las ideas y en la posibilidad de comunicarlas, lo que es creer en la primacía del espíritu. Pero esta confianza no era ilimitada. El pensamiento de Vitoria se movía dentro de la fe, de las Escrituras, de la experiencia y autoridad de la Iglesia, porque se encuadraba en un marco religioso. Parece, a primera vista, que al romper ese marco y perderse la fe religiosa el pensamiento español se lanzaría a todos los vuelos, aun a costa de todos los peligros. ¿Por qué no ha ocurrido así? ¿Por qué ha plegado las alas nuestro pensamiento a medida que ha perdido la fe religiosa?

Sexto artículo: El pensamiento libre de Alemania

La Alemania del siglo XIX y finales del XVIII tendrá que pasar a la historia como el ejemplo clásico del pueblo que ha creído ilimitadamente en el espíritu del hombre. Ya se encuentra la creencia en la revolución copernicana de Kant. Del mismo modo que Copérnico se encontró en la imposibilidad de explicarse los movimientos planetarios, suponiendo que los planetas se movían en torno de la tierra y logró explicación satisfactoria imaginando que giraban alrededor del sol, así Kant, no pudiendo comprender nuestros conocimientos sintéticos a priori por la adaptación de nuestro intelecto a las cosas, creyó hallar la explicación necesaria suponiendo que eran las categorías de nuestra sensibilidad y entendimiento las que plasmaban los objetos del conocimiento, por lo que el espíritu del hombre vino a convertirse no sólo en centro del conocimiento, sino de los objetos del conocimiento. A partir de Kant, la filosofía alemana encuentra en el espíritu del hombre las leyes fundamentales del saber.

Fichte da otro paso adelante. Deduce de las categorías del sujeto pensante las condiciones categóricas de todo ser. [153] La Naturaleza llega a no ser más que el obstáculo que el yo se pone a sí mismo. «Mi mundo es el objeto y la esfera de mis deberes, y nada más, en absoluto.» Pero es Hegel, Hegel sobre todos los demás filósofos, el que despierta entre las clases educadas de Alemania la fe sin límites en nuestro espíritu y en nuestro pensamiento. Hegel se da perfecta cuenta de ello: «El valor de la verdad, la fe en el poder del espíritu, es la condición primera del estudio filosófico; el hombre debe honrarse a sí mismo y respetarse como digno de lo más alto. Nunca estimará lo bastante la grandeza y el poder del espíritu. La reservada esencia del Universo no tiene fuerza alguna en sí misma para ofrecer resistencia al denuedo del conocimiento; tiene que abrirse ante él y poner ante los ojos su riqueza y su profundidad, para que se pueda gozar de ellas.»

Si el vasto pensamiento de Hegel pudiera resumirse en una sentencia, no se le desnaturalizaría diciendo que para él Dios se expresa en el espíritu, y el espíritu en la historia. Libre en nosotros el espíritu, porque al subjetivarse cobra conciencia de sí mismo; necesario, al objetivarse en el mundo, porque entonces presenta una faena al espíritu subjetivo, que éste ha de realizar, so pena de anularse; se convierte en espíritu absoluto al unirse el espíritu en sí, que es el subjetivo, con el espíritu para sí, que es el objetivo, engendrándose de esta suerte, de su objetividad y de su idealidad.

Schopenhauer detestaba este lenguaje hegeliano, que no deja de tener admirable precisión. Porque el espíritu nuestro es, en efecto, espíritu en sí, pero no para sí, salvo en los criminales, en los locos y en los egoístas, que son los únicos hombres que viven para sí, mientras que el espíritu objetivo, que se expresa, según Hegel, en la tarea que a cada generación se ofrece, es, en realidad, un espíritu para sí, en el sentido de que trasciende nuestro egoísmo. Schopenhauer aborrecía a Hegel. Lo cita cien veces en sus obras para llamarle [154] charlatán y negarle toda clase de valor filosófico; pero en medio de esos insultos se va trasluciendo la inmensa influencia que la cátedra de Hegel ejercía en todos los círculos universitarios de Alemania y países espiritualmente germanizados y la profunda veneración con que acudían los estudiantes a su aula, quizá mayor aún que la que habían sentido los de Salamanca en la cátedra de Vitoria.

Las Universidades de Occidente no habían conocido nada semejante. Hegel hacía creer a sus oyentes que podían penetrar con el razonamiento en los últimos secretos de la marcha del mundo. Y esa fe en la razón se extendió en Alemania a toda clase de disciplinas. Al principio del siglo XIX no se distinguía el pueblo teutón por sus adelantos en la técnica. Era el país de «los poetas y los pensadores», y fueron los reyes de Prusia los que primeramente importaron los inventos de Inglaterra y Francia; pero de tal modo había fortalecido la filosofía idealista la confianza de los alemanes en el espíritu, que cuando se lanzaron al estudio de la Naturaleza y a procurarse la técnica necesaria para la explotación de sus riquezas, les fue empresa relativamente fácil la de adelantarse a Francia y a Inglaterra, y cuando vino la guerra europea había en Alemania 30.000 químicos dedicados a trabajos de investigación, aparte de los ocupados en la industria, número que excedía al de los demás pueblos juntos del mundo.

Por esta fe ciega de los alemanes en el espíritu han salido de Alemania todas las herejías del siglo XIX. La misma confianza que tenía Hegel en la razón, la puso Schopenhauer en la voluntad, Feuerbach en el hombre, Buchner y Moleschott en la materia, Carlos Marx en la interpretación económica de la historia, Max Stirner en el individuo anárquico, Nietzsche en el superhombre y el eterno retorno, Eduardo von Hartmann en lo inconsciente, Cohen en la ciencia, Freud en su interpretación libidinosa de los sueños, Avenarius en la [155] relatividad, Oswald en la energía, Waihinger en el «como si» las cosas ocurrieran al modo que las pensamos, y se ha vendido por millones entre las masas populares aquel libro de Haeckel, en que se descubría «El enigma del Universo», sustituyendo Dios y el alma por fórmulas físicas y químicas.

Es como una inmensa marejada que ya empieza a ceder. Lo que caracteriza a los nuevos pensadores alemanes, como Hartmann o Heidegger, es más bien la cautela. Después de haber lanzado el pensamiento hasta las regiones del absurdo, se vuelve a tratar de limitarlo en las fronteras de la legitimidad. Es curioso que Heidegger defina a nuestro yo y al mundo mismo como un «mundo de cuidados», un «mundo de angustia». ¿No estamos a dos pasos del «Yo, pecador» de nuestra religión? Es característico que Hartmann, en su Metafísica del Conocimiento, nos muestre que en todo objeto de conocimiento queda siempre algo «transinteligible», que resulta mucho más profundamente «ininteligible» que los conocimientos extraordinarios que los místicos aprehenden por intuición suprarracional, porque en la misma «Intelección sin comprensión» hay alguna clase de entendimiento, mientras que en el concepto de lo «transinteligible», de Hartmann, se significa algo de lo que no puede darse entendimiento alguno.

La fe sin límites en el espíritu del hombre ha sido causa y ocasión en Alemania de toda clase de herejías, que casi siempre han consistido en hipostasiar alguno de los aspectos de la vida o la vida misma, y subsumirle todo lo restante, a fuerza de talento. Muchas de estas herejías han recorrido el mundo entero, pero casi siempre las ideologías populares se han detenido ante los claustros de las Universidades alemanas. Feuerbach, Buchner, Haeckel y Marx apenas sí lograron asomarse a ellos. Schopenhauer y Nietzsche no los penetraron sino después de grandes depuraciones. Y aun los grandes heresiarcas nacidos en la misma Universidad, como el propio [156] Hegel, después de haber sido adorados como dioses y luego olvidados como ilusos, no vuelven a recobrar el puesto que les debe el pensamiento humano sino al cabo de una crítica que dura más de un siglo.

El alto nivel de los estudios ha salvado de esas herejías a buena parte de las clases educadas y las ha preparado para lo que tiene que venir y está viniendo: el reconocimiento de que el espíritu del hombre no puede surgir de una naturaleza sin espíritu, por lo que se siente, detrás del parpadeo de las estrellas, la presencia de un Espíritu superior, a la vez trascendente e inmanente, como en medio de la noche y del campo las luces distantes del poblado nos revelan las moradas del hombre.

Séptimo artículo: El populismo de Rusia

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En El credo de Dostoyevsky y en El Cristianismo y el problema del comunismo, Berdiaeff nos ha hecho una descripción del populismo ruso que esclarece a los europeos de Occidente el misterio de la revolución soviética. Ese populismo consistió en una fe irracional que llegaron a tener los intelectuales rusos en su pueblo, al mismo tiempo que desconfiaban profundamente de la cultura y de sí mismos. Falta de una fuerte clase media en que apoyarse, la «intelligentsia» rusa, colocada entre el Zar y la nobleza y las masas del pueblo, no se sintió en el curso del siglo XIX, que ha sido el de la literatura rusa, como una clase orgánica, sino como una floración artificiosa, cuya cultura occidental, porque formó su pensamiento en el romanticismo alemán, la alejaba del pueblo. No se sentía con fuerza bastante para llevar sus luces [157] a las masas populares, y en sus hombres se mezclaban con las ideas de Occidente los sentimientos de la Iglesia de Oriente, la Iglesia de San Juan, el apóstol del amor de caridad.

La raíz del espíritu ruso moderno ha de encontrarse en su rebeldía contra el dolor del prójimo. Se ha negado a admitir las pruebas de la Teodicea. No ha querido aceptar ni un Dios ni una constitución social que permiten el dolor del inocente. En el fondo, no ha querido resignarse al misterio de la Cruz. Iván Karamasoff quería crear un mundo en que el dolor no exista. El nihilista Dobrodionboff perdió la fe porque no podía soportar la injusticia del mundo y la mediocridad moral de los creyentes. Mikhailowsky exclama: «Azotan al mujik; que me azoten también a mí». La piedad por el dolor del hombre y por el dolor universal constituye el tema favorito de la literatura rusa en el curso del siglo XIX. La existencia de la servidumbre en la primera mitad del siglo y los malos tratos de los siervos exasperaban este sentimiento de los escritores.

Poco a poco se va exacerbando este sentimiento hasta apoderarse enteramente de los ánimos. El progreso gigantesco que se operó en Rusia por iniciativa del Estado imperial es considerado por la «intelligentsia» como cosa extraña, y aun postiza. Pero también su propio tesoro espiritual aparece a los intelectuales como extraño y postizo. Tchernichervsky les enseña que su metafísica idealista o espiritualista constituía inadmisible lujo e imperdonable olvido de los dolores populares. Pissareff reniega de la estética y del arte, porque no mejoran las condiciones de vida del pueblo. Religión y filosofía son sustituidas por un utilitarismo social absoluto. El ciclo empieza ya a cerrarse. Se comenzó por someter la cultura al juicio de la moral, de la religión y del interés social. Acaba por considerarse como «culpa», como olvido y abandono del pueblo. [158]

Apartarse del pueblo es alejarse de la «verdad». La verdad está en el pueblo y, sobre todo, en los mujiks. Y el pueblo no es algo que lleve dentro el intelectual, sino trascendente. El pueblo llega a ser, para genios como Tolstoi y Dostoyevski, «algo que no soy yo», pero infinitamente superior a uno mismo. En las palabras de Berdiaeff: «algo opuesto a mí, ante quien me arrodillo, porque contiene la Verdad, que yo no poseo y ante la cual me reconozco culpable». Berdiaeff explica esta aberración diciendo que los más altos genios rusos no han podido soportar su soledad y se han precipitado al fondo del alma popular, para encontrar allí una verdad más elevada. La observación es profunda, porque nos dice que el espíritu del hombre necesita, para mantenerse en salud, encomendarse a la guía del Espíritu de Dios y al amor de los espíritus hermanos de los demás hombres. El hecho es que el socialismo se fue convirtiendo en la religión predominante de los intelectuales rusos.

Era una especie de reino de Dios contra Dios lo que se predicaba. Los nihilistas rusos no creían en el Redentor; pero se consideraban a sí mismos como los redentores y las víctimas del movimiento redentor. Los rusos crearon, de esta suerte, un sentimentalismo propio, que se sentían superiores a los pueblos de Occidente. El propio Herzen, que era occidentalista, en cuanto traspuso la frontera se percató del espíritu estrecho, egoísta y burgués de los europeos. La gran Rusia se concibió a sí misma, por lo menos en sus intelectuales, como la redentora del mundo. De este sentimiento recibe su fuerza emocional el bolchevismo. Berdiaeff dice, y con razón, que los comunistas rusos no son escépticos, y porque no lo son se les comprende difícilmente entre los escépticos de Occidente. Lo que han hecho los comunistas rusos es transformar los valores sociales relativos en valores absolutos. [159] A falta de Dios, adoran el plan quinquenal; pero lo adoran como si fuera un Dios.

Esta adoración les hace caer en absurdos delirantes y en las paradojas más superlativas. Ya Solovieff, anticipándose al bolchevismo, formulaba el credo maximalista en estos términos: «El hombre desciende del mono; por consiguiente, amaos los unos a los otros». En cambio, si la fe nos enseña que el hombre fue hecho a imagen de Dios, quedamos incursos, por ello mismo, en los crímenes de justificar la esclavitud, la explotación del hombre por el hombre, el pecado social y el odio al pueblo obrero. Y así, el biólogo que sostiene en Rusia las doctrinas de Lamarck es considerado como afiliado al grupo de los explotadores, encarcelado y perseguido. El «mecanicista», en biología, pertenece a los elegidos; el «vitalista», a los reprobados y excomulgados. Los físicos modernos, como Einstein y Planck, son considerados burgueses y hasta clericales. Toda la física moderna es ya sospechosa de herejía en Moscú. Nuestro amigo Pemartín tendría que irse fuera de Rusia a publicar sus trabajos sobre «La Física y el Espíritu».

Esto es el sainete de la revolución soviética. La tragedia la encontrarnos en los millones de personas ejecutadas por los revolucionarios, en los millones, muchos más millones, que han muerto de hambre y de epidemias a consecuencia de la revolución y en la barbarie en que Rusia está sumida, ¡y sólo Dios sabe para cuánto tiempo! Lo que en Rusia ha ocurrido no ha podido coger de sorpresa a los conocedores de su literatura. Todo el que lea Los endemoniados, de Dostoyevsky, sabe que el proceso revolucionario fue anticipado por un escritor de genio, con más de medio siglo de antelación. En una cosa se engañó Dostoyevsky. Creyó, como dice Berdiaeff, que si bien la «intelligentsia» rusa estaba corroída de socialismo y de ateísmo, el pueblo se opondría a ello y [160] permanecería fiel a la Verdad de Dios. En ello fue falso profeta. El pueblo ruso, el santo mujik, ha traicionado al Cristianismo y, en cambio, abundan los intelectuales que vuelven los ojos a la Cruz.

Sólo que ese error no fue privativo de Dostoyevsky. El «populismo» ha sido la herejía de la «Intelligentsia» rusa, santa y estúpida a la vez. Su santidad fue sacrificarse por el pueblo; pero al imaginar, como Marx y Lenin, que el día del universal derrumbamiento iba a constituir espontáneamente el pueblo una sociedad de hombres dichosos, cayó en un pecado de estupidez imperdonable.

“Acción Española”

Estos artículos más otros que al final constituyeron la obra cumbre de Maeztu (“En defensa de la Hispanidad”) fueron publicados en la revista “Acción Española”, cuyo primer número apareció el 15 de diciembre de 1931. “Acción Española” fue la revista que fundaron un grupo de monárquicos (entre ellos el Marqués de Quintanar, Eugenio Vegas Latapie y como celebro intelectual Ramiro de Maeztu) que habían quedado desolados con la caída de la Monarquía y la llegada de la República. Tuvo desde el primer número un carácter eminentemente antirrevolucionario y antirrepublicano, lo cual sólo le granjearía problemas y suspensiones. La revista salió en un principio quincenal y luego se hizo mensual hasta llegar a los 88 números, ya en 1936. La idea de Maeztu era congregar el pensamiento católico, el progreso y el amor a la Patria, o sea, España.

El editorial de la presentación del número uno lo escribió el propio Maeztu (por ese artículo recibiría al año siguiente el premio “Luca de Tena”), en el que entre otras cosas decía:

“ESPAÑA es una encina media sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón. ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo lglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.

Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas, o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit. El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay sino extravíos.

* * *

Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. luego vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo arriano que proclama no necesita Redentor, sino Maestro, después la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente, e identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, por eso propongo que  el 12 de Octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza.”

A partir de la revista se fundó el Partido de derechas y confesional llamado “Acción Nacional”, a iniciativas del dirigente de la “Asociación Nacional Católica de Propagandistas” y director del periódico “El Debate”, Don Ángel Herrera Oria, más tarde cardenal de la Iglesia. Aunque esa unión duró poco, porque los católicos propagandistas se inclinaron por el “posibilibismo”, es decir que no estaban a favor de la República pero tampoco en contra. Fue entonces cuando nació la “CEDA” con Gil Robles como líder.

Pero “Acción Española” siguió su curso y sus contenidos se fueron haciendo cada vez más antirrepublicanos y hasta llegaban ya a pedir abiertamente un golpe de estado militar. Tal vez por ello cuando el general Sanjurjo se subleva el 10 de agosto de 1932 el Gobierno, que presidía Azaña, mandó cerrar la revista y detener a sus principales colaboradores. Fueron dos meses escasos. Desde el primer momento la revista reinvicó la memoria y la herencia de los grandes maestros del pensamiento tradicionalista y contrarrevolucionario español: Menéndez Pelayo, Jaime Balmes, Vásquez de Mella y Donoso Cortés y en consecuencia se declaró beligerante contra todo aquello que ellos consideraban con el pensamiento liberal o progresista, incluyendo la Institución Libre de Enseñanza y hasta la filosofía de Ortega y Gasset.

Y fueron los directivos de “Acción Española” los que fundaron el partido “Renovación Española”, el vehículo político para poder presentarse a las elecciones de 1933, en las que algunos de ellos, como Maeztu, consiguieron el Acta de Diputado. Tampoco quisieron unirse a la Falange de José Antonio, ya que Primo de Rivera tampoco se declaraba partidario de la Monarquía. Más adelante se pusieron al frente Antonio Goicoechea y José Calvo Sotelo, aunque el puesto de ideólogo principal lo ocupó sin duda Ramiro de Maeztu. Y entre los tres trajeron en jaque a los republicanos, incluso más que el propio Gil Robles que tenía bastantes más Diputados que ellos. Y no sólo por las ideas y los principios, sino por el convencimiento profundo de que con la República no cabían componendas de ningún tipo, sino que había que ir pura y llanamente a su destrucción.

Fueron los años más polémicos de Ramiro de Maeztu y los que, incluso, le fueron distanciando de sus compañeros de Generación. El último número de “Acción Española” salió en junio de 1936, aunque en realidad ya estaba en la imprenta el número correspondiente al mes de julio, que ya no llegó a salir.

Los últimos días y la muerte

¡Ay!, pero tras las elecciones triunfantes del Frente Popular en febrero Maeztu ya sabía que no le quedaban nada más que dos salidas: o marcharse al extranjero y al exilio o quedarse en España y esperar la muerte. Como buen católico confió su vida a Dios y decidió quedarse. Pero una tarde el vehemente vasco no pudo contenerse y desde su asiento en el Congreso, en contestación a un discurso de Indalecio Prieto, pronunció, alterado y nervioso, estas palabras:

“SI LOS SOCIALISTAS SOSPECHARAN LOS SENTIMIENTOS QUE ANIMAN A LAS DERECHAS DE ESTA CÁMARA NO AMENAZARÍAN CON LA REVOLUCIÓN. CREO SER EL HOMBRE MÁS INOFENSIVO DE LA TIERRA. EN UNA BATALLA NO SERVIRÍA MÁS QUE PARA VÍCTIMA, PORQUE NUNCA HE LLEVADO ARMAS, NI LAS LLEVO, Y SI LAS LLEVARA NO SABRÍA USARLAS. PERO CUANDO SE ME CONMINA CON LA REVOLUCIÓN SOCIAL, QUE, DESPUÉS DE LA EXPERIENCIA RUSA, YA SÉ QUE IMPLICA LA MATANZA GENERAL DE LOS BURGUESES, ME ENTRA EL IMPULSO INCONTENIBLE DE QUITARME LA CHAQUETA, NO PARA PELEAR CON NADIE, SINO PARA QUE ME DEN INMEDIATAMENTE LOS CUATRO TIROS QUE ME CORRESPONDAN, PORQUE ES INTOLERABLE SEGUIR VIVIENDO BAJO EL PESO DE UNA AMENAZA QUE ME ESTÁ PERDONANDO LA VIDA”.

   Así estaban las cosas cuando el 13 de julio apareció muerto, asesinado, el cadáver de Calvo Sotelo y eso sí que fue ya la mecha definitiva. Tanto que casi todas las gentes de derechas importantes, entre ellos la mayor parte de los dirigentes y colaboradores de “Acción Española” hicieron las maletas y se marcharon para el exilio, unos hacia Francia y otros hacia Portugal. Maeztu decidió quedarse, a sabiendas de lo que podía llegarle. El 18 de julio, cuando ya han llegado las primeras noticias de la sublevación del ejército de África y se va sabiendo que Mola está sublevando el Norte, el escritor se da cuenta que no puede permanecer en su domicilio y se va a casa de su compañero y amigo José Luis Vázquez Dodero, y en su casa permanece hasta que el 30 de julio se presentan en el domicilio un grupo de milicianos radicales, armados con pistolas y fusiles, que venían, al parecer, buscando a un cura que habían denunciado. Salió a recibirles el propio Maeztu y torpe, o ya entregado, les confesó quien era e incluso les pidió que se lo llevasen detenido. Parecía como si desease la muerte y aquellos milicianos se lo llevaron, a él y a Vázquez Dodero, a la Comisaría de Vigilancia de Buenavista. En un principio el comisario lo quiso dejar en libertad, pero Maeztu se negó a vivir con esa angustia y renunció a la libertad que le daban. Al final fueron conducidos a la cárcel de las Ventas, una cárcel que había sido hasta ese momento cárcel de “Mujeres” y que el frente Popular había convertido en prisión política, dado que ya no había cárceles suficientes en Madrid para dar cobijo a tantos detenidos… Y allí permanecería desde el 2 de agosto hasta el 28 de octubre de 1936.

Desde este su primer aposentamiento don Ramiro, pasó a instalarse, en los primeros días de octubre, en la sección que, por anterior destino, conservaba el nombre de «Madres”. Y tanto en un sitio, como en otro, por obra y gracia de su genio, la inhóspita ergástula transformóse en aula de los más altos valores húmanos. «Jamás se sintió pesimista», ha escrito en su libro «Las prisiones de Madrid» don G. Arsenio de Izaga, que padeció también cautiverio en aquella cárcel. «Su celda — nos dice — era a menudo cátedra de Filosofía, de Política e Historia y de Literatura, y sus compañeros, escuchándole, se olvidaban de su mísera condición carcelaria.»

También escribía su. «Defensa del espíritu», como Cervantes, su «Quijote» en la cárcel de que nos habla. Y entre aquellos solaces rezaban devotamente el rosario.

Los detalles de los últimos días del gran pensador nos los ha narrado, en sus declaraciones uno de los reclusos, Basilio López Sánchez, que le, sirvió de eficaz y afectuoso ordenanza. «Era un  labrador de cincuenta años y honrado a carta cabal», nos dice Arsenio de Izaga. Llegó a la cárcel de las Ventas el 26 de junio con otros 25 vecinos de Auñón (Guadalajara), entre ellos un hijo suyo. «Todos, de sanas ideas, católicos y patriotas.» Don Ramiro se unió a él con afecto entrañable, y le pagó sus servicios con un abrazo al despedirse para la, muerte: «¡Adiós, amigo Basilio, Hasta la Eternidad!»

Un carcelero innoble, el miliciano conocido por el nombre estrambótico de «Katiuska», extrañado y molesto por esta despedida, increpó al leal ordenanza:

¿Qué tienes tú que ver con ese señor?

Y añadió, revelando los criminales propósitos con que al cautivo ilustre «se le sacaba»

¡Mucho cuidado! ¡No te pase a ti lo que le va a ocurrir a él!

Esto ocurría el 28 de octubre, de madrugada. Con anterioridad las amenazas de una inmediata muerte se habían precisado, al irrumpir en la prisión una gavilla de milicianos derrotados en Talavera de la Reina, y que en su fuga no pararon hasta la cárcel de las Ventas, en la que entraron sedientos de venganza” (Del Rio Sainz)

Y así le llegó el final, porque aunque haya una versión de que lo asesinaron antes de salir de la cárcel, no es cierta, el que murió así fue Ramiro Ledesma Ramos el fundador de la JONS y miembro de la Falange, que al parecer cuando eran conducidos al vehículo que le esperaban en la calle se abalanzó sobre uno de los milicianos con la intención de arrebatarle el fusil y mientras decía: “Sé que me vais a quitar la vida, pero no va a ser donde vosotros queráis, si no donde yo diga”… Y naturalmente allí mismo cayó fusilado.

Maeztu, y los otros treinta y tantos a los que habían señalado para ese día, llegó al cementerio de Aravaca y allí ante las tapias cayó fusilado. Dicen que antes de morir tuvo tiempo de decir: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero: ¡Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!”.

No, Maeztu, como Lorca, como Muñoz Seca, no pudieron marcharse al exilio ni volver después de la muerte de Franco.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.