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La madre del brigadier Miguel Krassnoff fue una noble rusa cuyo marido y suegro fueron ajusticiados por los comunistas en la Plaza Roja de Moscú, tras la segunda guerra mundial. Ella fue acogida por un diplomático chileno en Viena y traída al país, donde llegó con su hijo de meses y se desempeñó como traductora en el Ministerio de RR. EE., mientras vivía frugalmente en una modesta vivienda de la Av. Matta.
No podía saber que su hijo heredaría la vocación militar en tales términos que, siendo adolescente y cursando la enseñanza pública, se presentó al director de la Escuela Militar, por sí y ante sí, para ingresar a esa institución. Éste le representó que necesitaba el permiso de sus padres, pero cuando la viuda fue a la dirección de la Escuela justamente manifestó que se oponía a los deseos de su hijo de ingresar a una carrera cuyo destino había sido tan aciago para su padre y su abuelo. Pero entre el director y el aspirante a cadete, que presentaba méritos propios, la convencieron, y así Miguel Krassnoff Martchenko se incorporó a la Escuela, luego desarrolló una impecable carrera militar y, como joven teniente, fue convocado a la DINA a cargo de interrogar a extremistas del movimiento subversivo MIR y dar cuenta de sus declaraciones. Esto lo hizo, según me expresó personalmente en una larga conversación que tuvimos hace veinte años, sin nunca torturar a nadie ni tolerar que en su presencia se torturara a nadie, lo cual era, además, innecesario, me señaló, porque siempre los interrogados le dieron amplia información.
Uno de ellos le indicó el lugar donde residía clandestinamente el principal jefe del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en 1974, y allí acudió, acompañado de una funcionaria y un funcionario de la DINA. Este último, cuando llegaron al domicilio, le advirtió que se echara cuerpo a tierra, pues había oído amartillar un fusil en el interior de la vivienda, desde donde recibieron sucesivas ráfagas. Mientras precariamente respondían el fuego, ocultándose tras un árbol, el teniente logró llamar desde una casa vecina a las fuerzas policiales, que rodearon el lugar, desde donde huyeron por tejados vecinos dos miristas y otro cayó abatido mientras intentaba hacer lo mismo. En el interior de la vivienda había una mujer embarazada armada y herida, que Krassnoff envió a un hospital. El caído resultó ser el principal cabecilla del MIR, Miguel Enríquez, quien todavía mostraba en su rostro el ojo morado que le había dejado un heroico agente de banco, de la sucursal Huelén del Banco de Chile, durante un asalto mirista de días antes. El agente, Julio Robinson del Canto, encañonado por Enríquez para que abriera la caja de caudales, le respondió con un golpe de puño que lanzó al suelo al terrorista. Éste ordenó a uno de sus secuaces, “¡bájalo!”, a raíz de lo cual disparó seis tiros a Robinson, quien, sin embargo, sobrevivió y recibió el testimonio de admiración y solidaridad de todos los sindicatos bancarios y de la ciudadanía entera, en 1974. Eran otros tiempos.
La acción de Krassnoff, al enfrentar al principal jefe terrorista de entonces, fue reconocida por sus superiores y el Ejército de Chile le confirió la medalla “Al Valor” por su coraje.
La ciudadanía estaba casi unánimemente reconocida de esta acción, pues sus representantes en el Parlamento, poco más de un año antes, habían convocado a las Fuerzas Armadas y Carabineros justamente para hacer lo que el teniente Krassnoff había hecho: enfrentar a un extremismo que pretendía tomar el poder por las armas, con la connivencia y complicidad del régimen de la Unidad Popular.
La peligrosidad del MIR quedó de manifiesto después, cuando asesinó a mansalva al coronel Roger Vergara y después al Intendente de Santiago, general Carol Urzúa, y dos de sus escoltas.
La exitosa lucha del Gobierno Militar para la tarea que los civiles le habían encomendado quedó de manifiesto cuando el país se pacificó, en tales términos de que ya en 1978 la cantidad de caídos en enfrentamientos se había reducido a sólo 9 en todo el año, mientras la nación se recuperaba del desastre unipopulista y el crecimiento económico superaba el 8 % anual.
Pero los pueblos no suelen ser agradecidos con quienes han contraído grandes deudas por su servicio al interés nacional. Al contrario, en el caso chileno se ha permitido una persecución vergonzosa y tardía de quienes lo libraron del terrorismo extremista, la que ha sido llevada a cabo con la complicidad y a instancias de, justamente, quienes con más urgencia llamaron a los uniformados a salvarnos de la subversión marxista que quería tomar el poder por las armas: los políticos.
Comenzó tal persecución con Aylwin disuadiendo, mediante una misiva abiertamente inconstitucional, a la Corte Suprema de aplicar la amnistía en la forma que dispone el código. Luego él formó una comisión ad hoc para sentar a los militares –a los cuales casi veinte años antes había acudido pidiéndoles auxilio– en el banquillo de los acusados. En fin, después el país permitió que se desatara, con la activa participación del cómplice y sucesor de Aylwin, Sebastián Piñera, el más inicuo torrente de querellas sin fundamento legal, que ya desbordó el penal de Punta Peuco, inventando supuestos delitos inexistentes mediante “ficciones jurídicas” y figuras legales creadas en 2009, como los “delitos de lesa humanidad”.
Así, se ha desatado la más increíble y odiosa persecución ilícita, respaldada en particular por los presidentes Aylwin y Piñera, haciendo víctimas a los militares de la venganza subversiva y acarreando para el otrora teniente Krassnoff –que debió dejar el Ejército con el grado de brigadier debido a la persecución judicial, pese a ostentar una impecable hoja de vida y tener una vida personal y familiar ejemplar— un conjunto de condenas que ya suman cuatrocientos años de presidio, según algunas fuentes periodísticas y más de doscientos años según todas las demás. Es decir, presidio perpetuo “por servir a Chile”, como reza el título del libro biográfico de Kassnoff que escribió la historiadora Gisela Silva Encina.
La última condena impuesta por el ministro Carroza desborda ya no sólo los límites de la juridicidad, sino del sentido común, al añadir diez años y un día al presidio perpetuo contra el representante de la tercera generación de militares de ascendencia rusa que cae víctima de la justicia roja.
Así se completa el tránsito de lo que va de ayer a hoy: de la Medalla al Valor al Presidio Perpetuo. Vergüenza para Chile, vergüenza para los que tendieron una trampa a los militares, cuando vivían bajo el terror al extremismo armado, y luego de pasado el miedo los condenan por haberlos salvado. Vergüenza para las instituciones armadas, cuyos hombres cumplieron el deber que ellas les impusieron y a quienes incluso condecoraron por haberlo cumplido a cabalidad, y ahora miran para otro lado cuando el adversario hace escarnio del honor militar. Vergüenza para los abogados, cuyas instituciones representativas hasta a veces encubren la prevaricación de los jueces (ver mi blog del 27.03.15, censurado por la Revista del Abogado). Vergüenza para la “gran prensa” de opinión, que no opina nada ante el escarnio continuado que la judicatura de izquierda hace de la juridicidad. Vergüenza para los políticos de derecha, que inspiraron la acción del régimen militar y justificaron las medidas que debió tomar para derrotar a la subversión, y hoy consagran indultos y subsidios para la izquierda terrorista y hasta llegan a pedir que “esto no se tome como moneda de cambio para beneficiar a los militares”. Vergüenza para una ciudadanía que respalda con sus votos y sus opiniones a los perseguidores de los militares, a sus cómplices y encubridores.
Y, en fin, leyendo el fallo de Carroza contra Krassnoff –en el cual se apiada de sus dos acompañantes del 5 de octubre de 1974, una secretaria y un agente, a quienes condena sólo a tres años y un día de libertad vigilada— he sentido franca vergüenza de ser chileno.
Hermógenes Pérez de Arce
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