21/11/2024 09:42
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Una sociedad que, de la mano de sus dirigentes, elegidos y reelegidos, permite en sus pueblos y ciudades, a la luz del día y a la vista de todos, las inmigraciones irregulares y las okupaciones, los apaleamientos y las violaciones, los robos, abusos y asesinatos varios, acobardada por una propaganda que les dice que a los delincuentes y terroristas hay que respetarlos y subvencionarlos, es una sociedad que acepta un mundo travestido, feo, sucio y maloliente que acabará devorándola.

Esta sociedad parece vivir cómoda entre la violencia de la escoria social y del Estado, entre el lenguaje pervertido y la basura educativa y cultural -televisiva, sobre todo-, entre el odio a la cruz y el anatema institucional a sus raíces y tradiciones, entre las guerras de falsa bandera que se reparten por el mundo y en las que, en muchas de ellas, nos involucra nuestro Gobierno, sicario del Occidente Globalista.

Cuando el poder roba, secuestra, miente, infecciona, traiciona y mata, ¿por qué no van a imitarle los hampones de todo tipo y condición? Si los psicópatas palaciegos dirigen sus filos hacia el ciudadano común, que se esfuerza y paga sus tributos, ¿por qué no van a usar sus sables y sus bombas los fanáticos y los maleantes y criminales de oficio? Si los incendiarios que habitan en los alcázares usan el fuego y la bencina entre sus gobernados, ¿por qué no habrán de revivir las violencias todos aquellos que alientan el instinto de la revancha, del sórdido resentimiento y del mal?

Pero cualquiera comprende que esta sociedad descoyuntada social, económica, sanitaria y políticamente, sin armonía ni estabilidad espirituales, no puede ser feliz. Y sin felicidad no hay salud. Un hombre desgraciado nunca está bueno. La insatisfacción se traduce en depresiones, ansiedad… y la crisis depresiva, además de somatizarse en taquicardias, infartos, insomnios, neuralgias y un largo etcétera, puede adoptar la forma de síndromes neuróticos como la neurosis obsesiva o la fobia. O decidirse por el suicidio.

Y la solución no debe circunscribirse a la receta permanente de ansiolíticos y antidepresivos. El ser humano necesita otorgarle sentido al presente con un proyecto de futuro y con una reinterpretación del pasado, porque el presente carece de sentido si no es a costa de todo lo que se perdió y a costa de todo lo que no se ha logrado.

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El caso es que quien se siente desgraciado se torna con facilidad tímido y receloso, y en todas partes cree encontrar motivos a los temores. Mientras que la felicidad genera confianza, la persecución -como ha ocurrido, por ejemplo, con la agresión covidiana-, suele encoger el ánimo, hasta el punto de que la más leve sombra asuste y llene de pavor. Es terrible saber que existen personas que sufren y que no quieren o no saben confesarse a sí mismas lo que son: seres humanos aturdidos e irreflexivos que lo que más temen es llegar a cobrar conciencia de ellos y de su entorno.

El problema, tal vez, es que tratamos de buscar la felicidad directamente, pero la felicidad hay que hallarla por diversos caminos y uno de ellos es el cultivo del espíritu. Buscamos la felicidad en lo material y la felicidad reside en lo que nos trasciende y perfecciona. La felicidad no está en el lugar que habitamos, sino en la satisfacción y la paz del ánimo, que no se alcanzan mudando de climas, pueblos y costumbres, ni mediante la adquisición desmedida de bienes fungibles, sino recogiéndonos en nosotros mismos, estudiando las imperfecciones de nuestra propia naturaleza, apreciando la hora agradable que se digna visitarnos y aceptando con fortaleza magnánima los golpes de la adversa fortuna.

Pero todo ello es algo que no interesa incluir en sus programas a nuestros gobernantes, pues saben bien que el hombre, si prescinde de su ideal ascético -de su espiritualidad o religiosidad-, carece de sentido. Y, así, su existencia sobre la tierra transcurrirá sin voluntad y sin anhelo de otros fines distintos a los materiales, convirtiéndose en un bulto manipulable, rodeado de un vacío inmenso. Será un mero bulto elector, previsible y dirigible, inmerso en una democracia falsa desde la raíz.

El caso es que cada uno de nosotros, aun sin pretenderlo, desempeña un papel ante su prójimo, bien de inspirador o bien de instigador, y con ese papel el destino nos cruza en la vida de otras personas, tal vez en el momento en que éstas se hallan en una ardua disyuntiva existencial. Deliberadamente o no, influimos en su elección y su porvenir se verá transformado. Muchos seres no habrían caído en el profundo abatimiento si alguien hubiera hallado la palabra de aliento adecuada para entusiasmarles, haciéndoles regresar a la senda apropiada con renacidas fe y esperanza.

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En último término, siendo respetuosos con una decisión inevitable y meditada, un adulto puede morir una muerte orgullosa, cuando ya no le es posible vivir una vida orgullosa, en un mundo para él insoportable. Pero, sin duda, lo más doloroso del hecho terrible de la desesperación y del consecuente suicidio es que también, hoy día, los niños dan a sus emociones, conflictos íntimos y decisiones finales la misma conclusión. Y aunque sólo fuera por este motivo, por salvar a la infancia de la atrocidad y del crimen, esta putrefacta sociedad debería coger las armas metafóricas y lanzarse a por los culpables del desorden. Para juzgarlos y encadenarlos.

Porque lo cierto es que el camino elegido por los protectores y guías de la sociedad actual, que esta misma ha aceptado, conduce a la destrucción, y si se quiere evitar el hundimiento es obligado abandonar tal ruta con urgencia, para lo cual resulta imprescindible postergar y encadenar a quienes nos llevan por ella.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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