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No hay gitano que pare el tiempo. A ver quién es capaz de mandar sobre él. A ver quién le pone el cascabel al gato. A ver quién agarra por los cuernos al toro del tiempo. Al toro de lidia del tiempo no hay quien lo agarre por los cuernos y le dé un revolcón, por muy jubilata que sea. A lo mejor un tío muy fuerte, un vasco o un navarro, sí lo agarra y lo espanzurra. Un jubilata, lo que se dice, normal, ya no está para muchos bailes y menos, para muchos sustos. Y ya no es cosa de batirse -a no ser en retirada-, con un bicho fuerte, un  morlaco así, o una loba parida, o un verraco o jabalí enfadado. Una retirada a tiempo es una victoria. Para algo han de valer los años peregrinados por este valle. Para conocer el bien y evitar el mal que es el sufrimiento inútil; para no dividir más al respetable que ya está bastante, y porque quienes han liderado la marcha de la sociedad se dedicaron a dividirla. La experiencia es la madre de la ciencia; o sea, la madre del cordero. La madre que la parió. Como quedó España tras profetizar que así quedaría, aquel Guerra. Cierta fue la afirmación que ya no la conocería ni la madre que la parió. Ya está irreconocible.

Vivo en un barrio madrileño benigno de gente mayor; o sea, mayor que yo, predominantemente. Pero esto fue tan solo ayer, cuando me jubilé. Me veía un neófito jubilado cuando me tocó el día. Échale guindas al pavo. Esto es el canto del cisne. Conozco a quienes pasaron por este otoño efímero que se creyeron los reyes del mambo, ese baile caribeño que termina en un cubalibre. Y como ya tenían tiempo para cualquier cosa, pues vi que algunos tiraron los tejos a diestro y siniestro, a todo lo que se movía. Hicieron realidad con otros sueños, los que eran sus viejos sueños incumplidos. De todo hay en la viña del Señor, en la naturaleza, adonde no existen dos seres iguales. Un jubileta, o jubilata, vaya usted a saber, al tener tiempo libre y el primer año de autos, puede ser el mismo demonio y ponerse el mundo por montera. Y quemar el último «carchuto», solemnemente y hasta con una pizca de gracia con pólvora del rey. Fuegos de artificio baratos. Los jubilatas nuevos, son la leche. Como aves del viejo corral, pueden incrementar las relaciones sociales, reírse al ver el cuentakilómetros pasado, regar las plantas y hacerle los recados a la mujer que para eso quedaron, leer mucho más a los clásicos del Siglo de Oro, escuchar con resignación el chirrido del antiguo carro que somos todos, o plantar en el pueblo un buen huerto de lechugas. En fin, que son la leche… Pero los jubilados veteranos si nos caemos del escalafón, podemos espanzurrarlos.

En lo administrativo, te dan menos dinero porque ya no lo necesitas. Ni lo quieres. Quizá aunque pensaras que pudieras necesitarlo, tampoco lo querrías. Cada día que pasa necesitas menos cosas, y el vil metal -que hace vil al hombre- te va importando menos, hasta llegar a no importarte nada. Se puede llegar a ser rico -nunca trabajando-, rico en amigos, en virtudes y buenas cualidades, pero nunca rico en dinero. El dinero hace miserable al hombre. Es un producto de los regímenes comunistas, más que de los capitalistas, que aunque malos son mucho más justos con la Humanidad que los de inspiración marxista. Si esto no fuera cierto, los Castros no estarían entre los siete hombres más ricos del mundo. El mayor rico es el mayor miserable cuando hace lo contrario que predica y nada le importa los millones de seres que sufren en el mundo por su causa. (Véase lo que pasa en Cuba, adonde dice el gobierno que no hay dictadura) Pues es el mundo el que en la atalaya de la jubilación se ve desde otra perspectiva.

 Baudelaire, calificaba el orden como virtud triste y sombría. Algo semejante le ocurre a la jubilación, que da, como aquél, un poco de miedo. El miedo del que se dice guarda la viña, tiene muchas vertientes, según donde se aplique. Sólo dos palancas mueven a los hombres; el miedo y el interés, decía Napoleón, aludiendo a los dos sistemas políticos en que se repartía el mundo: el comunismo y el capitalismo. Dejémoslo en que la jubilación es una virtud. La socrática virtud. Es también la libertad, ese don más preciado que los dioses regalaron a los hombres, según Cervantes. Y hablando del padre de las letras disfrutemos de nuestra mayor riqueza: nuestro idioma. Se dice del castellano, que es un idioma loable; lo hable quien lo hable. Ha llegado el momento de conocer al mundo en toda su extensión y de comprobar que el hecho de que nos hubieran traído a él, ha sido un milagro que ha merecido la pena. Y de paso, recomendar dos lecturas de escritores actuales: El Contador de Vientos, de Ángel Fierro del Valle, y, Iacobus, de Matilde Asensi. 

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