22/11/2024 06:59
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Hoy quiero hablar de uno de mis «vicios», o «defectos» o «virtudes» (sí, no se rían, porque ni yo mismo sé ya lo que son, o lo que es). No comienzo a leer cualquier libro que lea, o cualquier artículo periodístico, por el principio, no, yo lo comienzo todo (incluyendo las novelas de Agatha Christie o de misterio, o de amor) por el final. Quiero saber desde el principio quién es el asesino, o si lo que escondía la caja enterrada bajo «el olivo del abuelo» era o no era una pistola o un buda de oro,  o si la pareja al final se casa en Casablanca o quedan para verse en París…¿y por qué? si eso es destrozar el argumento, me decían ya mis compañeros de Magisterio, si sabes quién es el asesino desde el principio ¿para qué seguir leyendo?
                    Y ese es mi secreto. Porque yo no leo para saber quién es el asesino, yo leo para saber cómo escribe el escritor, cuál es su vocabulario, cómo construye las frases. cómo «hace» a sus personajes, si domina la narración o el diálogo, cuál es su formación, quién narra, si narra en primera o tercera persona, qué autores ha leído, si tiene alguna ideología política o religión, si es partidario de la pena de muerte y si lo es cómo mata su asesino… y otras cosas más, bastantes cosas más.

                     Igual me pasa con los artículos periodísticos. Leo el último párrafo y ya lo he leído todo, porque ya sé que el autor (el periodista o no periodista que escribe) se reserva siempre su opinión para el final.
           Pues eso hice anoche cuando leí el bellísimo artículo que escribe José Martínez Ruiz (curiosamente fue uno de los primeros que escribió con el seudónimo de «Azorín», el que acabó siendo su nombre más conocido, y que incluyó en su libro «Los Pueblos») sobre «La novia de Cervantes»…. y a fé de Dios que mi «vicio» dio resultado. Porque el Maestro antes de llegar a la Novia te sumerge en un paraíso de belleza castellana, viajando en tren desde Valdemoro  a Illescas y desde Illescas a Yeles y luego a pie, andando por un camino de tierra,  hasta Esquivias.

              «Va a partir el tren; en mi coche sube una señora enlutada; suben también con ella dos chicos, tres chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus melenas cortas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy grave, muy modoso, está un pequeño señor de cuatro años; a mi izquierda, una pequeña dama de tres; sobre mis rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren, el vagón rebosa de gente».
                  Divino. Divino tesoro. El castellano en esencia, la flor y nata de la lengua de Cervantes… y me doy cuenta de que yo no sé escribir así y vuelvo al tren.
                            «¡ Yeles, un minuto!». He de bajar. Ya no sé ni adónde voy, ni lo que quiero.¿Por qué he bajado? ¿Por qué no he seguido? ¿Cuáles son mis propósitos? ¿Qué voy a hacer yo  en esta estación solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un sordo fragor por la campiña tenebrosa; un momento me quedo inmóvil, absorto, y contemplo en la lejanía cómo va perdiéndose, el ojo rojo, encendido del furgón de cola…»

                   Pero, ¿y la novia? ¿dónde está la novia de Cervantes?… y tienes que leer otro fajo de cuartillas (el Maestro escribía en cuartillas, como Unamuno, como Galdós) y otra vez te adentras en ese paisaje «azoriniano» único. (Tan único que contaba Ortega que él fue a Alemania a estudiar alemán y acabó enseñando a sus profesores el español-castellano leyéndoles las obras de «Azorín»).

                    Así que yo me callo y les dejo con el Maestro y «La novia de Cervantes»:
          » Y  luego, otra vez me veo abajo, en el zaguán, sentado al sol, entre el follaje de las macetas. El canario canta; el cielo está azul. Ya lo he dicho: todo desde la nebulosa estaba dispuesto para que un filósofo pudiera gozar de este minuto de satisfacción íntima en el vestíbulo de la casa en que vivió la novia de un gran hombre. Pero he aquí que un acontecimiento terrible- tal vez también dispuesto desde hace millones y millones de años- va a sobrevenir en mi vida. La cortesía de los moradores de esta casa es exquisita: unas palabras han sido pronunciadas en una estancia próxima, y yo, de pronto, veo aparecer, en dirección hacia mí, una linda y gentil muchacha; yo me levanto, un poco emocionado: es la hija de la casa. Y yo creo ver por un momento en esta joven esbelta y discreta -¿quién puede refrenar su fantasía?- a la propia hija de don Hernando Salazar, a la mismísima novia de Miguel de Cervantes. ¿Comprendéis mi emoción? Pero hay algo apremiante y tremendo que no da lugar a que mi imaginación trafague. La joven gentilísima que ha aparecido ante mí trae en su mano una bandejita con pastas, y en la otra, otra bandejita con una copa llena de dorado vino esquiveño. Y aquí entra el pequeño y tremendo conflicto; lances de éstos ocurren todos los días en las casas de pueblo; mi experiencia de la vida provinciana – ya lo sabéis- me ha hecho salvar fácilmente el escollo. Si yo cojo -decía- una de estas pastas grandes que se hacen en provincias, mientras yo me la como, para sorbe después el vino, ha de esperar esta joven lindísima, es decir, la novia de Cervantes, ante mí, es decir, un desconocido insignificante. ¿No era todo esto un poco violento? ¿No he columbrado yo acaso su rubor cuando ha aparecido por la puerta? He cogido lo menos que podía coger de una de estas anchas pastas domésticas y he trasegado precipitadamente el vino. La niña permanecía inmovil, encendida en vivos carmines y con los ojos bajos. Y yo pensaba luego, durante los breves minutos de charla con esta familia discreta y cortesana, en Catalina Salazar Palacios -la moradora de la casa en 1584, año del casamiento de Cervantes- y en Rosita Santos Aguado -la moradora en 1904 una de las figuras más simpáticas del próximo centenario-. Mi imaginación identificaba a una y otra. Y cuando ha llegado el momento de despedirme, he contemplado por última vez, en la puerta, bajo el cielo azul, entre las flores, a la linda muchacha -la novia de Cervantes.
Y he querido ir por la tarde a la fuente de Ombrídales, cerca del pueblo, donde tenía sus viñas la amada del novelista. Predicho estaba que yo había de pasear en compañía del señor cura -digno sucesor del prebisterio Pérez, que casó a Cervantes- y de don Andrés el Mayorazgo. Ya no existen los viñedos que la familia Salazar poseía en estos parajes; los majuelos del Herrador, de Albillo y del Espino han sido descepados; la fuente nace en una hondonada; una delgada hebra de agua surte de un largo caño de hierro, clavado en una losa, y va a resbalarse en dos hondos charcazos. Anchas laderas, arañadas por el arado, se alejan en suaves ondulaciones a un lado y a otro. La lejanía está cerrada por una pincelada azul de las montañas. Llegaba el crepúsculo. <<Éste es -ha dicho el señor cura- el paseo de los enamorados en Equivias.>> <<Por aquí -ha añadido el Mayorazgo con énfasis irónico- he visto yo, cuando los trigos están altos, muchas y grandes cosas.>>
La noche va llegando: por Poniente, el cielo se ilumina con suavidades nacaradas. La llanura inmensa, monótona, gris, sombría, está silenciosa: aparecen tras una loma las techumbres negruzcas del poblado. Las estrellas fulguran como anoche y como en toda la eternidad de las noches. Y yo pienso en las palabras que durante estos crepúsculos,  en estas llanuras melancólicas, diría el ironista a su amada -palabras simples, palabras vulgares, palabras más grandes que todas las palabras de sus libros.
                   Les aseguro que leyendo al gran Azorín» hasta me olvidé de la guerra que ha estallado en Madrid y del final que va a tener esa guerra. Porque lo bueno que he descubierto releyendo sus primeros artículos en las revistas de su tiempo es que ya en 1904 escribió un artículo que tituló «La guerra de Madrid». Claro que para encontrarlo tuve que repasar antes estas:

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                                «La España moderna» (7 artículos)
                                «Ciencia Social»  (5 a)

                                «Nuestro tiempo»  (11 a)
                                » La Revista nueva» (17 a)
                                » Los Tres»   (Baroja, Maeztu y «Azorín») (9 a)
                               » Alma española»  (15 a)
                               » España» (8 a)
                               » Blanco y Negro» ( 12 a)

            ( y los de «El Globo», «El Progreso», «El País», «El Imparcial» y «ABC»)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.