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 «Serenísimo Señor. El Conseller en Cap de la Ciudad de Barcelona, en nombre de la dicha ciudad, con la reverencia, sumisión y obsequio, debido a la grandeza de V Alteza, humildemente se postra a sus reales pies, para explicar el vivo pesar y el arrepentimiento grande que dicha ciudad tiene de los excesos y errores ocasionados de una conmoción popular cometida a la Sacra, Católica y Real Majestad del Rey Nuestro Señor ( que Dios guarde)….»

Así empezaba la carta que en octubre de 1652 las autoridades municipales de Barcelona enviaron a D. Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV y comandante del ejército hispánico que sitiaba Barcelona, para entregar la ciudad y volver a la obediencia del rey de España, separándose de la obediencia francesa, 11 años después de que Pau Claris entregara Cataluña a Francia.

La contestación de D Juan José de Austria fue también muy gentil y las negociaciones fueron rápidas. En nombre de Felipe IV se comprometió a respetar los Fueros y las instituciones catalanas y otorgó condiciones muy generosas. De hecho poco antes, la Diputación o Generalidad, reunida en Manresa, había vuelto a reconocer solemnemente la soberanía real española en Cataluña, separándose de cualquier obediencia a Francia (un dato que siempre oculta el nacionalismo).

El 11 de octubre se firmó el acuerdo entre las autoridades de Barcelona y las fuerzas del rey. El día 12 se firmó la rendición oficial del ejército francés y del último virrey francés de Cataluña, el mariscal de la Motte Hodancourt. Ese día las tropas españolas ocuparon el castillo de Montjuic (ya había uno entonces), rindiéndose 700 soldados franceses, muchos de ellos, heridos y muy enfermos. Se les dió permiso para trasladarse a Francia.

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 A pesar de la dura guerra, no faltaron en esos momentos escenas de cortesía entre españoles y franceses. Cuentan las crónicas que muchos oficiales franceses acudieron a besar la mano de D. Juan José de Austria, «por gozar de su agrado y por oírle hablar la lengua francesa (que D. Juan José dominaba) que la pronuncia tan bien como la castellana».

El  13 de octubre entraron las tropas de D. Juan José en Barcelona, acompañadas por las autoridades municipales y muchos caballeros catalanes. Las campanas de las iglesias sonaron y «los habitantes de la ciudad hicieron grandes demostraciones de alegría». Las tropas españolas entregaron pan y alimentos a todos los barceloneses, que sufrían una gran hambre.

Por su parte, el general hispánico de origen italiano, Marqués de Mortara, que tenía el cargo de virrey español de Cataluña y Capitán General, envió en esos días una larga carta al Conde de Lemos, virrey de Aragón, en la que le resumía los memorables acontecimientos y en la que acababa explicando cómo los franceses habían pretendido incautar los objetos de plata del monasterio de Montserrat para poder aprovisionar a sus tropas por medio de un grupo de comerciantes catalanes pero éstos se habían negado a aceptar esa plata y a suministrar a los franceses porque era «plata de la Virgen».

Desmanes de los franceses en Barcelona

 

 El marqués de Mortara ordenó entonces devolver al monasterio de Montserrat la plata y felicitó a los citados comerciantes  por su religiosidad y fidelidad hispánica y ordenó que se les compensara con dinero del rey. Ordenó honrar a la Virgen de Montserrat también «en hacimiento de acción de gracias pues en el día 12 de octubre que fue el de Nuestra Señora del PILAR se ocupó el puesto de Montjuic con las armas y banderas de Su Majestad, pues como patrona de España y defensora de  aquel Ejército quiso que en su día tuviese este buen suceso, siendo lucero y  la mayor gloria para todos sus devotos».

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Así pues la devoción a la Virgen del Pilar estuvo muy presente en la liberación de Barcelona, el 12 de octubre de 1652, estando estrechamente unida a la devoción a la advocación de la Virgen de Montserrat.

Es pues, sin duda, el 12 de octubre, el gran día para la Hispanidad, por muchos motivos.

Fuente: «La Guerra dels Segadors a través de la premsa de l época». Henry Ettinghausen. Vol 3. Editorial Curial. 1993.

Autor

Rafael María Molina
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