12/10/2024 21:13
Aquella bicicleta Orbea de color rojo, con barra y las ruedas blancas, simboliza el paraíso perdido de mi infancia. Algo así como «Rosebud», el nombre del trineo que Orson Welles añora en el lecho de muerte en Ciudadano Kane.
Yo entonces acababa de cumplir catorce años. Era el primer día de vacaciones de verano en Salou y por la tarde saqué ansioso la bici del trastero. Puse el pie en el pedal y mientras descendía por la rampa del jardín, me acomodé en el sillín. Tras salir de nuestro chalé, que lindaba con la iglesia, enfilé el callejón de la playa, alfombrado de pinaza, y puse rumbo al muelle. Algunos bañistas, que habían apurado hasta el último rayo de sol, provistos de flotadores, colchonetas y hamacas, cruzaban los pasos de cebra de la carretera de la playa. En los jardines del hotel Planas, las señoras tomaban el té con pastas, y las terrazas de la calle Barcelona estaban atiborradas de turistas que aplacaban el calor lamiendo un helado de cucurucho o sorbiendo una horchata. Al fondo se alzaba la noria, girando sobre sí misma, con sus cazoletas balanceándose en el aire.
En el puerto se oían las sirenas de los barcos entrando por la bocana y los chillidos de un enjambre de gaviotas revoltosas. Las ferias desprendían un aroma a churros, a buñuelos y a almendras garrapiñadas. Zigzagueando con la bici, me abrí paso entre los peatones y dejé atrás el Tío Vivo, con sus caballitos de madera; la tómbola, con una señora oronda de voz estridente  -¡Premio para el caballero!- y los autos de choque, embistiéndose entre ellos.
Era el mismo Salou de todos los veranos. ¿El mismo? No exactamente…
Junto a la sala de fiestas Alhambra, vi un cartel anunciando:
Serrat en concierto.
Sábado 30 de agosto.
Tras dar un respingo, frené la bici en seco y me invadió un júbilo secreto.
– No me lo pierdo…- musité mientras mis ojos echaban chiribitas.
No sé a ciencia cierta cuándo Serrat me inoculó su veneno, lo que sí sé es que su poesía y sus hermosas canciones fueron calando en mí a través del tocadiscos de vinilo que había en el cuarto de mis hermanas mayores,  hasta que decidí por mi cuenta comprar el primer LP de mi vida: Mediterráneo. Fue en El Corte lnglés del Paseo de la Castellana.  El día de mi cumpleaños. Y lo escuché hasta el hartazgo.
Durante el largo y cálido verano jugué con mi amigos al pañuelo, a policías y ladrones y a balón prisionero. Aunque a veces, mientras haraganeaba junto a ellos, tendido en el césped de la Plaza de la Rotonda, con una brizna de hierba entre los dientes, viendo pasar las nubes lentamente, soñaba con ver a mi ídolo en directo y esbozaba una sonrisa meliflua. Eso sí, sería al final del verano, poco antes de regresar a Madrid. Lo que me producía sentimientos encontrados.
Al fin llegó el 30 de agosto. Además de mis hermanas, también se apuntaron al concierto sus novios. Junto a la sala de fiestas Alhambra se arremolinaba la gente y cuando miré alrededor comprobé que yo era el único niño que había allí. Durante la espera palpé el billete en el interior del bolsillo para asegurarme de que no lo había extraviado, como si temiese secretamente quedarme a las puertas del cielo.
Desde lo alto de la escalinata, a lo lejos, vi pasar a mis amigos encaminándose a las ferias, probablemente a montarse en los autos de choque o a jugar al tiro al blanco, y los observé con una mezcla de suficiencia y ternura, como si estuviera diciendo adiós a una etapa de mi vida. La sala de fiestas Alhambra me pareció un lugar mágico y encantado, como entrar en el universo de los adultos, casi en penumbra, iluminada sólo por la luz tenue que esparcían las tulipas de cristal, con el suelo enmoquetado.
Nos sentamos a una mesa en la que ardía una vela, junto al escenario.
Yo me hallaba en el séptimo cielo, mirando a todos lados, hasta que el camarero que nos atendió, tras tomar nota a los mayores, me bajó de la nube.
– ¿Qué tomará el chavalín?
– Un Trinaranjus- contesté yo con un hilo de voz.
Ofició de telonera, la cantaora de rumba Tere de Oro, que irrumpió en  escena ataviada de faralaes, luciendo una peineta y acompañada por sus palmeros. Con sus largas pestañas y pintarrajeada, histriónica y briosa, zapateó con furia sobre las tablas. No en vano, con el tiempo mudaría su nombre artístico por Tere Guerra. No era para menos…
Tere de Oro concluyó su vibrante actuación, que se nos hizo eterna, con un canción titulada «Llévatelo».
– Eso -murmuró alguien entre el público-. Y a ella también, que se la lleven, por favor…
Después de una breve pausa, llegó el momento estelar de la noche. Precedido por los acordes de Mediterráneo, vestido con un pantalón azul marino y una blusa blanca, apareció Serrat en carne mortal sobre el escenario.
Sí, era él, con su sempiterna sonrisa burlona y yo casi podía tocarlo.
Empuñó la guitarra, tomó asiento en el taburete de terciopelo rojo que una noche de farra afanó en Bocaccio y durante casi dos horas, con su voz grave, aterciopelada y temblona, fue desgranando algunas de las joyas de su repertorio, en catalán y en castellano: Mis gaviotas, La Tieta,  Poema de amor, Tu nombre me sabe a yerba, Ara que tinc vint anys, De cartón piedra, Aquellas pequeñas cosas, Cantares, La Saeta, Lucía, Paraules d’amor, Nanas de la cebolla, Para la libertad… Fiesta, con la que rubricó aquella memorable actuación que a uno le dejó en estado de ataraxia.
Siempre he creído que con aquel concierto de Serrat sepulté mi niñez. Hubo un antes y un después de ese recital, como si se tratara de un bautismo de fuego o una piedra miliar. Ya nunca más volví a jugar al pañuelo ni a policías y ladrones ni a balón prisionero. Y al acabar el verano, dejé la bicicleta Orbea roja arrumbada para siempre en el trastero. Fue Joan Manuel Serrat el que me abrió los ojos a un mundo nuevo y desconocido: el de las emociones y la sensibilidad.
Quién me iba a decir entonces que tantos años después acabaría añorando aquella bicicleta Orbea, como Charles Foster Kane en el lecho de muerte a «Rosebud», su trineo…
Lo dijo Clarice Lispector: «Las rodillas raspadas duelen menos que los corazones rotos».
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor
Redacción: Joan Manuel Serrat recibirá este 25  de octubre, en el Teatro Campoamor de Oviedo, el muy merecido Premio Princesa de Asturias de las Artes.

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Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
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